En 1916 se publica El ama de casa (Cultura femenina) de Federico Climent Terrer.[25] ¿Qué cambio se ha producido en la sociedad? ¿Se trasluce esta transformación ideológico-social en el ensayo de Climent? ¿Responde esta obra a las expectativas que se estaban entreabriendo para las mujeres? En su escritura, Climent hace notar el cambio que había comenzado en la segunda mitad del siglo XIX, si bien, desde su perspectiva de varón, con una formación androcéntrica, común a la mayoría de varones y mujeres, solo puede ser portavoz de este cambio en cierta medida. Su educación lo determina a mirar a la mujer más con la mirada del pasado patriarcal, que la había reducido a “ángel del hogar”, que desde lo nuevos planteamientos que perseguían inculcar en las mujeres una cierta autonomía e independencia económica.
Si bien es cierto que la mujer, en su opinión, es un ser diferente al hombre y que esta diferencia le viene impuesta por la naturaleza, hecho que la orienta a responsabilizarse de las tareas de la casa, la crianza de los hijos y el cuidado de los hijos; no obstante, Climent se abre a las nuevas ideas y necesidades sociales que plantean que a la mujer, en pro de las necesidades y circunstancias personales, debe permitírsele su incorporación al mundo laboral. Federico Climent defiende la necesidad de que la mujer de clase media se incorpore al trabajo, lo cual lleva consigo la necesidad de una mejor instrucción escolar, que le posibilite esta entrada. En suma, el autor se hace eco de las demandas laborales de las mujeres, si bien, en el papel de esposa y madre y cuanto tiene que ver con el espacio privado, son leves los cambios que su planteamiento experimenta respecto de los discursos revisados aquí.
Para Federico Climent, la mujer ha de ser percibida como complemento del marido. Ya en su prólogo, el autor se posiciona en relación al lema que defendía en aquellos momentos el feminismo, y del cual él se hace eco para cuestionarlo: “¿la mujer igual al hombre?”. En su opinión, esto no son sino “exageraciones y extravíos”; esta reivindicación es sentida por el autor como una respuesta de desquite “al estado de inferioridad y esclavitud en que siglo tras siglo la tuvieron [a la mujer] en todas partes leyes y costumbres enemistadas con la justicia, no obstante haberla elevado el cristianismo de la condición de sierva a la de compañera”. Por ello, puntualiza que “si la servidumbre entraña inferioridad, la compañía no supone igualdad, sino correspondencia”. En suma, “en las relaciones entre los sexos, contraídas en el orden íntimo al matrimonio y a la familia y dilatadas en el orden social a todas las modalidades de la vida, la mujer no es superior, ni igual, ni tampoco inferior al hombre, es sencillamente su complemento. (P. 12. Subrayados del autor)
En cuanto a la finalidad de la educación en las jóvenes, el autor señala que los trabajos que podría desempeñar una joven, sus posibilidades son mucho más amplias desde el punto de vista legislativo que desde la perspectiva de la práctica cotidiana:
“La ley es en este caso menos restrictiva que las costumbres, pues no hay pragmática contraria a que las mujeres sean bachilleras, licenciadas, doctoras, abogadas, médicas, curanderas, mecanógrafas, tenedoras de libros, comerciantas y aun literatas si a pluma les viene, sin contar lo de maestras, enfermeras y comadronas”.
Pero la joven se da de bruces con la realidad cuando comprueba que la formación recibida no le resulta útil para desenvolverse laboralmente ni resolverle su futuro:
“Al amparo de la ignorancia disfrazada de sabiduría aprenden las educandas deprisa y al trote a leer, escribir y contar no muy correctamente, y las decoran con unas cuantas taraceas de solfeo, piano, canto, idiomas, dibujo, pintura y otras zarandajas de pensionado, enteramente inservibles, por lo incompletas, en los empeños de la vida”. (P. 17)
Climent juzga que las jóvenes de clase media están “entre el yunque y el martillo”, entre las jóvenes que tienen la economía y, por lo tanto, el futuro resuelto, y las “nacidas en cuna proletaria” las cuales no recelan de emplearse en oficios que “la vanidad repugna por indecorosos”. El punto álgido de la cuestión es puesto al descubierto:
“Así, por falta de sólida educación y del exacto concepto de la vida, fluctúa la mujer de clase media entre apariencias de aristócrata y realidades de proletaria, porque las conveniencias sociales, en nombre del decoro, no consienten que la viuda de un magistrado o la huérfana de un coronel, con pensión más mezquina que jornal de hilandera, soliciten una tabla o se oponga a vender fruta en el mercado”. (P. 17)
Según se desprende del texto, lo más preocupante para una joven de principios del S. XX es tener que trabajar para mantenerse a sí misma o a su familia. Climent, por su parte, admite lo embarazoso de tal situación, aunque piensa que es preferible a morirse de hambre:
“Verdaderamente, es muy violento para las señoritas decentes descender a semejantes modos de vivir por honrados que sean; pero todavía peor es no tener con qué arrimarse a la mesa, y salir a la calle [...] fingiendo posiciones desahogadas, como anzuelo tendido en el mar humano por si picara algún besugo” (Pp. 17-18)
De todas las profesiones, las más convenientes para la mujer “después de la madre de familia”, señala Climent, son la de maestra, secretaria, enfermera, practicante, servicio doméstico, cocinera, camarera, cajera-taquígrafa, vendedora, escribienta, telefonista... Una vez más se constata, por lo tanto, la fuerza que ejerce el pensamiento androcéntrico en el diseño de las profesiones para las mujeres, dado que este continúa proyectando para las mujeres, en el espacio público, el rol de la maternidad; esto es, el de la eterna cuidadora. Esta profesiones propuestas por Climent Terrer como las más adecuadas al sexo femenino, por otra parte, no entran en competencia con las de los varones, y , por consiguiente, son las menos reconocidas y valoradas socialmente, tanto desde el punto de vista económico como de prestigio social.
En suma, Climent subraya que la profesión más apropiada, por la misma naturaleza de la mujer, es la de ama de casa, pero también efectúa un pequeño avance ideológico en el terreno laboral femenino toda vez que juzga un error excluirla del resto de los oficios, desempeñados hasta entonces por los varones:
“Desde luego que la profesión de ama de casa y madre de familia es la mejor adecuada a la mujer, porque a ella parece destinada naturalmente por su sexo; pero, a nuestro entender, el error está en excluir a la mujer de cuantas profesiones, oficios y artes sociales vincularon los siglos en el hombre, consintiéndole tan solo aquellas ocupaciones relacionadas directamente con su sexo. De que la maternidad y el gobierno del hogar sean el más apropiado empleo de la actividad femenina no se infiere que sea el único ni mucho menos que toda mujer haya de ser forzosamente ama de casa y madre de familia, pues aunque todas las mujeres tuvieran manifiesta y decidida vocación al matrimonio, no podría responder honestamente a ella, por la enorme desproporción entre ambos sexos”. (P. 300)
En relación al mundo femenino del aseo y adorno, el autor repite las ideas de sus predecesores de siglos anteriores, proscribiendo el uso de los afeites y cosméticos, símbolos del artificio e incompatibles con la belleza natural femenina: “Los artificios de tocador son como la pendiente del mal, que una vez en ella es muy difícil volver atrás”. (P.182). También el autor proyecta, a través de su discurso, los estereotipos que la tradición ha venido cultivando en torno a la mujer, y que sirven para enaltecerla tanto como para denigrarla:
“La mujer tiene congénita maestría en el luminoso lenguaje de las miradas y con los ojos sabe decir sin desplegar la boca cuanto quiere, piensa y siente. Hay miradas punzantes como saetas de Cupido y otras luminosas y tranquilas como fulgor de lucero. La mujer conoce la valía de esta arma a la par ofensiva y defensiva y la esgrime con grandísima ventaja en las amorosas lides en que su corazón la empeña”. (Pp. 183-184)
El autor finaliza subrayando la importancia de la educación en las mujeres a fin de que estas sepan cumplir mejor su función de madres, así como el valor que esta labor comporta no solo para el futuro de sus hijos varones, sino también para la nación:
“Nuevamente aparece con toda evidencia lo imperioso de la educación femenina para colocar a la mujer en las debidas condiciones de educar a sus hijos desde la primera infancia [...] necesita de este equilibrio resumido en la prudencia la madre de familia a quien Dios confió el sagrado encargo de esculpir el cuerpo y labrar el alma de los hombres de mañana, de los que con su talento o inepcia [sic] han de ser causa determinante del progreso o decadencia de la nación cuyos destinos rijan.
Educar a una niña para ama de casa y madre de familia es labor de más útil rendimiento para la sociedad que dar carrera a diez niños, porque en política y diplomacia, en ciencia y arte, en la prosperidad y la desgracia siempre la mujer tendrá influencia decisiva en el hombre”. (P. 374)
En consecuencia, aunque el autor había defendido en páginas anteriores la inclusión de las mujeres en profesiones, oficios y artes sociales hasta entonces desempeñados en exclusivamente por hombres, se hace evidente que para Climent el destino de la hija es decididamente y por encima de todos los demás el de ama de casa y madre de familia.
M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)
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