Las actuales democracias no han llegado al máximo de su potencial. En efecto, la exclusión de las mujeres de los espacios de políticos, sean estos de representación o de designación ha caracterizado buena parte de las democracias occidentales, las que en términos de representación (sexo) y representatividad (intereses) han estado integradas mayoritariamente por los varones y sus intereses.
La participación en los espacios de poder público es un derecho. Pero además, es una forma de integración de las diversas experiencias que marcan la vida social. La experiencia de hombres y mujeres es diferente puesto que es dada por un complejo proceso de socialización y adjudicación a espacios, roles y atributos diferenciados y jerarquizados. Es el peso normativo del género y del orden social que fija y reproduce. Desde este punto de vista, la inclusión de mujeres en los espacios políticos es clave para generar una ruptura en el discurso hegemónico masculino. Pero no depende de una mujer, sino de un equilibrio entre hombres y mujeres que permita a estas últimas concurrir desde sus experiencias de género al debate de lo que hay que hacer o no en una sociedad, las prioridades a fijar, etc. etc. La integración de mujeres a las elites políticas (en los espacios de participación social siempre han estado) o la feminización de las elites políticas cambia el diálogo político.
Por otra parte, fundamentar la inclusión de las mujeres en la experiencia colectiva y de género en que se socializan las mujeres a diferencia de los hombres, conlleva un riesgo, cual es abogar por una complementariedad entre lo masculino y femenino que en definitiva sólo reproduciría la desigualdad de género. Se trata de integrar a mujeres, pero se trata también de que mujeres y hombres contribuyan a transformar la realidad de desigualdad e inequidad en que todavía viven las primeras.
La paridad en tanto incorporación de mujeres por el hecho de ser tales a un escenario de debate en torno a las ideas marca la diferencia entre una política centrada en los intereses y una que además incluye la materialidad de la presencia, en este caso de las mujeres. Y es que el cuerpo de las mujeres situado en un escenario históricamente masculino es ya una transformación radical de dicho sentido. A ello toca acompañar una agenda radical de transformaciones que viabilicen la razón democrática última; la igualdad entre los/las ciudadanos/as, que por cierto no es privilegio de mujeres si bien constituyen un actor fundamental. El carácter de la democracia se juega en la inclusión de las mujeres, mientras que su pluralismo en los intereses que enarbola. Aún así cabe señalar que la paridad sólo pone fin a un tipo de exclusión, la de género, subsistiendo al interior del colectivo de mujeres otras formas de exclusión como lo son la raza, etnia, edad, nacionalidad, origen socio‑económico, etc.
Por último, y entendiendo que es el Estado el que a través de sus instituciones tiene la obligación de generar medidas que avancen en los procesos de inclusión de las mujeres y otros grupos, la sociedad civil tiene también un rol fundamental en los procesos de democratización de la participación y acceso a los espacios de poder. En particular, el sector privado, espacio en el que aún con menor frecuencia que en el Estado se encuentran mujeres que ejercen altos cargos, también puede ser regulado de manera de garantizar dicho acceso.
Autoras
PAULA SALVO DEL CANTO
MARIELA INFANTE ERAZ
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