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martes, 5 de julio de 2022

Revisando el significado del poder


Históricamente, los movimientos feministas siempre han rechazado estas tres expresiones del poder “sobre” por considerarlas manifestaciones de un poder controlador que impide a quienes lo sufren identificar sus propios intereses, expresarlos abiertamente o aspirar a su realización. Y porque además, todas ellas son deudoras de una metodología de resolución de conflictos basada en la lógica de “suma cero”, según la cual si una persona gana poder es porque otra lo ha perdido en la misma proporción, ajena a la experiencia vital de las mujeres en sus relaciones familiares y más específicamente, en el ejercicio de la maternidad. Esta visión del poder como algo intrínsecamente malo y rechazable fue hegemónica en los movimientos feministas del Sur hasta mediados de los años ochenta, como quedó reflejado en las memorias de los tres primeros encuentros feministas de América Latina y el Caribe (1981-1985). Sin embargo, en el cuarto encuentro  celebrado en México en 1987, se hizo patente que las feministas comenzaban a replantear su idea de poder. La argumentación presentada para combatir el mito de que “a las feministas no nos interesa el poder” no deja lugar a dudas: “Si partimos de reconocer que el poder es fundamental para transformar la realidad, no es posible que no nos interese. Nosotras hemos visto a lo largo de nuestra militancia que a las feministas sí nos interesa el poder pero que, por no admitirlo abiertamente, no avanzamos en la construcción de un poder democrático y, de hecho, lo ejercemos de una manera arbitraria reproduciendo, además, el manejo del poder que hacemos en el ámbito doméstico: victimización y manipulación. Sí, queremos poder. Poder para transformar las relaciones sociales, para crear una sociedad democrática y participativa” (Vargas 1989). 

 Al asumir que el poder condiciona la experiencia de las mujeres en un doble sentido pues “es tanto la fuente de opresión en su abuso como la fuente de emancipación en su uso” (Rowlands 1997), las feministas pudieron ver a las mujeres no solo como individuas sometidas al poder masculino sino también como personas capaces de oponer resistencia, activa o pasiva, a las fuentes de poder. Considerar el poder como un recurso que las mujeres pueden utilizar para transformar su situación, y a estas como individuas dispuestas a ejercerlo colectivamente, les permitió reivindicar para las mujeres el ejercicio visible del poder para hacer avanzar sus reivindicaciones frente a otros actores sociales e institucionales. 

Así, desde mediados de los años ochenta, al tiempo que desarrollaban experiencias concretas de poder e influencia a nivel local, fue abriéndose paso en los movimientos de mujeres y feministas una visión del poder entendido más como capacidad de ser y hacer, que como dominio sobre otros; como algo que ocurre no sólo en las instituciones sino también en las vidas cotidianas (“lo personal es político”); como conocimiento-poder que opera a través de los discursos que enmarcan lo que es pensable y factible; como relaciones institucionalizadas que al convertirse en las reglas del juego, determinan el acceso de las personas y los grupos a los recursos vitales. 

Desde estas nuevas perspectivas, las feministas que trabajan en el campo del desarrollo han reivindicado abiertamente el poder para las mujeres. Así, por ejemplo, Batliwala (1997) ha definido el poder como “control sobre los bienes materiales (físicos, humanos o financieros), los recursos intelectuales 11 (conocimientos, información, ideas) y la ideología (habilidad para generar e institucionalizar creencias y valores que determinan cómo las personas perciben y funcionan en un entorno dado)” y ha sostenido que el empoderamiento de las mujeres debe medirse en términos de “cuánta influencia tienen estas sobre las acciones externas que afectan a su bienestar”. 

 También han realizado críticas interesantes a las concepciones hegemónicas sobre el poder. Hayward (1998) ha señalado que la pregunta central de los debates sobre el poder (¿Qué quiere decir que A tiene poder sobre B?) se basa en el supuesto de que es posible diferenciar los actos libres de los actos determinados por el poder de los otros, pero este supuesto es erróneo ya que ignora que la dimensión del poder está presente en todas las relaciones sociales, llegando incluso a conformar la propia identidad de las personas. Según esta autora, en lugar de pensar el poder en términos de los instrumentos que agentes poderosos usan para impedir que los no poderosos actúen libremente, sería más útil pensarlo como “las fronteras sociales que definen los campos de acción para todos los actores y facilitan u obstaculizan lo que es considerado posible”. 

 Estas fronteras sociales están constituidas por las leyes, normas, costumbres e identidades sociales que enmarcan y restringen las actuaciones de las personas. Al definir el poder como “la red de límites sociales que define los campos de acción”, Hayward reformula la pregunta sobre el poder: la cuestión no es ya cómo este se distribuye o cómo hace A para tener poder sobre B, sino más bien “cómo los mecanismos del poder definen lo (im)posible, lo (im)probable, lo natural, lo normal, lo que cuenta como problema”. 

Por tanto, más que buscar cómo las acciones de unas personas son limitadas por otras, habría que analizar las diferencias significativas que existen en las titularidades sociales y en las restricciones, y ver qué tan fijas e inmutables son estas diferencias. El empoderamiento de una persona empieza cuando esta analiza cómo los límites sociales restringen su capacidad para definir cómo quiere vivir y para llegar a disfrutar de las condiciones para vivir como desea, y avanza mediante la identificación crítica de cómo funcionan estas restricciones a su libertad, hasta llegar a definir estrategias para cambiarlas. 

Mosedale (2003) se ha basado en estos planteamientos para construir una definición de poder que tiene importantes consecuencias en el análisis de los procesos de empoderamiento de las mujeres. Si tomamos en cuenta que el hecho 12 de pertenecer a un grupo social (por ejemplo, el colectivo genérico femenino) establece unos ciertos límites a la libertad de las personas y que tales fronteras son socialmente construidas y modificables, el empoderamiento que esta autora reclama para las mujeres es el que tiene como objetivo cambiar radicalmente las relaciones opresivas de género, en tanto estas constituyen las fronteras sociales que restringen su libertad de elección.

 El poder que interesa, dice Mosedale, es el que permite a las mujeres construir su propia capacidad para cambiar los límites sociales que definen lo que es posible para ellas. Y la pregunta que importa es si las intervenciones de desarrollo que buscan que las mujeres se empoderen, logran efectivamente ayudarles a cambiar tales límites.

Clara Murguialday Martínez 

https://www.vitoria-gasteiz.org/wb021/http/contenidosEstaticos/adjuntos/es/16/23/51623.pdf





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