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miércoles, 8 de febrero de 2012

Las mujeres pagarán la paz afgana







Desde Kabul, una periodista del IWPR (Institute for War and Peace Reporting) enviaba el pasado mes de noviembre la siguiente información. Una joven casada de 23 años asistía a las clases en la Universidad de Herat. Un día, cuando su marido la esperaba para acompañarla de regreso a casa, oyó cómo otro estudiante se despedía de ella diciéndole: "Jaleda: mañana no tenemos examen; lo han aplazado para la semana que viene". Al escuchar esto, el marido saltó irritado del automóvil donde la aguardaba y, zarandeando al estudiante, le recriminó así: "¿Por qué pronuncias el nombre de mi mujer delante de todos? ¿No te basta con saberlo?".

Una vez en casa, Jaleda fue violentamente golpeada por su marido, que le prohibió tajantemente que nadie utilizara su nombre y la obligó a abandonar la universidad; en realidad, añadió ella, me encerró en casa y me prohibió salir a la calle. Solo cedió cuando su suegro intercedió por Jaleda. La dejó regresar a la universidad algunas semanas después, pero la amenazó con divorciarse de ella en cuanto alguien la llamara por su nombre. Lo explicó así: "No puedo soportar que nadie llame a mi esposa por su nombre. No puedo pasarlo por alto, porque ella representa mi honor. Cualquier hombre que valore su dignidad debe hacer lo mismo, y en caso contrario es que carece de honor".

Un psiquiatra de Herat explicaba que el nombre de una mujer forma parte de la intimidad y la dignidad de su marido, y encuadraba este problema en el más general de la extendida hostilidad a las mujeres estudiantes, de los matrimonios forzados y del abuso doméstico de las mujeres. Un conciudadano suyo aventuró esta explicación: "Los hombres afganos somos sensibles a tres cosas: desprecio a nuestro país, a nuestra religión y a nuestras mujeres. Los que no sostienen su honor en estos tres asuntos merecen ser asesinados".

La vida de las mujeres afganas no es fácil. Cuando Feroza, otra joven heratí, para evitar el matrimonio forzado negociado por su padre le dijo que el marido que le había elegido era drogadicto, no la hizo ningún caso. Buscó entonces auxilio en el departamento de asuntos femeninos de Herat, donde se negaron a atenderla. Huyó de casa. Su padre la persiguió y fue encarcelada, pues la legislación afgana considera el abandono del hogar como un "delito moral". Cuando cumplió la condena, buscó refugio entre unos parientes, que la volvieron a encarcelar. Paradójicamente, la salvación de Feroza está ahora en la misma cárcel, en la sección especial para las mujeres "delincuentes morales". No son delitos punibles, incluidos en el código penal, pero son igualmente castigados con penas de prisión. Feroza afirma encontrarse mejor en la cárcel que en libertad: "Puedo ver la televisión y hablar y reírme con mis amigas. La comida es buena y no tengo que soportar presiones físicas ni psicológicas. ¿Por qué no voy a estar bien aquí? La cárcel es mejor que convivir con alguien al que no se ama". Esto es una estremecedora muestra de lo que se ha logrado tras diez años de guerra para mejorar la situación de la población afgana en lo relativo a la democracia y al respeto a los derechos humanos.

Estas pinceladas sobre la situación social de las mujeres afganas vienen a cuento ahora que cada vez es más marcada la tendencia a buscar un arreglo con los talibanes para poder establecer las bases de la retirada de las tropas occidentales de un Afganistán en vías de pacificación. La colaboración de los talibanes con el Gobierno de Kabul o su participación en él, cosas que parecen cada vez más probables, conducen a la deprimente constatación de que las mujeres afganas van a ser utilizadas como precio para lograr la supuesta pacificación del país.

En los círculos políticos de EE.UU. es común explicar que, al fin y al cabo, los talibanes no son más reaccionarios y fanáticos que la sociedad rural afgana. Los escasos avances en la condición de la mujer experimentados desde 2001 solo lo han sido tras una intensa y constante presión occidental y frente a una cerrada resistencia de los dirigentes políticos afganos y sus aliados. Un analista político estadounidense propugna que la tarea de EE.UU. y sus aliados debería ser conservar en lo posible las ciudades principales como espacios donde las mujeres tienen mejores condiciones de vida que en el ámbito rural, con la esperanza de que la nueva cultura se extienda desde aquéllas hacia el resto del país.

Las perspectivas que esto ofrece son descorazonadoras, en relación con el optimismo que reinó cuando los talibanes fueron derrotados hace una década. Pero visto está que ni EE.UU. ni sus aliados están decididos a ejercer los prolongados y costosos esfuerzos que serían necesarios para lograr una mejora en la condición femenina afgana.

Así pues, arréglese la sociedad afgana lo mejor que pueda (siempre que esto no repercuta negativamente en los países occidentales), sufran sus mujeres la dura condición de madres y esclavas que les impone su cultura nativa, y saquemos de Afganistán las armas y los soldados que, lejos de lograr los objetivos iniciales, se han convertido en un problema de elevado coste político y económico y de compleja resolución. Eso sí: disimulando la ignominia con fanfarrias, condecoraciones y banderas al viento.
Alberto Piris, CEIPAZ, 5 de febrero 2012

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