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martes, 18 de diciembre de 2018

Las mujeres migrantes

En el día de hoy nuestro reconocimiento agradecido a tantas mujeres, heroínas anónimas en este mundo patriarcal, que han dejado su familia atrás para venir a ayudar a las nuestras, a esas mujeres que nos han ayudado a cuidar a nuestros hijos y a nuestros anciano y lo siguen haciendo con una respuesta no siempre adecuada por nuestra parte
Son muchas las que han dejado hijas e hijos en sus países de origen al cuidado de sus propias familias mayoritariamente madres, pasando por momentos terriblemente duros de desconexión con sus vástagos y de incomprensión por parte de ellas y ellos.

Mujeres que atienden a ancianas y ancianos de nuestro país con días interminable e infravalorados .

Traemos tres historias de estas mujeres que nos contaba  María Segurola en 2015 que nos ponen delante nuestros comportamientos inadecuados muchas veces indignos y vergonzosos  


Alma llevaba casi tres años en Madrid y estaba a las puertas de reivindicar su derecho a vivir en España legalmente cuando una redada policial desbarató sus planes. Los agentes detuvieron a un puñado de mujeres sin papeles a la salida de un locutorio. Todas eran trabajadoras del hogar que estaban enviando dinero sus familias. Les trasladaron a un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) donde los funcionarios que les vigilaban les arrancaron la dignidad y les marcaron de por vida.

En aquel lugar frío y oscuro, la voz -aún temblorosa- de Alma recuerda que les espetaban: "Los sudacas os reproducís como conejos". Pasó allí la noche, hecha un ovillo en el suelo entre una decena de inmigrantes en su misma situación. No sabían qué pasaría. Aprovechó su derecho a una llamada telefónica para avisar a sus jefes de que no sabía cuándo volvería al trabajo. "Nos custodiaban con pistolas como si fuéramos delincuentes, nos llamaban 'basura'", cuenta Alma.

Una de las mujeres arrestadas no hablaba español y lloraba de forma histérica. Los guardias se acercaron con unas bandejas con comida y, al ver a la joven sollozando, comenzaron a insultarle y le arrojaron la comida al suelo. "Le trataron como un animal, no éramos personas para esos hombres", rememora Alma, "nos acercamos a consolarle, pero nos dijeron que teníamos prohibido hablar entre nosotras".

El calvario duró desde las seis de la tarde hasta las dos del mediodía del día siguiente, cuando le llevaron a hacer una declaración. "No sabía qué decir, yo no había hecho nada malo", dice ahora, porque no se explica aún por qué le trataban como una criminal en aquel agujero de pesadilla.

Sus jefes se desentendieron del incidente. La joven salió del CIE con una orden de expulsión bajo el brazo que se resolvería con un juicio al cabo de seis meses. "Entonces, en 2008, eran frecuentes aquellas redadas y era imposible juzgar a todas las inmigrantes detenidas", cuenta. Pasó el tiempo y no fue citada, de modo que inició el proceso para que archivaran la orden. Tardaron 10 meses más. Si la Policía le hubiera detenido de nuevo durante ese periodo, le hubieran mandado de vuelta a México.


Gladis tampoco lo tuvo fácil. Vino desde Sudamérica para mejorar su vida y, nada más llegar, conoció el terror. Entró a trabajar en una casa en Boadilla del Monte, en Madrid. Al cabo de dos semanas, su jefa se presentó en su dormitorio. "Me preguntó si me duchaba todos los días. Yo no entendía nada pero ella se empeñó en revisar todo mi cuerpo. Después me aclaró el porqué de esta revisión: quería que esa noche su hijo bajara a dormir conmigo", explica. Gladis huyó por la ventana esa misma noche, sin mirar atrás, antes de que los abusos físicos por parte de ese hijo -un hombre adulto- se hicieran realidad.

Una vez superado el revés de la orden de expulsión, Alma recibió un nuevo golpe. Otro más. Por fin había llegado el momento de convertirse en una residente legal, pues llevaba ya cuatro años en España y tenía trabajo. Al comenzar el papeleo, le exigieron una prueba de que estaba empadronada, pero no la tenía. "Mis jefes me dijeron que eso estaba resuelto y que me habían empadronado, pero era mentira. Llevaba años en España pero sin esos papeles era como empezar de cero otra vez", explica.

Las personas con las que vivía se aprovecharon de ella y le degradaron durante años. "Una vez estuve muy enferma y tuve que ir al médico. Cuando me atendieron, los jefes le pidieron a una amiga que había venido a visitarme que ni se me ocurriera mencionarles para que no me relacionaran con ellos. No me habían hecho el contrato y tenían miedo de que hubiera una represalia contra ellos. Lo que más me dolió es que ni siquiera preguntaron cómo estaba", lamenta. La normativa vigente dicta que el empleador se expone a una multa de entre 626 y 6.250 euros si no formaliza el contrato a su trabajadora.

Los mismos que le engañaron con el empadronamiento y le dieron la espalda en el hospital le estafaron con su salario. Ganaba 700 euros al mes y trabajaba día y noche. Además, le exigían que se pagara ella misma la seguridad social.

Cuando le explicó a sus jefes que debían contribuir cargaron contra ella: "Me espetaron que si de verdad creía que iba a encontrar trabajo. Que me volviera a mi país donde la gente se estaba muriendo de hambre", recuerda Alma. "Tenían un hijo al que cuando le decía que recogiera sus juguetes me contestaba que para eso estaba yo. Sus padres se reían cuando escuchaban estas cosas", prosigue.

Ella no podía quejarse. Hacer una denuncia a Inspección de Trabajo tampoco le pareció solución porque las trabajadoras del hogar son empleadas en un espacio privado, por lo que los inspectores avisan antes de acudir al domicilio. La denuncia se hubiera convertido en una excusa para despedirle y Alma, como otras miles de mujeres migrantes, no se podía permitir ese riesgo.

Doris no tuvo que escapar, aunque la última noche que pasó en su primera casa también le sigue quitando el sueño. Encontró trabajo en España por internet, donde una mujer mayor anunciaba que buscaba una interna para limpiar su domicilio. Pasó 15 días en aquella casa y no se despegó del suelo: su jefa quería que limpiase sólo de rodillas, como una auténtica Cenicienta. No tenía días libres y no le estaba permitido salir de la casa bajo ningún concepto. "A las dos semanas no aguantaba más aquella cárcel y decidí plantarle cara a la anciana. Su reacción fue despedirme en el acto", explica ella.

Doris hizo las maletas y subió al coche de su empleadora que, supuestamente, le iba a acercar a la parada del metro. Como venganza por el desplante, la señora le abandonó en un descampado a kilómetros de la civilización. "Caminé durante horas aquella noche con el equipaje a cuestas y sin dinero. Habíamos acordado un salario de 800 euros pero, claro, no me pagó", protesta.

Los salarios mensuales suelen rondar esa cifra y, por ley, las empleadas deberían disponer al menos de 36 horas libres a la semana -24 de ellas consecutivas- y de 30 días de vacaciones pagadas. Además, tienen derecho a dos pagas extras al año y a una indemnización por despido. En la práctica, la ley no rige.

"Se supone que podemos trabajar 40 horas semanales como máximo, pero las internas hacemos más", explican desde la asociación hispano ecuatoriana Rumiñahui. "Juegan con la necesidad, saben que si tú no quieres hacer el trabajo en malas condiciones otra lo hará, y muchas tenemos que enviar dinero a casa".

Quedarse embarazada es peligroso para una trabajadora del hogar, especialmente si es una 'sin papeles'. "Conocemos a una mujer que, ya embarazada de seis meses, cuidaba a una persona mayor y tenía que levantarse constantemente por la noche. Cuando dio a luz, no le dieron la baja por maternidad", explican desde SEDOAC, una organización que cuida de los derechos de las migrantes trabajadoras del hogar. A sus oídos han llegado casos de mujeres que cobran cinco euros por hora, un "salario injusto" consecuencia de la crisis económica.






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