Desde 1789 los Derechos del Hombre son signo de la democracia moderna y de la emergencia de la ciudadanía como cualidad potencialmente universal. Sin embargo, siglo y medio después ya habían mostrado su insuficiencia y fueron reformulados con el nombre de Derechos Humanos por Eleonor Roosevelt, quien los llamó humanos y no del hombre, para evidenciar que el concepto anterior sólo se refería a los hombres, y para incorporar a las mujeres de una manera explícita: humanos, en plural abarcador de los dos géneros, las mujeres y los hombres. A pesar de este esfuerzo, aún es vigente la concepción sobre los derechos del hombre.
Los reclamos sobre la exclusión nominal y normativa de las mujeres, son refutados con el argumento de que el hombre es sinónimo de humanidad y por lo tanto es innecesario nombrar a las mujeres, lo que muestra por lo menos, una clara subsunción de las mujeres en los hombres y por esa vía en simbólico el hombre.
En la actualidad ambas posiciones coexisten enfrentadas y representan dos visiones filosóficas antagónicas tanto de la humanidad, como de las condiciones humanas de género de mujeres y hombres.
La acción de Eleonor Roosevelt es representativa de los esfuerzos de millones de mujeres y de las acciones feministas por mostrar que los derechos del hombre son parciales no sólo por su nombre, sino porque no contienen la especificidad humana de las mujeres, diferente de la particular humanidad de los hombres. (Heller, 1977). No enunciar la definición genérica de los sujetos en la elaboración de sus derechos vitales significa reiterar la opresión de las mujeres al hacernos invisibles y con ello inexistentes precisamente en lo que nos constituye y otorga identidad de mujeres, de humanas. Significa también, no actuar sobre las determinaciones sociales que producen la opresión que enajena a las mujeres y sobre la dominación masculina que enajena a ambos géneros.
El cambio filosófico, ético y político al crear la categoría de los derechos humanos, es trascendente. El plural expresa la incorporación de las mujeres como género en lo humano. Y, al mismo tiempo, los hombres -contenido implícito del simbólico el hombre-, dejan de representar a la humanidad. Por cierto, a una humanidad inexistente en tanto conjunción de todos los sujetos libres y pares. Inexistente, debido a la dominación que hace a miles de millones de seres carentes de libertad e implanta la desigualdad como elemento estructurador del orden social (Marx, 1844).
En esta definición histórica, el concepto de humanidad encubre ideológicamente la dominación al pretender la confluencia abarcadora de todos y todas. Por eso, al homologar a la humanidad con el hombre, se la enuncia excluyente ya que se deja fuera o se subsume en el sujeto histórico (patriarcal, genérico, clasista, étnico, racista religioso, etario, político) a quienes están sometidos por el dominio, a quienes no son el sujeto y, en consecuencia, no son suficientemente humanos.
Para conformar la humanidad en su capacidad realmente abarcadora en la dimensión de género, los movimientos de mujeres y el análisis filosófico feminista han hecho visible éticamente, la enajenación que nos sobre identifica a los mujeres con los hombres y sus símbolos, y desidentifica a los hombres de las mujeres y sus símbolos.
La visibilización moderna de las mujeres, la participación social ampliada y la propia reivindicación humana, definen el empoderamiento y el poderío de las mujeres y han puesto en crisis el paradigma del mundo patriarcal. El universal símbolo imaginario y político de lo humano, el ser, el sujeto, no puede más expresar sólo a los hombres y lo masculino en un claro hegemonismo simbólico y político masculino. El deseo vindicativo de las mujeres tampoco implica la exclusividad o la supremacía de las mujeres y lo femenino. La voz humanos contiene ambos géneros y la crítica a su estado actual: a las condiciones de género de cada categoría social, a los modos de vida de las mujeres y de los hombres y a sus situaciones vitales, así como al contenido político de dominación-opresión de las relaciones entre ambos géneros.
Los derechos humanos surgen de los esfuerzos por cambiar de manera sustancial esas condiciones genéricas entre mujeres y hombres, y sus relaciones sociales. Concretan asimismo los esfuerzos por modificar, desde una reorganización genérica a la sociedad en su conjunto y al Estado, y de configurar una renovación de la cultura que exprese y sintetice esta nueva filosofía genérica. La humanidad pensada así es una categoría que recoge la transición, los procesos de desmontaje de la opresión patriarcal a partir de los principios de la modernidad llevados, por medio de la crítica deconstructiva, a su radicalidad y a la construcción de la democracia genérica.
Estamos ante un nuevo paradigma cultural basado en la alternativa de lograr la convivencia basada en la solidaridad real, social, vivida, por las personas enunciadas en las categorías humanas de género. Esta nueva conformación humana surge de dos principios filosóficos cuya materia es a la vez histórica y simbólica: la diversidad humana y la paridad de los diferentes. Ambos principios soportan las críticas radicales a la modernidad que creó la norma jurídica y política de la igualdad, sobre la desigualdad real de los sujetos. El orden jerárquico sometido a crítica tiene en la cúspide el sujeto histórico, teórico, emblemático y político: símbolo universal de todos los sujetos sobre quienes se enseñorea. La capacidad de representación universal que ha detentado el sujeto proviene precisamente de la dominación, de manera fundamental de la expropiación vital a cada grupo y categoría sociales de sus recursos y de su capacidad de auto representarse y autodenominarse.
En ese orden, el sujeto dominante se constituye en voz, razón, imagen y representación, y se convierte en estereotipo cultural rector y masificador de la diversidad aplastada, en paradigma de la humanidad. El sujeto dominante, es de suyo, irrepresentable por otros sujetos y sujetas, es innombrable e impensable por ellos, y no está en su configuración ser normado ni estar controlado por ellos. El orden jerárquico coloca al sujeto en posición superior y privilegiada, y a los sujetos expropiados en posición inferior y minorizada. Los otros sujetos expropiados, desposeídos y minorizados son subsumidos en el sujeto y representados por él, sólo así ocupan un lugar en el mundo y obtienen la ganancia simbólica de ser abarcados por el sujeto, aún cuando sea para negarlos y subyugarlos. En este sentido los diversos círculos particulares de dominio-opresión, los cautiverios, han dado lugar a los sujetos minorizados.
Las mujeres comparten con otros sujetos su condición política de opresión y, con grandes dificultades para ser reconocidas como pares y legítimas, han confluido con pueblos indígenas, homosexuales, comunidades negras y otras comunidades nacionales, y con grupos juveniles, entre otros, en la crítica política a las opresiones de género, de clase, étnica, racista y etaria: han puesto en crisis el principio ideológico legitimador del orden enajenado que consiste en considerar naturalmente desiguales a quienes sólo son diferentes y han decidido eliminar la desigualdad.
Los múltiples movimientos y procesos sociales, políticos y culturales de las llamadas minorías -sujetos desplazados en el orden caduco y sujetos emergentes para el nuevo orden-, reivindican el fin del sujeto y la irrupción de múltiples sujetos y sujetas, como cualidad positiva e imprescindible en la construcción de una humanidad inédita ensamblada en la equidad. Diversidad y equidad simultáneas son los principios ético políticos de una cultura justa, y de modos de convivencia y pacto entre sujetos diversos e iguales. Al hacerse partícipes, sus nuevas voces, sus razones, sus imágenes y sus múltiples rostros, así como sus representaciones plurales, develan que en los procesos de dominación, han sido expropiados de su condición humana. Su objetivo político y su sentido filosófico se concretan en cada caso, en lograr la resignificación positiva de sus especificidades históricas así como el poderío vital indispensable para existir y transformar el mundo.
La desigualdad entre mujeres y hombres, y la opresión de género se han apoyado en mitos e ideologías dogmáticas que afirman que la diversidad entre mujeres y hombres encierra en sí misma la desigualdad, y que ésta última, es natural, ahistórica y, en consecuencia, irremediable. La nominación de las mujeres en los humanos presupone reconocer que las diferencias entre mujeres y hombres son de género y no sólo sexuales. Los movimientos sociales han insistido en la equidad, en que se reconozca que la desigualdad ha sido construida y no es natural, y en la necesidad de realizar acciones afirmativas concretas para lograr la paridad entre mujeres y hombres.
Ser diferentes no significa inevitablemente ser desiguales. Por eso, diversidad y paridad son principios de la ética política hoy posmoderna, plasmada en caminos y recursos que desde hace dos siglos se afanan en hacer realidad la equidad genérica. Sólo sobre esa base democrática la humanidad se torna abarcadora, inclusiva y justa. Diversidad y paridad son ejes equitativos en las acciones tendientes a modificar las relaciones entre mujeres y hombres, a resignificar a los géneros y a la humanidad.
Cuando se ha logrado, la inclusión de las mujeres en lo humano ha implicado trastocar la concepción de humanidad y la experiencia histórica misma, y en ese sentido, los avance son insuficientes. La concepción sobre derechos (de las y los) humanos, no ha logrado instalarse del todo en la cultura ni como mentalidad, ni como práctica, y desde su planteamiento, alterna cual sinonimia con la de derechos del hombre. Aún personas e instituciones de cultura moderna, identificadas con la causa de los derechos humanos, consideran que especificar a las mujeres como género, es discriminatorio. Creen que no es necesario enunciar a las mujeres porque al ser iguales a los hombres en su humanidad y por representar ellos el paradigma de lo humano, están incluidas. Confunden la semejanza con la igualdad a la que consideran parte de una supuesta naturaleza humana.
Así, la igualdad escencialista entre mujeres y hombres niega su desigualdad histórica y obstaculiza ir en pos de la igualdad real. Se considera que hombres y mujeres deben ser iguales y el deber ser sustituye en el argumento a la existencia real. Los prejuicios sobre la igualdad se apoyan en un recurso del pensamiento mágico simpatético: la igualdad presupuesta, inherente, natural coloca a las mujeres al lado de los hombres y esa posición en el espacio simbólico masculino hace que, por contigüidad y contagio, ellas adquieran sus atributos: en este caso, la calidad humana. Concebir así la igualdad permite legitimar la subsunción del género femenino en el masculino y reproduce la real desigualdad en la existencia y la enajenación genérica de las mujeres, que se manifiesta en no ser nombradas, no ser visibles, no tener derechos específicos y no tener existencia propia.
Los esfuerzos por transformar las condiciones femenina y masculina, así como las relaciones entre los géneros, se han desarrollado en una confrontación patriarcal beligerante y antifeminista. La incapacidad de hacer universal una concepción democrática de género sólo expresa que en la existencia real las mujeres no tenemos derechos humanos como seres humanas.
Lo humano general y abstracto es discursivo y falsea la realidad. No abarca la diferencia y, en ese sentido, su uso en el lenguaje y en la práctica, oculta la intolerancia a las mujeres como sujetas históricas plenas. La alternativa feminista de las mujeres gira en torno a ser sujetas, en el sentido de ser protagonistas en todas las dimensiones culturales y políticas de la historia: desde las filosóficas (éticas, axiológicas y jurídicas), hasta las económicas y sociales. Ser sujetas cada mujer específica, y ser sujetas en la dimensión de las particulares, del género: todas las mujeres.
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