El movimiento feminista ha tenido una destacada participación en la configuración de las sociedades centroamericanas, sobre todo después del fin de la guerra y de la firma de los Acuerdos de Paz de las décadas del ochenta y del noventa. De hecho, es imposible pensar en los procesos de democratización de la región sin los aportes del feminismo.
El movimiento feminista tuvo una impronta significativa en la construcción de la institucionalidad posconflicto de los países de la región, así como en la construcción de la realidad social misma, al politizar áreas previamente consideradas terreno privado, al darle nombre a problemas ancestralmente ocultos, como las diversas formas de violencia contra las mujeres, y al ayudar a crear nuevas categorías de análisis para entender los procesos sociales vividos.
Además, el movimiento feminista colocó muchos de esos problemas, antes invisibles, en el centro de los debates sobre la democratización y la paz, al plantear que estos procesos necesitan garantizar una vida libre de violencia y abuso de poder a toda la población, independientemente del espacio donde se ejerza esa violencia o quienes sean los perpetradores.
La violencia fue entendida como un elemento fundamental de un sistema de opresión contra las mujeres y contra los cuerpos feminizados que estaba profundamente imbricado con las condiciones de opresión política y económica. En ese sentido, la violencia contra las mujeres fue un instrumento importante para que el movimiento feminista desarrollara un análisis crítico de las relaciones entre el patriarcado, el capitalismo y el carácter represivo del Estado y para que se movilizara demandando acciones por parte del Estado y la sociedad.
Como resultado de las acciones del movimiento feminista, a partir de los años noventa, particularmente después de la ratificación de la Convención de Belém do Pará, todos los países de Centroamérica aprobaron legislación y políticas públicas relativas a algunas formas de violencia, en particular la intrafamiliar o doméstica. También se desarrollaron planes nacionales para abordar la violencia, proyectos de investigación, programas académicos y programas de capacitación para personal de las instituciones públicas y privadas. Asimismo, se multiplicaron las propuestas de atención para las afectadas, así como la creación de comisarías de la mujer y albergues para mujeres maltratadas, en algunos países.
Un elemento importante en este proceso, aunque controvertido, debido a lo que algunas feministas han llamado una tendencia “carcelaria”, fue la demanda por incorporar en las normas legales la penalización de actos que reconocen la naturaleza específica de la violencia contra las mujeres. De esta forma, algunos países de Centroamérica, como Costa Rica y Guatemala, fueron de los primeros en el mundo en incorporar el delito de “femicidio” en las legislaciones penales.
Sin embargo, las relaciones entre el movimiento feminista, el Estado y la sociedad son variables, contradictorias y contingentes. Las oportunidades para la incidencia feminista oscilan entre los momentos de cambio liberador y receptividad social, por un lado, y los momentos de mayor conservadurismo y represión, por otro. Existe, además, una tensión permanente entre las propuestas y visiones del movimiento feminista y su capacidad de incidencia en los poderes establecidos.
Algunas académicas y activistas feministas también han argumentado que el problema de la violencia contra las mujeres y, en particular, el femicidio, no son el resultado de unas normas legales que no han funcionado o de falta de políticas públicas o de Estados que ya no escuchan las demandas feministas. Como lo dije antes, los femicidios no son anomalías, sino que forman parte sustantiva de las lógicas de control social en contextos de extrema desigualdad y autoritarismo.
En ese sentido, a pesar del valor de la existencia de leyes y políticas públicas para la prevención y atención de la violencia contra las mujeres, resulta problemático que un sector importante del feminismo decidiera poner mucho de sus esfuerzos y esperanzas en el poder coercitivo de un Estado que es esencialmente masculinista y opresor. Las condiciones que generan la violencia contra las mujeres son parte de un régimen y el Estado es instrumental en sostener y reproducir ese régimen. Por esa razón, a pesar de todos los cambios en las leyes, políticas y en la propia institucionalidad del Estado promovidas por el movimiento feminista, la violencia contra las mujeres no parece disminuir, sino que se ha incrementado conforme se profundizan las desigualdades y avanza el proceso de afianzamiento del neoliberalismo en su fase de mayor despojo. Esta fase, que Boaventura de Sousa Santos llama fascismo social, está caracterizada justamente por el incremento de las desigualdades de todo tipo –sociales, de género, raciales, etc.–, por la exclusión, por profundas rupturas en el tejido social y por una violencia perpetua.
Frente a esas condiciones, es necesario que el movimiento feminista modifique algunas de sus estrategias. Es necesario seguir promoviendo transformaciones cotidianas, pero con la mirada en la utopía. Y esa utopía, que requiere de la construcción amplia de alianzas con otros movimientos sociales liberadores, demanda despatriarcalización, descolonización, desmercantilización de la vida, la construcción de un nuevo concepto de justicia y un Estado que deje de ser instrumental y se convierta en un ente capaz de promover la redistribución social, la igualdad, la dignidad. separan a las personas en mundos completamente aparte y claramente demarcados.
El fascismo social también contribuye a producir altos niveles de violencia e inseguridad de todo tipo, incluyendo la laboral y la incertidumbre frente a la posibilidad de la sobrevivencia misma. De esta forma, la violencia y la inseguridad se convierten en determinantes del modo de vida en las democracias neoliberales. Esto desemboca en una ansiedad crónica frente al presente y el futuro para un gran número de personas, quienes de esta manera reducen radicalmente sus expectativas, desarrollan estrategias individualistas y violentas de supervivencia y se muestren dispuestas a soportar enormes cargas y privaciones con el fin de reducir los riesgos que les presenta la vida diaria.
Aunado al fascismo social, el otro fenómeno que le sirve de sustento ideológico a las democracias neoliberales de Centroamérica es el neointegrismo religioso. Este es un fenómeno que surge en el siglo XIX, como respuesta de grupos católicos a la secularización y a la primacía de la ciencia, pero que ha tenido una revitalización en los siglos XX y XXI, sobre todo después del Concilio Vaticano Segundo. Su objetivo fundamental es instrumentalizar la religión con fines políticos; es decir, no es la conquista de almas per se lo que interesa, sino el ganar espacios dentro del Estado y de sus instituciones. Por eso, el proyecto del neointegrismo no solo requiere ganar adeptos para sus organizaciones, sino también que el Estado respete, asuma y convierta en política pública las consecuencias normativas de sus dogmas. Es decir, que las normas legales y las políticas públicas reflejen el sustrato moral de sus posiciones.
De esta forma, empiezan a involucrarse en la política electoral y a ocupar puestos en los diferentes espacios de toma de decisiones. Convertidos en fuerzas político-religiosas demandan compromisos de los gobernantes para defender e implementar las acciones que les interesan a cambio de su respaldo ideológico, que puede ser interpretado por el pueblo creyente y necesitado de fe como un respaldo “divino”. Así, avanzan al mismo tiempo una agenda conservadora en el terreno valórico y una agenda neoliberal en el terreno de las políticas económicas y sociales.
La creciente cercanía de los gobiernos de la región con los grupos religiosos no solo ha debilitado el carácter secular de los Estados, sino que se convierte en un impedimento directo para el avance de las propuestas feministas. De hecho, en todos los países de la región –independientemente de si los gobiernos son de derecha o de izquierda– se han establecido alianzas entre los gobiernos y las jerarquías religiosas para prevenir el avance de la agenda feminista, principalmente en lo concerniente a los derechos sexuales y reproductivos. Desde esas alianzas se promueve también la defensa de la familia tradicional como supuesta “unidad natural”, así como el orden tradicional de género que fomenta y reproduce el dominio de los hombres y la subordinación de las mujeres.
Esta combinación de factores lleva también aparejados un incremento del militarismo y del autoritarismo en los diferentes niveles de la vida, lo que incrementa todas las formas de violencia: la violencia económica en la forma de explotación laboral, precariedad, hambre y despojo; la violencia social y criminal con la proliferación de los negocios ilícitos como el tráfico de drogas, de armas y de personas con fines de explotación laboral y sexual; la violencia contra las mujeres y las niñas, como resultado del reforzamiento de las ideologías sobre la subordinación de las mujeres y sobre la masculinidad asociada a la violencia, al dominio y al honor; la violencia contra los pueblos y territorios indígenas como parte de las estrategias de apropiación y expropiación; y la violencia contra los cuerpos que no se ajustan al binarismo de género y a la heteronormatividad como resultado del reforzamiento de discursos sobre la inmutabilidad de los sexos y el desarrollo de la estrategia sobre la supuesta “ideología de género”. Asimismo, también se ha incrementado la violencia contra las y los dirigentes de organizaciones indígenas y campesinas que denuncian las prácticas de despojo, contra periodistas y contra dirigentes de otras organizaciones sociales. Finalmente, las personas jóvenes de la región, sin mayores expectativas de futuros promisorios,se ven atrapadas en las dinámicas letales de los negocios ilícitos y de la venganza, lo que termina produciendo altas tasas de mortalidad para esa población en algunas comunidades.
En resumen, esa combinación de fenómenos termina construyendo un nuevo espacio-tiempo hegemónico caracterizado por la ruptura de los lazos sociales, por el dominio de poderes de facto que incluso usurpan las potestades de los Estados y ejercen violencia indiscriminadamente, y por la deshumanización y la devaluación extrema de la vida. Es decir, esta combinación de fenómenos lleva a al rompimiento del tabú contra la práctica de formas extremas de crueldad y facilita la instalación de la necropolítica de la cual hablábamos al inicio.
MONTSERRAT SAGOT
Tomado del libro de Camilo Retana Cartografías de género
https://www.clacso.org.ar/clacso/novedades_editoriales/imagenes_2013/iconos/iconos_detalle_05.jpg
https://www.clacso.org.ar/clacso/novedades_editoriales/imagenes_2013/iconos/ico
No hay comentarios:
Publicar un comentario