“Todos los profesionales, sea cual sea su especialidad, deben reconocer que la violencia hacia las mujeres es un problema de salud que requiere una capacitación específica para su reconocimiento, para la intervención adecuada y para neutralizar los efectos subjetivos que genera la atención de víctimas de violencia” (Velázquez 2003; 222).
El encuentro entre profesionales y mujeres expuestas a la violencia es complejo y difícil ya que está atravesado por una serie de condicionamientos y obstáculos que se han de considerar en los espacios formativos.
Este impacto es lo que se denomina actitud contratransferencial, es decir lo que pasa en el mundo interno de quien realiza una intervención profesional, en su propia subjetividad en el momento del encuentro con una paciente, en este caso violentada, lo que le provoca, lo que le suscita, lo que le hace sentir.
Estas actitudes contratransferenciales son habitualmente ignoradas o rechazadas por el personal de salud, porque cuestionan aspectos de la relación profesional-paciente, sobre todo el lugar que ocupa cada persona en dicha relación.
El discurso de una víctima puede llevar a una situación de confusión y conflicto en el rol profesional. Por un lado, cuestiona el marco en el que se ha desarrollado la atención profesional tradicional, caracterizada por una relación asimétrica entre quien ejerce el rol profesional, a quien se le supone en “posesión de la verdad, del poder y del control” y la usuaria que se encuentra en una posición subordinada, vulnerable a la enfermedad, el sufrimiento, la duda, la dependencia y el miedo. Por otro lado, en relación al trabajo con personas violentadas en el ámbito de una relación íntima, quien interviene profesionalmente puede sentir, que algo de lo que observa tiene que ver con un reflejo de sus vivencias personales y que algo de lo que escucha puede haberlo sentido o vivido. Es decir, no es del todo ajeno a su experiencia.
Ante estos riesgos, el personal de salud busca inconscientemente cuál es la postura o la distancia profesional que debe adoptarse posicionándose o demasiado cerca, con el temor o el riesgo de ser atrapado por las escenas de violencia detectadas, o demasiado lejos, con una actitud indiferente (Velázquez, 2003; 221). Así, su postura puede oscilar entre estas posiciones:
Sobreidentificación, con un máximo de implicación personal que puede exceder las posibilidades concretas de abordar el caso, y con lo que se puede aumentar la angustia del otro.
Rechazo, por “miedo al contagio”. Debe entenderse como una forma de defensa ante la angustia que genera el encuentro con el problema de otra persona. Una de las formas sutiles del rechazo consiste en la falta de compromiso o, aún más, la neutralidad. De esta postura suele desprenderse la consideración de la víctima como culpable. (O lo que es muy frecuente en estas situaciones, considerar a las víctimas como rentistas, como receptoras de beneficios secundarios. Actitud que debe entenderse como contratransferencial). Es decir, “en la práctica asistencial se compromete particularmente el posicionamiento subjetivo de las y los profesionales” (Velázquez, 2003).
Para terminar, una cita de Bleger (1997) citado en Velázquez (2003)” el contacto directo con seres humanos, como tales, enfrenta al técnico con su propia vida, con su propia salud o enfermedad, sus propios conflictos o frustraciones. Si no gradúa ese impacto su tarea se hace imposible: o tiene mucha ansiedad y entonces no puede actuar, o bien bloquea la ansiedad y su tarea es estéril”.
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