En un pequeño pueblo de las montañas, vivía Funllayana, una joven muy alegre y
querida por todos. Su abuela era Warmi,
la curandera del pueblo; desde que su nieta nació, ella intentaba enseñarle
todo lo que sabía, pero la niña la rechazaba diciendo que no tenía los mismos
poderes que su abuela y que no quería curar a los enfermos. Esto entristecía
mucho a la anciana, por lo que dejó de intentarlo. Todas las mañanas, la joven solía pasar por
las casas de los ancianos dejando el desayuno que ella les preparaba; siempre
estaba pendiente de los demás, por lo que todos la querían.
Cierto día, cuando Funllayana tenía quince años, como todas las mañanas, bajó al río
para darse un baño; en esta ocasión llovía mucho y la corriente era fuerte.
Ella estaba acostumbrada a nadar, aunque el río estuviera crecido, por lo que
no se preocupó y decidió meterse. Apenas
lo hizo, la corriente la arrastró, revolcó y justo cuando estaba a punto de
ahogarse, cerró los ojos resignada, pensando que no había nada por hacer y la
muerte la esperaba; de repente, sintió un golpe fuerte y que estaba fuera del
agua, sobre algo grande y duro. Era el tronco de un árbol, en medio del río. Se
quedó sobre él bastante tiempo, se sentía muy débil. Pasaron varias horas,
hasta que oscureció, se asustó y decidió refugiarse en un lugar más seguro.
Intentó pararse, pero sus piernas estaban tan lastimadas, que tuvo que
arrastrarse por el tronco hasta la orilla. Una vez allí, se recostó sobre el
césped y lloró desconsoladamente: su cuerpo estaba muy golpeado y lleno de
cortes, temblaba por el frío y tenía mucha hambre. Si quería volver a casa,
tenía que sacar todas sus fuerzas e irse de ahí.
Miró a su alrededor y vio un árbol muy
grande, parecía muy viejo, se parecía al Hatunyurag,
“el árbol de la vida”, como su abuela lo llamaba, ella lo había bordado en un
tapiz que le regaló cuando era niña. Al no poder pararse, se arrastró hacia él,
apoyándose en sus brazos. Cuando llegó al árbol, se sentó a pensar en una
manera para poder recuperarse y volver a su pueblo. Estaba arrimada en el
tronco, cuando muchas lucecitas aparecieron, revoloteando a su alrededor, eran
luciérnagas; en lugar de disfrutar su compañía, la joven intentaba espantarlas
con la mano, hasta que todas se fueron y se posaron sobre algo que estaba junto
a ella. Con mucha curiosidad, acercó su mano donde estaban los insectos y tocó
unas rocas, eran muy blancas y brillaban bajo la luna llena. Tomó dos piedras
con sus manos y empezó a frotarlas entre sí, apenas lo hizo, empezaron a salir chispas,
lo cual era una buena señal, podría prender fuego para calentarse. Se movió un
poco hacia los lados, recogió ramas secas, hizo un montoncito frente a ella y
encendió una fogata. Estaba muy feliz, por fin tenía esperanzas y creyó que tal
vez era posible salvarse. El fuego duró casi toda la noche.
A la mañana siguiente, se despertó muy
asustada, no sabía dónde estaba, vio hacia arriba y descubrió el árbol gigante
que la protegía, era mucho más grande de lo que vio la noche anterior. El árbol
tenía las ramas muy gruesas y ella calculaba que el tronco se podía abrazar
entre unas diez personas, estaba cargado con unos frutos similares a las
nueces. Observó a lo lejos, distinguió un valle grande y verde, en las faldas
de una montaña y cerca de allí, estaba el río. Analizando lo que tenía cerca,
se sintió más tranquila. Intentó pararse y lo logró, sosteniéndose del árbol,
estiró sus brazos y pudo recoger algunos frutos. Volvió a sentarse, rompió con
una piedra la cáscara dura de los frutos y se los comió, eran nueces. Sonrió,
sabía que iba a estar bien. Cuando terminó de comer, se revisó las piernas,
llenas de lastimados, cortes y su rodilla derecha estaba hinchada; trató de
estirar y doblar la pierna, pero le dolía muchísimo, tanto que le salían
lágrimas. Mientras estaba concentrada en eso, una mariposa se posó sobre la
rodilla lesionada, Funllayana la
cogió entre sus manos y admiró los bellos colores que adornaban las alas del
pequeño insecto y le dijo:
-Linda mariposa, por favor guíame hacia algo
que me ayude para poder volver a mi casa-.
La mariposa salió volando y se posó a pocos
metros de ella, sobre un matorral. La joven se arrastró hacia allá, recogió
unas ramas pequeñas, las olió y pensó que sería bueno recoger más ramas de las
distintas plantas que había junto al matorral; una vez que tenía varios tipos
de hierbas, las olió y estaba segura de que eran medicinales. Volvió bajo el
árbol y se sorprendió mucho, porque habían una pequeña vasija de barro y
algunas ramas secas y grandes junto a los restos de la fogata. Alguien había
dejado esto para ayudarla, no sabía quién, pero se lo agradecía mucho. Tomó una
rama larga y gruesa, la utilizó como bastón y así pudo ir hacia el río, a
recoger agua en la vasija. Tenía todo a su alcance para recuperarse, solamente
le faltaba una forma de curar su pierna, cuando volvió al árbol, recordó que
había visto a su abuela curar las lesiones de los brazos y piernas
entablillando las extremidades y amarrándolas con algo. Cortó algunas ramas del
montón que tenía, estiró su pierna y la entablilló y la sostuvo con las hojas
largas de algunas plantas. Pasó así un largo tiempo, recuperándose poco a poco,
descubriendo nuevas plantas, haciendo infusiones y creando medicinas,
escuchando a la naturaleza.
Después de unos cuantos meses, calculaba, se
sintió bien, había recuperado a movilidad de su pierna, podía caminar con
bastón, estaba fuerte se llenó de provisiones y emprendió su viaje, buscando su
pueblo. Viajó siguiendo el curso del río, ascendió y descendió montañas, pasó por
algunos pueblos, hasta que un día reconoció el suyo. Era de noche cuando llegó,
entró a su casa y la recibió su padre, muy triste, le contó que su madre y
abuela habían muerto de pena, por su desaparición. Con esta noticia, la joven
empezó a recordar lo poco que su abuela le había enseñado sobre el oficio de
curar y se dedicó a ayudar a quienes lo necesitaran. Recuperó el legado
ancestral de su abuela y junto con lo que ella aprendió sola, se volvió muy
buena en su oficio.
Cuando Funllayana
cumplió treinta años, conoció a un joven un poco menor que ella, se
quisieron mucho, pero al año de haberse casado, él falleció en un accidente
montando a caballo, dejándola desolada. Estaba embarazada, por lo que al poco
tiempo de llorar su pérdida decidió volverse fuerte y dedicar toda su vida a
cuidar del bebé que estaba por nacer. El día que dio a luz, era muy oscuro y llovía. La partera estaba preocupada,
porque la futura madre estaba débil, parecía que no iba a soportar el parto,
había perdido mucha sangre. Pasaron varias horas, hasta que logró salvarla y
una bella niña nació. Desde ese instante, Funllayana
nunca más se despegó de su hija, la amaba con todo el corazón y la llamó Warmi, en honor a su abuela y a las
mujeres de su familia que en el pasado tuvieron el mismo rol que ella, curando.
La niña se convirtió en la razón de su vida, su alegría y fuerzas. La niña le
recordaba a Warmi, porque se parecía
mucho a su abuela. Cuando pensaba en eso, recordaba las palabras que su abuela
le dijo en una ocasión, cuando era muy pequeña:
-“Tienes que
aceptar tu don, conectarte con la Pachamama, vivir para servirle, tratando de
enseñar a tu pueblo cómo respetarla, quererla y cuidarla, sólo así podrán vivir
en armonía.” –
Ese fue el motivo por el que Funllayana se encargaría de transmitir
su sabiduría y conocimientos de generación en generación, para que cada Warmi de su familia cumpliera su rol de Wakichiwarmipachamamada, su hija sería
la primera en hacerlo.
Vocabulario Kichwa
(Basado en el dialecto Salasaka)
- Funllayana: Amanecer, nuevo sol.
- Warmi: Mujer, hembra.
- Hatunyurag: Árbol grande, bonito,
hermoso, maternal que da vida.
- Wakichiwarmipachamamada: Cuidadora de la naturaleza.
Ana María Barrera
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