La transición al capitalismo implicó un proceso de transformación del cuerpo, de su concepción y sobre su política. Fue un proceso de “ingeniería social”, donde la
violencia, criminalización y prohibición fueron las herramientas para transformar a las personas en cuerpos funcionales al nuevo régimen de capital/salario, una vez que
se reconocía al trabajo humano como la mayor fuente
de producción de riquezas y se centralizaba el poder en
el Estado.
Este fue un proceso que operó tanto de forma individual
como social. En esta última, “el proletariado” debía ser
controlado y disciplinado para el trabajo asalariado, hecho que no se logró sino con una serie de mecanismos
violentos. A nivel individual, fue un proceso de deshumanización del cuerpo, que lo estableció como una máquina
que debía ser conocida a través de la ciencia y controlada
a través de la autodisciplina, dirigida al trabajo.
Esta concepción del cuerpo planteaba la existencia de
una dicotomía mente/cuerpo, que justificaba su disciplinamiento violento para la instauración de mecanismos de
autocontrol. Este proceso de “mecanización del cuerpo”
implicó la represión de determinadas formas de comportamiento, emociones, deseos, pero también el desarrollo
de otras facultades, especialmente dirigidas a “evaluar,
desarrollar y mantener a raya” el propio cuerpo. Estas
facultades son constitutivas de la identidad del individuo
en la sociedad capitalista.
El control del cuerpo del proletariado como colectividad
y del individuo se combinaban en un entendimiento según el cual existían individuos capitalistas racionales con
capacidad de autocontrol; esta categoría solamente designó a un tipo de personas: por un lado, hombres, blancos, heterosexuales, adultos y propietarios; y, por otro,
personas que naturalmente estaban privadas de la razón
y las capacidades de autocontrol, pues eran puramente
instintivas y debían estar sujetas al control y la vigilancia
del Estado. Es decir, se produjo una diferenciación y jerarquización entre las personas, basada en los grados de
“racionalización de la naturaleza humana”.
Una de las ventajas de abordar la cuestión del patriarcado a partir de la historia del contrato sexual
es que revela que la sociedad civil, incluyendo la
economía capitalista, tiene una estructura patriarcal.
Las capacidades que permiten a los varones y no
a las mujeres ser “trabajadores” son las mismas
capacidades masculinas que se requieren para ser
un “individuo”, un marido y el cabeza de familia
(Pateman, 1995: 57).
Esta jerarquización tuvo dos consecuencias sociales muy
importantes: la instauración del Estado como “gestor supremo de las relaciones de clase”, “supervisor de la reproducción de la fuerza de trabajo” y disciplinador de la población considerada como irracional; y la instauración del
hombre blanco, propietario, heterosexual, adulto como
el único sujeto social capaz de gobernar y gobernarse, de
tener derechos, de ocupar el espacio público, de gobernar los espacios privados (las familias nucleares reproductoras) y poseer el cuerpo de las mujeres. De esta manera,
las personas racializadas, las de las disidencias sexo-genéricas, las empobrecidas, las mujeres y los cuerpos feminizados fueron degradados como personas hasta el punto
de que ni siquiera se consideraban seres con derechos
humanos fundamentales como el voto, el acceso a educación o el derecho a un trabajo remunerado. Incluso existió una época en que las violaciones a las mujeres empobrecidas fueron legalizadas y legitimadas por los Estados
(Federici, 2005). Al respecto, Carole Pateman, establece:
La historia política más famosa e influyente de los
tiempos modernos se encuentra en los escritos de
los teóricos del contrato social. La historia o la historia conjeturada, cuenta cómo se creó una nueva
sociedad civil y una nueva forma de derecho político
a partir de un contrato original. Encontramos una
explicación de la relación de la autoridad Estado y
de la ley civil, y de la legitimidad del gobierno civil
moderno, al tratar nuestra sociedad como si hubiera tenido origen en un contrato (…) El pacto originario es tanto un pacto sexual como un contrato
social, es sexual en el sentido de que es patriarcal
-es decir, el contrato establece el derecho político de los varones sobre las mujeres- y también es
sexual en el sentido de que establece un orden de acceso de los varones al cuerpo de las mujeres. El
contrato original crea lo que denominaré, siguiendo a Adrianne Rich, “la ley del derecho sexual masculino”. El contrato está lejos de oponerse al patriarcado; el contrato es el medio a través del cual
el patriarcado moderno se constituye (1995: 11).
Las mujeres, dentro de este panorama político, al ser catalogadas como naturalmente irracionales, fuimos sometidas a una serie de leyes, prácticas y estructuras que nos
despojaron de autonomía y propiciaron nuestro sometimiento a los hombres y al Estado.
El proceso de disciplinamiento y sometimiento de las
mujeres encontró múltiples resistencias, ante lo cual el
Estado, haciendo uso de su fuerza de forma terrorista,
inició el proceso de “la caza de brujas”. Es decir, utilizó
la violencia feminicida, sexual, física y psicológica contra
nosotras con el objetivo de domesticarnos, disciplinar
nuestros deseos y expropiar nuestros cuerpos para que se
adecuaran a las necesidades de las nuevas instituciones
patriarcales.
Un aspecto fundamental de este proceso de sometimiento fue la expropiación del cuerpo de las mujeres. Este
facilitó la transformación de la sexualidad femenina en
“un trabajo al servicio de los hombres y la procreación”.
Comenzó antes de la época de cacería de brujas y se cristalizó en la legalización de las violaciones, la instauración
de la prostitución como un servicio público7
, la devaluación del trabajo femenino y la expulsión de las mujeres
del mundo del trabajo asalariado para que asuman, principalmente, tareas de cuidado no remunerado. Posteriormente, se potenció con la caza de brujas, que expropió
a las mujeres sus cuerpos, sus saberes y sus poderes para
someterlas al control estatal y familiar.
Del mismo modo que los cercamientos expropiaron
las tierras comunales al campesinado, la caza de brujas expropió los cuerpos de las mujeres, los cuales
fueron así “liberados” de cualquier obstáculo que
les impidiera funcionar como máquinas para producir mano de obra. La amenaza de la hoguera erigió
barreras formidables alrededor de los cuerpos de las
mujeres8
, mayores que las levantadas cuando las tierras comunes fueron cercadas (Federici, 2015: 252).
En este sentido, la cacería de brujas cumplió con la función de reestructurar la vida sexual en función de la disciplina de trabajo capitalista, pues:
criminalizaba cualquier actividad sexual que amenazara la procreación, la transmisión de la propiedad
dentro de la familia o restara tiempo y energías al
trabajo (…) Los juicios por brujería brindan una lista
aleccionadora de las formas de sexualidad que estaban prohibidas en la medida en que eran “no productivas”: la homosexualidad, el sexo entre jóvenes
y viejos, el sexo entre gente de clases diferentes, el
coito anal, el coito por detrás (se creía que resultaba en relaciones estériles), la desnudez y las danzas.
También estaba proscrita la sexualidad pública y colectiva que había prevalecido durante la Edad Media
(…) (Federici, 2015: 264).
Asimismo, se instauró la heterosexualidad obligatoria
(Rich, 1980) como única opción legítima para las mujeres,
a partir de prácticas violentas.
De forma simultánea, las amistades femeninas se
convirtieron en objeto de sospecha; denunciadas
desde el púlpito como una subversión de la alianza
entre marido y mujer, de la misma manera que las
relaciones entre mujeres fueron demonizadas por los
acusadores de las brujas que las forzaban a denunciarse entre sí como cómplices del crimen (…) (Federici, 2015: 255-256).
Este proceso, que Carole Pateman ha denominado “el
contrato sexual”, permitió la expropiación del cuerpo de
las mujeres, de su trabajo, de su posibilidad legal y
reproductiva y de su sexualidad a favor de los hombres
en tanto jefes de familia. Ha sido y es uno de los pilares
fundamentales del sostenimiento del sistema patriarcal
capitalista y de la expropiación del cuerpo de las mujeres
para volverlo funcional.
El aspecto que me interesa en todos los contratos es
el de una clase especial de propiedad, la propiedad
que tienen los individuos sobre sus propias personas
(…) El contrato originario es un pacto sexual-social,
pero la historia del contrato sexual ha sido reprimida. La historia del contrato sexual es también una
historia de la génesis del derecho político y explica
por qué es legítimo el ejercicio del derecho -pero
esta historia es una historia sobre el derecho político
como derecho patriarcal o derecho sexual, el poder
que los varones ejercen sobre las mujeres-. (…) [La
visibilización del] contrato sexual ayudará a explicar
por qué (…) la diferencia sexual es una diferencia
política, la diferencia sexual es la diferencia entre libertad y sujeción. Las mujeres no son parte del
contrato originario a través del cual los hombres
transforman su libertad natural en la seguridad de la
libertad civil. Las mujeres son el objeto del contrato.
El contrato [sexual] es el vehículo mediante el cual
los hombres transforman su derecho natural sobre la
mujer en la seguridad del derecho civil patriarcal (…)
el contrato sexual no está solo asociado a la esfera
privada. El patriarcado no es meramente familiar ni
está localizado en la esfera privada. El contrato original crea la totalidad de la sociedad moderna como
civil y patriarcal. Los hombres traspasan la esfera privada y la pública y el mandato de la ley del derecho
sexual masculino abarca ambos reinos. La sociedad
civil se bifurca pero la unidad del orden social se mantiene, en gran parte, a través de la estructura de las
relaciones patriarcales (Pateman, 1995: 14, 15, 23).
La familia nuclear reproductora sostiene otra institución:
la monogamia, que asegura la transmisión de la herencia
y somete a las mujeres y su posibilidad reproductiva a sus
esposos en tanto jefes de familia. La monogamia se instauró a partir de regímenes de terror contra las mujeres,
como leyes que castigaban el adulterio, los nacimientos
fuera del matrimonio, pero también a través de la reestructuración de la vida sexual femenina que implicó la
caza de brujas:
leyes que castigaban a las adúlteras con la muerte
(en Inglaterra y en Escocia con la hoguera, al igual
que en el caso de alta traición), la prostitución era
ilegalizada y también lo eran los nacimientos fuera
del matrimonio (…) La caza de brujas condenó la
sexualidad femenina (…) criminalizaba cualquier
actividad sexual que amenazara la procreación, la
transmisión de la propiedad dentro de la familia (…)
(Federici, 2015: 255).
La monogamia es y ha sido la forma de relación sexo afectiva dominante durante muchos años. No obstante, únicamente fue impuesta a las mujeres. Durante muchos
años, las legislaciones de los países contemplaban figuras
como el concubinato o la poliandria, que permitían que
los hombres tuvieran varias parejas sexo-afectivas a la
vez. Incluso en la actualidad, es mucho más legítimo
y tolerado que los hombres tengan muchas parejas
sexo-afectivas.
En este sentido, podemos afirmar que la monogamia es
otra institución que consagra la expropiación del cuerpo
de las mujeres y sus posibilidades sexuales, reproductivas
o laborales a los hombres y al Estado.
(…) la explotación es posible precisamente porque,
como mostraré, los contratos sobre la propiedad de
la persona ponen el derecho al mando en manos
de una de las partes contratantes. Los capitalistas
pueden explotar a los trabajadores y los esposos a
las esposas porque los trabajadores y las esposas se constituyen en subordinados a través del contrato de
empleo y del de matrimonio. (…) El contrato siempre
genera el derecho político en forma de relaciones de
dominación y de subordinación (…) [que] reflejan las
del amo y del esclavo. La historia ayuda a comprender los mecanismos mediante los cuales los hombres
afirman el derecho de acceso sexual a los cuerpos de
las mujeres y reclaman el derecho de mando sobre el
uso de los cuerpos de las mujeres (Pateman, 1995:
18, 19 y 26).
El tercer pilar de la expropiación del cuerpo de las mujeres
y su funcionalización en la transición al capitalismo y
mediante la cacería de brujas fue el establecimiento de la
maternidad como una institución social.
Un elemento significativo, en este contexto, fue la
condena del aborto y de la anticoncepción como maleficium, lo que encomendó el cuerpo femenino a
las manos del Estado y de la profesión médica y llevó
a reducir el útero a una máquina de reproducción
del trabajo (…) destruyó los métodos que las mujeres
habían utilizado para controlar la procreación, al señalarlos como instrumentos diabólicos, e institucionalizar el control del Estado sobre el cuerpo femenino, la precondición para su subordinación a la reproducción de la fuerza de trabajo (Federici, 2015: 199).
Este proceso comenzó con leyes que penaban el infanticidio, con la condena a la hoguera a las mujeres que podían
manejar su reproducción o la de otras, de las mujeres que
abortaban o cuyos hijos e hijas morían; tuvo como una
de sus consecuencias más importantes el control estatal
de la reproducción de las mujeres. Dicho control fue tan
extendido que, si analizamos las modificaciones legales
que se han dado alrededor de la interrupción voluntaria
de embarazos, podemos concluir que estos cambios han
respondido -más que a la necesidad de leyes acordes
con las realidades de las mujeres que les permitan tomar
decisiones informadas sobre sus cuerpos y sus vidas- a
intereses políticos y económicos del Estado y de grupos
de poder. Son ellos quienes posicionaron discursos convenientes a sus intereses, a favor y en contra del aborto.
Otra de las consecuencias fundamentales de este proceso fue la instauración de una nueva forma de concepción de la feminidad ligada a la maternidad: en la maternidad deviene el contenido fundamental del ser mujeres.
Esto se convierte en el logro fundamental del sistema,
que ya no debe obligar coercitivamente a las mujeres a
parir y cuidar, pues ellas han introyectado este mandato
como algo universal y obligatorio, pero, además, satisfactorio y deseable. Según Chodorow, (1984):
El ejercicio maternal de las mujeres es uno de los
pocos elementos universales y permanentes de la
división sexual del trabajo. A lo largo de la historia, en
casi todas las culturas, se ha relacionado la capacidad
física de embarazarse y parir con la responsabilidad por la crianza y educación de las y los hijos. Este
vínculo entre lo biológico y lo social ha aparecido
como “natural”.
En este sentido, la institucionalización de la maternidad
femenina se asienta sobre la base de una construcción
arbitraria de lo biológico, “de los cuerpos masculinos
y femeninos, de sus usos y sus funciones”; “se inscribe
en una naturaleza biológica y se vuelve habitus”
(Bourdieu, 1996).
Como hemos visto, la expropiación del cuerpo de las mujeres ha sido un proceso sistemático y permanente que
ha sido institucionalizado mediante la violencia y que se
mantiene y se reproduce a través de estructuras sociales
como la heterosexualidad, la familia nuclear reproductora, la monogamia y la maternidad. Este procedimiento
histórico, donde la violencia ha sido la principal estrategia de disciplinamiento de las mujeres, se ha trasformado
hasta lograr que, por medio de mecanismos violentos,
ideológicos y discursivos, estas instituciones sean naturalizadas y establecidas como la forma “normal” de vivir
de las mujeres.
Es importante señalar que reconocemos que la heterosexualidad, la familia nuclear reproductora, la monogamia y la maternidad se han modificado históricamente; no podemos decir que la forma como se viven
actualmente sea la misma que hace muchos años. No
obstante, consideramos que más allá de su vivencia
particular, su carácter estructural patriarcal hace que
sigan manteniéndose como mecanismos de dominación sobre las mujeres en el capitalismo patriarcal.
DE LA HOGUERA A LA CÁRCEL Criminalización de mujeres por aborto, parto y complicaciones obstétricas: un continuum de violencias y una nueva forma de cacería de brujas Ana Vera
https://surkuna.org/recurso/de-la-hoguera-a-la-carcel/