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domingo, 25 de marzo de 2012

De la incorporación de las mujeres al mundo masculino



 Cuando en un grupo se produce una mayoría casi total de varones y una minoría casi total de mujeres tiene lugar una dinámica determinada entre aquellos que dominan numéricamente y las que Kanter denomina token women, "mujeres símbolo”, y que  García de León ha estudiado en el caso de las pioneras profesionales en España bajo la denominación de “élites discriminadas”: con ello alude a las primeras mujeres que ingresaron en la cúspide de las profesiones, minoritariamente, a partir de los años sesenta del pasado siglo. Cuando dos grupos con diferente bagaje entre sí interactúan socialmente se produce inevitablemente un fenómeno de aculturación, por el que el grupo con menor poder se incorpora, se “suma” inevitablemente a la cultura del grupo con mayor poder (García de León, 2002).
 Ya Simmel (1938, 1961) habló en su momento de la “cultura femenina” en referencia a las cualidades distintivas que poseían las mujeres. No mencionaba la “cultura masculina” pues lo masculino era lo universal, y lo que se diferenciaba del modelo era la forma de estar y hacer de las mujeres. Simmel, haciéndose eco de lo  que acontecía a su alrededor –el movimiento sufragista-, manifestaba que si bien las cualidades femeninas las hacían diferentes a los varones, no por ello eran inferiores. Es decir, el tema del poder se hallaba implícito en sus escritos, si bien Simmel podía ser tan caballeroso en su época porque nunca planteó la posibilidad de que las mujeres pudieran atravesar la barrera del mundo masculino y dejaran de ser tan diferentes; es decir, el mundo de las relaciones intersexuales iba a ser apenas transformado después de todo.
Actualmente, la situación ha cambiado: en primer lugar, las mujeres se han incorporado, por la
vía de la inserción profesional, al mundo masculino; en segundo lugar, y por una cuestión de carencia de poder, deberán adaptarse indefectiblemente a dicho mundo; por último, y dadas ciertas condiciones –de número, por ejemplo-, la cultura “superior” –relativa al grupo más poderoso- acabará “contaminada” por la cultura de los dominados, sólo que en mucha menor medida a corto plazo y de manera mucho más asistemática que a la inversa. Es decir, la contemporánea asimetría de poder, traducida normalmente en términos numéricos –aunque no siempre (véase el ejemplo colonial)-, produce permeabilidad entre los dos modelos culturales si bien en condiciones desfavorables para los  miembros del grupo dominado, esto es, también minoritario.
 Podemos clasificar en dos grandes sectores la respuesta de las mujeres ante esta difícil situación: el de quienes se comportan con el ya citado “síndrome de la abeja reina”, y cuya conducta responde a lo que Amorós denomina,  de forma más barroca, "síndrome del becario
desclasado", desmarcándose del resto de las mujeres que (aún) no ha llegado; y el de quienes adoptan una postura solidaria, crean conciencia social y contribuyen a que se llegue a la masa crítica. Conviene recordar que la élite femenina se encuentra aislada, tanto de la élite masculina, de quien depende su legitimación interina y precaria, como de la masa femenina, que no ha podido incorporarse a esas parcelas de poder (García de León, 2002), dinámica que se crea a partir de la interacción de grupos compuestos por personas que encarnan sexos con una diferente categoría social o estatus.  
 Kanter (1977b) destaca tres fenómenos asociados a las “mujeres símbolo”:
a) la  visibilidad: las mujeres atraen una atención desproporcionada sobre sí mismas sin proponérselo;
b) la polarización: las diferencias entre las unas y los otros son exageradas por ellos, y
c) la  asimilación: los atributos de la minoría se distorsionan para que encajen en las ideas preconcebidas acerca de su sexo. 
Estos tres fenómenos generan, a su vez, diversas actuaciones o percepciones por parte de las mujeres.
a) La visibilidad produce una presión en su actuación ya que:
--siempre se sienten observadas;
--saben que lo que hagan va a ser tomado como una señal de lo que "hacen todas las mujeres", lo cual genera la “sobrecarga de identidad” de que hablaba Michele le Doeuff (cit. por Amorós, 2004) o la “sobrerrepresentación” a que se refiere García de León;
--notan que se da demasiada importancia a su apariencia física;
--perciben que si lo hacen demasiado bien  pueden dejar en evidencia a algunos de los dominantes .
  Respuestas típicas a estas situaciones son:
--la necesidad de mostrar la excelencia: el  superlogro, la necesidad del sobrerrendimiento, mientras que es posible para un hombre mediocre alcanzar un éxito mayor;
--ello supone tener que estar siempre en la cresta de la ola, denotando una fortaleza psíquica extraordinaria y constante. En suma, no poder aparecer como débiles;
--el sobreesfuerzo en el trabajo para contrarrestar el excesivo interés por su apariencia física 
--el intento de limitar la propia visibilidad: hacia ese fin se encaminan los esfuerzos por pasar
inadvertidas, por ejemplo, en la vestimenta,  masculinizándola lo más posible, señal de la necesidad de adaptación a un mundo predominantemente masculino (de Diego, 1992);
--al mismo tiempo, la pretensión de minimizar  los éxitos para no parecer que compiten ni destacan más que ellos. Estas reflexiones nos ayudan, de paso, a rebatir el estereotipo del "miedo al éxito" por parte de las mujeres, que mejor traduciríamos como temor a destacar (frente a los varones) porque conocen que eso les puede acarrear problemas (Komarovsky, 1946).
b) La  polarización produce un estrechamiento de los lazos entre los dominantes, que utilizan todos los pretextos para recordar a la mujer símbolo que es diferente, que no es una de ellos, que es una extraña. Porque no es una de ellos se la deja fuera de ciertas redes informales, según hemos tenido ocasión de comprobar.
 Como en estas situaciones las mujeres son demasiado pocas no pueden crear una subcultura que contrarreste estos fenómenos, así que se ven limitadas a responder:
--bien en forma de aislamiento: repetimos que las mujeres, en posiciones de liderazgo, se hallan a menudo aisladas de la élite masculina al igual que de la masa de las mujeres;    
-- bien, en un intento de ser aceptadas por los dominantes, mostrándoles lealtad por medio de dejar pasar o incluso participando en los comentarios o chistes que reflejan prejuicio hacia las
propias mujeres;
--bien pretendiendo integrarse por la vía de ser consideradas excepciones a su sexo, lo cual aporta luz al síndrome de la abeja reina, mostrando, de nuevo, prejuicios hacia otras mujeres.
 No obstante, sea cual sea la respuesta adaptativa de las mujeres, aparecerán de nuevo las relaciones de doble vínculo: los únicos valores aceptados son los asociados típicamente con la masculinidad –asertividad, competitividad, orientación al logro o autopropaganda-, rechazándose los catalogados de femeninos como pueden ser  la expresión de emociones y circunstancias personales. Si la mujer adopta los primeros valores, malo, y si se “conforma” con el rol atribuido a las mujeres, malo también. Del mismo modo, en su labor directiva serán tachadas ya sea de duras –las que “se pasan” porque trabajan demasiado o se muestran demasiado fuertes- y por tanto serán catalogadas de viriles o poco femeninas, ya sea de blandas –las que “no llegan”, carentes de autoridad y de capacidades de mando-, quedando su imagen entonces designada como hiperfemenina, lo que conduce a un déficit simbólico muy difícil de superar (Callejo et al.,2004: 48 y 51).
c) La  asimilación, finalmente, conduce a diversas trampas de rol como consecuencia de los estereotipos que se aplican a las mujeres. Amorós cuenta cómo cuando sacó la  cátedra en la
Complutense, primera mujer en conseguir ese  rango en su área, se sintió explícitamente “adoptada” por diversos colegas masculinos titulares como si fuera una especie de mascota. Es decir, al no aceptarla plenamente en el rango jerárquicamente superior que le correspondía, la rebajaban cariñosamente a ese otro lugar en el que colocamos símbolos que nos hacen gracia para que nos representen (Amorós, 2004). La asimilación conduce, pues, a ciertos estereotipos asignados a algunas mujeres, lo cual facilita la adopción de respuestas típicas por parte de algunas de ellas: la adopción del papel de madre, de seductora, de mascota o de damas de hierro
–el caso de Margaret Thatcher en la Europa de hace unos años fue paradigmático-, los únicos
permitidos, que en ningún caso responden al de las mujeres como individuos puesto que la individuación se la autoatribuyen los varones.

Raquel Osborne, UNE

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