La niña leía y releía El libro de la selva, de Kipling. Tenía sueños
recurrentes: viajar a África, vivir entre animales salvajes, descifrar sus
comportamientos y escribir como su madre novelista. Pero, lejos de la ficción,
deseaba "narrar" a esas criaturas que, para ella, nada tenían de ominoso. Vivía
en la costa sur de Inglaterra, en Bournemouth, y en vez de jugar con amigas se
escapaba a los gallineros para presenciar ese pase mágico que le permite a una
gallina poner un huevo, empollarlo y alumbrar una vida. Cuando llegaba la hora
del sueño, su madre, Margaret, iba a cubrirla con una manta y descubría que la
pequeña Jane escondía en su mano un puñado de lombrices. "Pero ellas necesitan
de la tierra", le explicaba su madre, y juntas volvían a depositarlas en su
hábitat.
Treinta años después, el mundo conoció las hazañas de una mujer rubia y
delgada, exploradora en las montañas de Tanzania, en la portada de National
Geographic. Jane Goodall revolucionó el mundo científico al demostrar en
Cambridge que los chimpancés -hasta entonces sólo herbívoros para la ciencia-
poseían altas capacidades cognitivas y podían fabricar herramientas para extraer
alimento orgánico: termitas. Esa práctica, observada sólo en el parque nacional
de Gombe, había sido asimilada y perfeccionada por generaciones enteras de
primates.
Pionera en la etología de los chimpancés, las investigaciones de Goodall en
aquella selva durante 55 años abrieron nuevas vías de estudio sobre los
antecesores del hombre (los homínidos) y ayudaron a su mentor, el
paleoantropólogo británico Louis Leaky, a respaldar la teoría darwiniana. Leaky
eligió a tres mujeres para que observaran a los grandes simios en la vida
silvestre: Birute Galdikas se ocupó de los orangutanes, en Borneo; Diane Fossey,
de los gorilas, en los volcanes Virunga, entre Congo y Uganda, y Goodall, de los
chimpancés en la ex Tanganica.
Esa sociedad científica, que interpretó como si fuesen piezas de un
rompecabezas los fósiles, el comportamiento animal y sus ecosistemas, contribuyó
en la demostración del origen africano del hombre, tal como había postulado
Darwin. Lo demás es historia: la mayor referente mundial en la conservación de
la naturaleza y embajadora del la paz por las Naciones Unidas, se convirtió en
activista en favor de la biodiversidad y el bienestar animal, y en contra del
cambio climático.
Goodall será una de las figuras centrales de la próxima cumbre del clima, que
comenzará el lunes en París. Antes pasó por Buenos Aires para expandir su
prédica ambientalista por la reducción de gases de efecto invernadero, incluido
el gas metano, producto de la ganadería intensiva. De paso, monitoreó los
avances sobre educación ambiental que su fundación lleva a cabo en la
Argentina.
"Si no le molesta, ¿podría cambiarme el café por otro sin leche?", le
pregunta esta vegetariana, algo errática con su veganismo, a la moza del Hotel
Plaza. Con su voz extremadamente delicada, pero firme, celebra las palabras del
Papa en pos del medioambientalismo.
-Repasando su biografía, es fácil notar que usted concretó sus sueños de
infancia. Es curiosa esa linealidad biográfica. Las personas suelen cambiar. ¿A
qué atribuye que su pasión por los seres vivos nunca haya decaído?
-No lo puedo explicar. Mis padres no estimularon esa pasión, pero la
respetaron. Cuando era una niña mis libros, mis juguetes, eran todos sobre
animales. Salvo una sola muñeca, negra. Tenía un gato y un bull terrier,
Peggy, que mordía al cartero. Pero el animal que cambió mi percepción fue un
perro negro del barrio, Rusty. Entendí algo sobre la inteligencia animal cuando
le quise enseñar a otro perro a darme la mano, y Rusty se acercó y le mostró al
otro cómo se hacía. Desde entonces, me buscaba cada mañana en mi puerta.
-A los 26 años se fue a vivir a la selva. Era una mujer sola conviviendo
con animales salvajes. ¿Debió sortear prejuicios?
Sólo hubo sorpresa. Mi madre se ofreció para acompañarme desde el comienzo,
cuando las autoridades de la entonces Tanganica se negaron a aceptar que una
mujer permaneciera sola en la selva. Era peligroso; no querían correr riesgos.
Pero Leakey insistió tanto que accedieron a que fuera con otra mujer: mi
madre.
-¿Cómo se adaptaron a la selva?
-Ella permanecía en el campamento. No trepaba al bosque, su corazón no se lo
permitía. Venía de familia de médicos y organizó en la aldea una clínica, bien
provista, para primeros auxilios. Curó a mucha gente. La llamaban la "curandera
blanca" y forjó una excelente relación con la gente local. Así es como empezó
todo. El bienestar de la gente, la observación de la destrucción del hábitat, y
la necesidad de conservar a las especies. Una cosa me fue llevando a la otra.
¡Le debo tanto a ella! Cuando yo bajaba de las montañas, al principio deprimida,
porque durante meses los primates huían al verme, ella me levantaba la moral:
"Jane, estás viendo sus grupos, sus nidos a la noche, su organización, sus
llamados, su dieta. Estás aprendiendo más de lo que pensás".
-¿Su padre aprobaba eso?
-Mi padre peleó en la Segunda Guerra y se divorció de mi madre antes de que
finalizara. Pero mi madre fue sabia y nos mandó a mi hermana y a mí un tiempo a
Londres, para afianzar el vínculo. Él terminó sintiéndose muy orgulloso de mi
tarea.
-¿Su hijo y sus nietos heredaron su sensibilidad?
-No. Uno puede enseñarles a ser empáticos, pero la pasión no se hereda ni se
puede transmitir. Ellos viven en Tanzania y pescan, a pesar de que a mí no me
gusta que lo hagan.
-¿Que debió renunciar para ser Jane Goodall?
-No fue fácil armonizar intereses. Cuando mi segundo marido vivía [Derek
Bryceson, fallecido en 1980, director de los Parques Nacionales de Tanzania y
parlamentario, con quien estuvo casada cinco años] debía dedicarle mucha
menos atención a los chimpancés. Era un conflicto. Él era celoso del
reconocimiento que yo iba teniendo. Con mi primer marido [Hugo van Lawick,
fotógrafo de National Geographic, con quien estuvo casada 10 años] tuve una
vida fantástica en la selva. Pero tampoco pudo tolerar que yo fuera aceptada por
la comunidad científica para hacer un Phd. Luego, debí renunciar a mi privacidad.
La gente me reconoce en todos lados. A veces odio eso, pero luego entiendo que,
cuando ellos obtienen su selfie, también reciben mi folleto sobre
educación ambiental.
-Enviudó a los 46. ¿Pensó en rehacer su vida amorosa?
-No, gracias. No quise ni quiero más ese tipo de complicaciones. Quiero una
vida simple. Soy feliz siendo plenamente libre. Necesito toda mi energía para
hacer lo que hago.
-¿Qué son esos dos peluches, el mono y la vaca, que ha puesto sobre la
mesa?
-El mono es Mr. H; me lo regaló [el escritor y deportista extremo]
Gary Haun, simboliza el indómito espíritu humano. Quedó ciego a los 21 años,
quiso ser mago y lo logró. Nunca hay que renunciar. La vaca viaja conmigo desde
hace cuatro años. Representa a los animales de granja explotados por la
ganadería intensiva como consecuencia del consumo de carne. Hablo del cambio
climático y del gas metano que producen. Si hubiera más vegetarianos, habría
menos explotación animal y menos efecto invernadero en la atmósfera.
-Hay quienes ven en los esfuerzos por el bienestar animal cierto
desinterés por las carencias humanas.
-A mí me interesan ambos. Cuando llegue a Gombe y vi la pobreza en la que
vivía la gente, comprendí que si no hacía nada por ellos, difícilmente iba a
poder salvar a los chimpancés. Implementamos en 12 aldeas el programa Take Care,
para mejorar la vida de la gente con una visión holística: sembrando alimentos
orgánicos, nada genéticamente modificado, mejorando la atención sanitaria, el
acceso al agua y la educación, como una forma de control de la natalidad. Todos
me decían que no podía abarcar tanto, que debía concentrarme en una sola cosa.
"¿Cuál es el punto de educar o alimentar a un niño que, si no se lo vacuna,
morirá?", respondía. En los años 90 me junté con Mohamed Yumus, obtuvimos fondos
de la Unión Eruropea y fundamos nueve bancos para otorgar microcréditos. Más del
90 por ciento del dinero fue devuelto y hoy estamos en 52 aldeas.
-¿El interés humano debe prevalecer sobre el bienestar animal?
-Todos somos interdependientes. No voy a poner a nadie por encima de nadie.
Aunque sí a algunos seres humanos por sobre otros: algunos son escoria. Me
refiero a quienes ejercen acciones que afectarán a sus pares en el futuro. Pero
déjeme regresar a su pregunta. Las técnicas de cirujía del corazón y muchas
otras fueron perfeccionadas sobre perros, cerdos y todo tipo de animales. Se
deben buscar otras alternativas bioéticas -las hay-para que prevalezca el
bienestar de todos. Es poco realista esperar que se acabe con una metodología
científica de un día para el otro. Si uno la combate con fundamentalismo e
intimidaciones, esa agresión se vuelve en contra. Lo único eficaz es el diálogo.
No conozco otro modo de resolver diferencias. En 1987 comencé a luchar contra el
uso de chimpancés en la medicina invasiva. Me junté con científicos que seguían
esas prácticas. Y fui atacada ferozmente por los activistas del bienestar
animal, grupo del que formo parte, por sentarme a conversar. Confío en el
entendimiento, jamás en la confrontación y la agresión.
-¿La cuestión de fondo no es superar la visón etnocéntrica que rige el
mundo?
-Sí, eso está cambiando. Tengo mucha esperanza en las nuevas generaciones, en
los nuevos agente de cambio educados en la conciencia de la interrelación que el
hombre mantiene con su ambiente. Todo se resume en la idea del respeto. Respeto
por otras formas de vida. Respeto entre nosotros, los humanos. Si uno respeta al
otro, le hablará sin odios. El odio es el origen de todo lo que está mal en el
mundo de hoy. Necesitamos volver a observar a los indígenas para cuidar la
tierra y ver a los animales como nuestros hermanos y hermanas. Ellos mataban
porque debían comer, pero honraban el espíritu del animal y jamás atentaban
contra su hábitat... Deforestar, exterminar especies, contaminar los suelos y el
aire con agroquímicos, usar antibióticos en la ganadería intensiva. ¿Cómo es
posible que, siendo los seres más inteligentes, estemos dejando este
desastre?
-¿Habla de respeto por todas las formas de vida?
Por aquellos seres capaces de sentir y de sufrir como nosotros. Y por el
hogar que nos cobija y sus miles de años de evolución. Cuando fui a Cambridge me
decían que la nuestra era la única especie con intelecto. Nuestra diferencia con
los chimpancés, por ejemplo, es sólo de grados. Nosotros pudimos desarrollar un
lenguaje, mientras que ellos tienen un sistema de comunicación. Hoy la ciencia,
por ejemplo, investiga la inteligencia y el sistema nervioso de los pulpos,
capaces de salir a la superficie, reptar por las rocas, capturar cangrejos y
volver a sumergirse en el mar. Lo puede ver en YouTube. Hay mucha más
inteligencia de la que hoy conocemos.
-¿Pueden los chimpancés enseñarles algo a los humanos?
-Sí, mucho sobre comportamiento maternal. Hembras y machos llegan a actuar
como madres o padres adoptivos. Como tíos o nannies, capaces de forjar
sólidos lazos de afecto y cuidado pese a no estar emparentados. No fue
casualidad que los primeros científicos interesados en mis investigaciones
fuesen psiquiatras y psicólogos infantiles que estudiaban el apego y el
desarrollo infantil. Entre ellos, John Bowlby y Rene Spitz. Cuando una madre
chimpancé muere, es usual que un hermano o hermana mayores lo adopten. Lo triste
es cuando el más grande intenta criarlo, pero no sabe cómo hacerlo y advierte
que no puede amamantarlo, y el recién nacido muere. No lloran con lágrimas, pero
emiten sonidos que expresan una profunda tristeza. Mi mejor experiencia fue
cuando un adolescente adoptó a un huérfano de tres años con quien no estaba
emparentado. Logró hacerlo sobrevivir con sus cuidados. Lo cargaba apoyándolo en
su pecho, dormía con él, acurrucándolo, y compartía el alimento. Lo protegía
para impedir que se le acercaran los más dominantes. Asumía ese rol materno,
pese a que a veces era golpeado por los otros. Pero, al igual que los humanos,
ellos también tienen un lado oscuro. Pueden forman pandillas y matar a otros
individuos. Las hembras pueden ser caníbales con los recién nacidos y los
machos, imitarlas. Pueden ser salvajes como nosotros.
-La empatía hacia los animales y el respeto ambiental, ¿son manifestación
de la evolución de las civilizaciones?
-Sí. En el pasado hacíamos cosas que hoy consideramos aberrantes y
afortunadamente ya no hacemos. El respeto por la biodiversidad es un paso más en
esa evolución. Pero antes debemos ser más civilizados entre nosotros. Somos
animales, y nuestra supervivencia como especie depende de muchas otras.
-¿Piensa que se logrará algo trascendente en la cumbre de París?
-Sí. Se viene trabajando hace un año con propuestas serias. Hoy nadie puede
negar que el cambio climático es un drama en el planeta. Los polos y glaciares
se derriten, hay más tsunamis e inundaciones, huracanes y sequías. No tengo
esperanza en los políticos, pero sí en la gente y su presión sobre ellos para la
adopción de una energía limpia, verde y sustentable. Costará más dinero hoy pero
menos a futuro. Es contabilidad ecológica.
-¿Habría que buscar otras formas de capitalismo?
-Sin dudas. Si no cambiamos, en 100 años lucharemos de modo horrible para
sobrevivir en un mundo horrible. Es mejor que cambiemos antes para asegurar la
supervivencia de nuestra propia especie.
Loreley Gaffoglio
Bio
Profesión: Doctora en Etología, primatóloga, antropóloga
Edad: 71 años
Es la mayor referente mundial en conservación de
biodiversidad y bienestar animal. Estudió por más de 50 años a los chimpancés en
la selva de Tanzania. Fundó el Gombe Research Center. Sus investigaciones,
libros y documentales abrieron una nueva comprensión sobre las capacidades de
los chimpancés. Es una de las pocas mujeres que obtuvo un doctorado honorífico
por la Univesidad de Cambridge. Es Mensajera de la Paz por las Naciones Unidas