Acerca de nosotras ·

miércoles, 6 de julio de 2022

Los hombres y el empoderamiento de las mujeres



Aunque la literatura sobre el empoderamiento de las mujeres no registra los cambios de los hombres como consecuencia de este ni las formas en que aquellos pueden contribuir al empoderamiento de las mujeres, hay bastante consenso entre las feministas en que los hombres tienen bastante que ganar, pero también que perder, con tales procesos.

 Se ha señalado que las reacciones de los hombres al empoderamiento de las mujeres son inevitables, aunque no siempre de signo negativo porque estos obtienen beneficios de tipo material, emocional y político, del hecho de que las mujeres mejoren su acceso a recursos y conocimientos. Algunos hombres, sobre todo si son pobres, pueden estar interesados en apoyar los procesos de empoderamiento económico de las mujeres de su familia porque ello acarrea mayor calidad de vida a los integrantes del hogar. También a nivel político, las mujeres empoderadas fortalecen las organizaciones dominadas por los hombres aportando nuevas energías, discusiones, liderazgos y estrategias, y en muchas ocasiones participan políticamente desafiando las estructuras de poder que oprimen a ambos géneros. Incluso a nivel subjetivo los hombres pueden beneficiarse de los procesos de empoderamiento de las mujeres porque se ven forzados, de una u otra manera, a liberarse de los estereotipos de la masculinidad tradicional que limitan su capacidad de expresión sentimental y descubren satisfacción emocional al compartir las responsabilidades y la toma de decisiones. Muchos asumen que en el proceso de cambio han perdido privilegios tradicionales pero también cargas tradicionales. Ahora bien, no puede esperarse que todas las reacciones de los hombres sigan estas pautas positivas. Dado que el empoderamiento de las mujeres socava la base material sobre la que se asienta la autoridad masculina y cuestiona el control tradicional de los hombres sobre ellas, es esperable que se produzca una pérdida de la valoración social que estos disfrutaban y, en cierta forma, un proceso de desempoderamiento de estos por la pérdida de aquellos recursos vitales y capacidad de decisión que previamente habían conculcado a las mujeres. Muchos hombres ofrecen resistencias al empoderamiento de las mujeres si, como resultado del mismo, estas cuestionan el poder y los privilegios masculinos en la familia, o compiten con ellos por el empleo remunerado o los espacios de decisiones en la esfera política. Como han observado Schuler y otras (1998):  “En muchas de las comunidades estudiadas, los hombres se volvieron más violentos cuando sus esposas empezaron a obtener ingresos y aumentaron su movilidad y su autonomía. Los conflictos a menudo tenían que ver con el control de los recursos y las ganancias de las mujeres, y estas sintieron que tenían que defenderse de lo que consideraban una dominación injusta… En contraste, muchas mujeres que carecían de toda propiedad y eran completamente dependientes de sus maridos, raramente eran golpeadas por estos”. 

A pesar de las recomendaciones de las instituciones oficiales del desarrollo sobre la necesidad de prestar mayor atención a las maneras en que los hombres obstaculizan el avance de las mujeres (CAD 1998), hasta la fecha los programas de desarrollo han hecho muy poco por involucrar a los hombres en la tarea de promover el empoderamiento de las mujeres, como estrategia para avanzar hacia la equidad de género. Hay varias razones para ello, entre las que destaca la idea comúnmente aceptada de que las mujeres, en razón de sus desventajas sociales, deben ser las principales, si no las únicas, impulsoras de aquellas iniciativas que busquen mejorar sus capacidades y condiciones materiales de vida, o corregir las inequidades en la distribución de los recursos. Se considera que los asuntos relacionados con su subordinación de género son temas de mujeres que ellas deben abordar bajo su entera responsabilidad ya que serán las principales beneficiarias de los cambios a lograr.

 Sin embargo, abordar el empoderamiento de las mujeres sin tomar en cuenta el papel que los hombres desempeñan en sus vidas puede socavar las propias estrategias de empoderamiento. Los escasos resultados del enfoque MED, que trata a las mujeres aisladas de su contexto relacional, alertan sobre los riesgos de no tomar en consideración los obstáculos que los hombres ponen al desarrollo de las mujeres, sobre todo de sus esposas, hijas y familiares cercanas. 

 Un estudio realizado por Silberschmidt (2001) en Kenya y Tanzania entre mediados de los años ochenta y finales de los noventa, muestra claras evidencias de que el cambio socioeconómico ocurrido en esos países ha acarreado creciente desempleo para los hombres al tiempo que se ampliaban los roles de las mujeres y su carga de trabajo. La incapacidad de muchos hombres para cumplir los roles y responsabilidades de sostenedores y jefes de familia les provoca sentimientos de baja autoestima y falta de valoración social, lo que es vivido como una amenaza constante a su orgullo masculino. Los roles de los hombres han llegado a ser  confusos y contradictorios; y dados los estrechos vínculos entre masculinidad y sexualidad, el control sobre las mujeres mediante la violencia y la agresividad sexual y las múltiples relaciones extramaritales, parecen haberse constituido en las vías fundamentales para restaurar su autoestima. La autora concluye que es necesario por un lado, revisar los estereotipos sobre el género “dominante” e investigar los efectos del cambio socioeconómico en la situación vital de los hombres, y por otro, considerar el impacto negativo del desempoderamiento masculino sobre los esfuerzos para empoderar a las mujeres y mejorar la salud sexual y reproductiva de unas y otros. 

 Por otro lado, una consecuencia de la habitual asimilación de género con mujeres en la práctica del desarrollo ha sido la “evaporación” de los hombres, como colectivo genérico, en las intervenciones que buscan explícitamente la equidad: no se hacen diagnósticos sobre la condición y posición de género de los hombres, ni se analizan sus necesidades e intereses como particulares de un colectivo humano socializado en clave masculina. 

 El resultado es que los hombres, en tanto tales, no han sido tomados en cuenta en la planificación del desarrollo: sus necesidades e intereses no han sido asumidos como específicamente masculinos sino que adquieren fácilmente el rango de problemas generales de la comunidad; no han merecido suficiente atención las maneras en que las formas de masculinidad hegemónicas obstaculizan el avance de las mujeres ni se ha percibido que los hombres puedan tener un papel activo en la generación de condiciones para el empoderamiento femenino. 

En años recientes, no obstante, el panorama ha empezado a cambiar, a medida que los grupos masculinistas avanzan en el cuestionamiento de la masculinidad hegemónica y que se profundiza el debate sobre las implicaciones de la desigualdad de género para el desarrollo. Así, en ciertos ámbitos se acepta que las características y atributos masculinos no pueden ser vistos como la norma sino más bien como producto, en la misma medida que los femeninos, de un determinado proceso de socialización genérica y, por tanto, susceptibles de ser deconstruidos y reaprendidos en clave de otras masculinidades no opresivas. También se han presentado algunas evidencias (Becker 1997, Khandker 1988) de que mayores niveles educativos contribuyen a que los hombres tengan actitudes favorecedoras del bienestar y el empoderamiento de las mujeres, en ámbitos como el trabajo remunerado femenino o la determinación de las metas reproductivas familiares.  Estas constataciones y diversos argumentos basados en razones de equidad y de eficiencia, están llevando a algunos planificadores a la conclusión de que las estrategias de desarrollo pro-equidad deben centrarse también en los hombres (Cornwall y White 2000, Chant y Gutman 2000). Se afirma, por un lado, que las normas y prácticas sociales relacionadas con la masculinidad imponen restricciones y costes también a los hombres (son objeto de una educación sexista que les reprime emocionalmente, tienden a cuidar menos de su salud y se suicidan en un porcentaje mayor que las mujeres; se les excluye de programas de salud reproductiva y atención a la infancia; no adquieren habilidades para el cuidado…) las cuales, si son analizadas con perspectiva de género, pueden llegar a movilizar a muchos de ellos a favor de relaciones de género más igualitarias. Por otro lado, se acepta que algunos colectivos de hombres pueden llegar a sentirse en una posición discriminada porque su conducta no se ajusta a los estereotipos de la masculinidad hegemónica (sea porque expresan su afectividad, son pacifistas, homosexuales o no tienen pareja, quieren ejercer roles tradicionalmente femeninos, son monógamos en un orden polígamo o no ejercen sus poderes implícitos masculinos…) y excluirlos de los procesos que buscan modelos identitarios menos rígidos, simplemente porque son hombres, puede resultar poco eficaz.

 Desde otro ángulo, se plantea que las intervenciones de desarrollo pueden perder equidad si no prestan atención al impacto que los cambios en los patrones globales de empleo tienen en el rol masculino de proveedor económico, cuya erosión generalizada está provocando el agravamiento de las conductas autodestructivas y violentas de los hombres. Si a esto añadimos que el empoderamiento de las mujeres da lugar a procesos de redistribución del poder que difícilmente serán logrados sin conflicto, los hombres (tanto como las mujeres) han de aprender formas no violentas de resolución de los conflictos si éstos van a ser abordados de manera reflexiva y constructiva en el marco de las intervenciones de desarrollo. Por último, la equidad no puede lograrse solamente cambiando los papeles y responsabilidades atribuidos a las mujeres. Las identidades femenina y masculina están estrechamente relacionadas entre sí, y las relaciones que establecen las mujeres y los hombres son de conflicto pero también de cooperación, por lo que cambios en las identidades y roles de las mujeres acarrearán, inevitablemente, cambios en los de los hombres. Dado que un resultado esperado del empoderamiento de las mujeres es la redefinición, sobre bases más equitativas, de  los derechos y responsabilidades de género en todos los ámbitos, incluidos los domésticos, es un principio de justicia que los hombres tengan la oportunidad de ser copartícipes en el proceso de definición de las visiones y estrategias para el cambio

 

Clara Murguialday Martínez 


https://www.vitoria-gasteiz.org/wb021/http/contenidosEstaticos/adjuntos/es/16/23/51623.pdf



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...