En estos últimos meses hemos sido testigos de numerosos avances respecto a la
participación de las mujeres en las situaciones posteriores a un conflicto. Al
menos sobre el papel.
En septiembre, numerosas dirigentes mundiales se reunieron en Nueva York para
hablar de los beneficios de que las mujeres participen en la política,
especialmente después de una guerra. En octubre, el Consejo de Seguridad de la
ONU pidió una mayor participación de las mujeres en la resolución de conflictos
y el establecimiento de la paz. La semana pasada, sin ir más lejos, la Asamblea
General de la ONU adoptó una resolución en la que exponía la obligación de los
Estados de promover la participación de las mujeres en todos los escenarios,
especialmente en los países en situación de transición política.
La realidad, sin embargo, es muy diferente.
El 20 de octubre, los dirigentes mundiales se reunieron con el gobierno de
transición de Libia para hablar sobre las donaciones y el apoyo a este país
después del conflicto. En vísperas de la conferencia de donantes, tanto la
sociedad civil como los expertos de la ONU manifestaron su honda preocupación
por la abrumadora mayoría masculina que componía la delegación libia. Hubo
quien habló de las maniobras del gobierno libio para apartar también a las
representantes de la sociedad civil.
Asimismo, a medida que se acerca el décimo aniversario de la caída del régimen
talibán en Afganistán –caída que se celebrará con una conferencia de donantes
que se celebrará en Bonn el 5 de diciembre–, no está claro si el gobierno
afgano incluirá a mujeres en su delegación oficial, o si se permitirá a los
grupos de mujeres afganas hablar y tener una participación significativa en la conferencia.
El caso de Afganistán resulta especialmente irónico, ya que una de las
justificaciones fundamentales que se utilizaron en principio para la
intervención fue la pésima situación en que el régimen talibán mantenía los
derechos de las mujeres.
Quizá ya no deba sorprendernos la lentitud con que se cumplen las promesas
relativas a las mujeres en las situaciones de conflicto. Incluso respecto a las
violaciones sexuales en tiempos de guerra –probablemente la cuestión menos
controvertida sobre los derechos de las mujeres–, tanto los Estados
individuales como la comunidad internacional avanzan a paso de tortuga.
No hay conflicto en la historia reciente en el que las mujeres y las niñas no
hayan sido objeto de violencia sexual, ya sea como forma de tortura, como
método para humillar al enemigo, o con el fin de sembrar el terror y la
desesperación. Sin embargo, han hecho falta décadas de informes sobre la brutal
violencia sexual en los conflictos de todo el planeta para que el Consejo de
Seguridad de la ONU establezca una oficina encargada de recopilar información y
presionar para que se emprendan acciones.
Hay
países, como Costa de Marfil o Bosnia y Herzegovina, que tras salir de un
conflicto no han tipificado adecuadamente la violación como delito en su legislación
nacional. De forma más general, la gran mayoría de los países han dejado sin
abordar ni enjuiciar tanto la violación como la violencia contra las mujeres.
Las mujeres y las niñas que denuncian la violencia sexual se enfrentan al
estigma, el ostracismo y la incredulidad tanto de las autoridades, que no
asumen su caso, como de sus propias familias y comunidades, que culpan a la
víctima por los abusos.
Pese
a ello, hay algo en el actual clima de cambio que mueve a la esperanza.
Indudablemente, hay un abismo entre las revoluciones de la Primavera Árabe y
los movimientos de protesta ciudadana que han barrido el continente
norteamericano. Para empezar, aunque la policía ha utilizado casi con total
seguridad fuerza indebida contra algunos de los participantes del movimiento de
protesta en Nueva York y otros lugares, los manifestantes en estos casos no
tienen por qué temer por su vida. No se puede decir lo mismo respecto a quienes
piden cambios en Siria, Yemen, Egipto, Libia y otros países.
Sin embargo, la petición de igualdad es un elemento unificador de las demandas
planteadas por los movimientos populares de prácticamente todo el mundo. Por
ello, independientemente de dónde nos encontremos y de si nos sentimos afines a
uno de estos movimientos, al conmemorar el 25 de noviembre, Día Internacional para
la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, debemos recordarnos
mutuamente que igualdad significa también igualdad para las mujeres.
En estos últimos meses hemos escuchado grandes palabras y nuevas promesas sobre
la participación de las mujeres, especialmente en los escenarios posteriores a
los conflictos. Aunque a todos nos concierne asegurarnos de que estas promesas
se cumplen, los gobiernos tienen una obligación especial de garantizar la igualdad.
Y esto es así independientemente de que el gobierno represente a un país que
acaba de salir de un conflicto y que aún sufre elevados índices de violencia en
general, o a un país pacífico que necesita apoyo económico para el cambio. El
cambio es posible. Es fundamental lograr cambios que garanticen la igualdad.
Tan sólo tenemos que comprometernos a hacer que ese cambio sea una auténtica
realidad.
AMNISTÍA INTERNACIONAL
ARTÍCULO DE OPINIÓN
ARTÍCULO DE OPINIÓN
25 de noviembre de 2011
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