En el Código civil, el sexo ha sido considerado tradicionalmente como una
de las causas modificativas de la capacidad de obrar, en el sentido de que las
diferencias existentes entre el hombre y la mujer hacían aconsejable restringir la
libre iniciativa de esta última. En cambio, el sexo masculino nunca ha supuesto
históricamente restricción alguna de las posibles actividades del hombre.
La consecuencia de ello se tradujo en que la redacción originaria del Código
civil de 1889, reflejaba algo tan evidente como que durante siglos, la mujer ha desempañado un papel secundario en la sociedad y que dicha realidad ha sido
siempre objeto de diverso tratamiento por las normas jurídicas.
En base a esta consideración de la mujer, por la normativa reguladora, la
mayoría de edad, que se adquiría a los 23 años para ambos, quedaba limitada
en su ejercicio para la mujer, puesto que hasta el cumplimiento de los 25
años, las hijas de familia mayores de edad, no podían dejar la casa paterna sin
licencia del padre o de la madre en cuya compañía vivían, salvo para ingresar
en convento, contraer matrimonio o cuando cualquiera de los padres hubieran
contraído ulteriores nupcias . La Ley de 13 de diciembre de 1943, si bien rebajó
la mayoría de edad a 21 años, mantuvo la misma situación.
Fue la Ley 31/1972,
de 22 de julio la que suprimió la restricción de la mujer no casada, respecto a su
autonomía como persona, para poder abandonar voluntariamente el domicilio
paterno si deseaba vivir fuera del hogar familiar.
(...)más desolador resultaba el panorama de la mujer casada,
puesto que estaba sometida a la autoridad marital (artículo 57 C.c.) . En
consecuencia, no solo le pesaba el deber unilateral de obediencia a su marido;
también estaba obligada a seguir el domicilio y la nacionalidad de su cónyuge
(artículos 58 y 21 del Código civil)5
. Esta posición de sumisión producía que en
caso de infidelidad conyugal, la conducta de la mujer, independientemente de
su consideración penal, a tenor del artículo 105 del Código civil, fuera discriminatoria
respecto a la infidelidad del varón, puesto que el precepto reseñado
disponía que «Las causas legítimas del divorcio son: 1º El adulterio de la mujer,
en todo caso, y el del marido cuando resulte escándalo público o menosprecio
de la mujer». En virtud de esta normativa, el varón que no cometiese escándalo
público o no causara menosprecio a su mujer, como consecuencia del incumplimiento de su deber de fidelidad, no tenía el temor de ver disuelto el matrimonio
en contra de su voluntad.
En base a las consideraciones apuntadas, la propia normativa imponía como
conducta socialmente aceptable «la relación extramatrimonial discreta del
varón», sin embargo, la locución, «en todo caso», referida a la mujer, la hacía
merecedora de culpabilidad sin ninguna duda.
Otra consecuencia práctica, derivada de la autoridad marital, se traducía en
la ineludible necesidad de licencia de su marido para la realización de diversos
actos. Baste como ejemplo que para aceptar una herencia que a ella le hubiera
correspondido necesitaba la anuencia de su esposo, puesto que el artículo 1263.3
del Código civil prohibía a las mujeres casadas prestar su consentimiento en los
casos expresados en la Ley, siendo uno de ellos la aceptación de la herencia a
su favor con su sola declaración de voluntad. Tampoco podía, a tenor de los
artículos 6 a 9 del Código de comercio, ejercer el comercio sin licencia marital.
En síntesis, el marido era el representante de la mujer a tenor de lo dispuesto
en el artículo 60 del Código civil6
Ley de 2 de mayo de 1975, adelantándose, (...) a nuestro Texto Constitucional, tuvo a bien suprimir estos deberes unilaterales, sustituyéndolos por derechos y deberes recíprocos de respeto y protección.
MARÍA LUISA VALLÉS AMORES
Universidad de Alicante
https://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/1184/1/Feminismos_8_8.pdf
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