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viernes, 15 de septiembre de 2017

Género y su construcción social



El concepto de género –acuñado en 1975 por la antropóloga feminista Gayle Robin y convertido en categoría central de las teorías feministas posteriores- ilustra la traslación a un plano ideológico y cultural de las diferencias naturales existentes entre hombres y mujeres. Ha configurado una normatividad masculina y femenina, que ha dado lugar a la subordinación social, la explotación y exclusión de las mujeres.

Este concepto (De Miguel, 2005) alude a una dimensión política y social, establecida a partir de la diferencia biológica entre ambos sexos. La representación social de la masculinidad y la feminidad asigna roles y valores en función del sexo de las personas desde el momento de nacer.

Diferentes autores (Corsi, 2003, Cobo 2005, Lomas, 2005, De Miguel, 2005) hacen referencia al hecho de que a las mujeres se las socializa para que estén enfocadas al ejercicio de tareas de cuidado, valorándose en ellas las capacidades afectivas y empáticas. El ideal femenino señala que las mujeres son emotivas, sensibles y dependientes, mientras que el ideal masculino afirma que los hombres son fuertes, racionales y autónomos.

Ya desde la infancia los padres educan y tratan de manera diferente a los niños y a las niñas, se les viste de forma distinta, los juguetes están determinados en función del sexo y, posteriormente, es la escuela junto con la familia la encargada de transmitir estos valores estereotipados.

Socialmente a los hombres se les prepara para asumir un rol dominante, vinculado al poder y a la autoridad. Por el contrario, en las mujeres se han valorado rasgos como la dulzura, la pasividad y la obediencia, así como la capacidad para expresar emociones.

En esta organización patriarcal de la sociedad (Lomas, 2005) tanto hombres como mujeres se ven constreñidos por los roles que se les asignan rígidamente, en función del sexo biológico; esto ha dado lugar a una construcción de la identidad del hombre y de la mujer ocupando posiciones de dominio y sumisión respectivamente. Estas posiciones marcan de manera esencial el mundo de las relaciones y si uno de los dos no “cumple” con los roles adjudicados se le considera en déficit. Es lo que ocurre cuando de una mujer emprendedora y activa se dice que “es poco femenina” y a un hombre poco agresivo y dominante se le tilda de “poco varonil”.

Como señalan Auman e Iturralde (Corsi, 2003) contamos con una ingente variedad de hechos que confirman la consideración de la mujer como inferior a lo largo de la historia:

o   La religión judeocristiana sustenta el mito de la mujer surgida de una costilla del hombre al que quedaba subordinada.

o   El Dios de la Biblia está caracterizado por rasgos masculinos.

o   La mujer antes del Concilio de Trento no “tenía” alma.

o   Durante la Edad Media las mujeres pertenecían a la casa feudal paterna de la cual se salía para ser objeto de pertenencia de la casa feudal del marido o del convento, el feudo de Dios.

En la actualidad sólo el trabajo productivo extradoméstico es reconocido, mientras que el doméstico –tarea que todavía sigue siendo predominantemente femenina- continúa ignorado, cuando no claramente desvalorizado.

Según un informe reciente de UNIFEM – El progreso de las Mujeres en el Mundo (2011- 2012) - la situación de la mujer dista todavía mucho de lograr la equiparación con la del hombre. La tasa de alfabetización de la mujer a escala mundial es del 71,8% frente a un 83, 7% de los hombres. En materia de ingresos aún no se ha logrado la equiparación. Únicamente un 30% de mujeres ocupó cargos de responsabilidad en 28 países desarrollados a lo largo de la década de los 90 y las mujeres, todavía hoy, constituyen el 70% de los 1300 millones de personas en situación de pobreza.

Como afirman Auman e Iturralde (Corsi, 2003: 87), con la exaltación de la figura de la madre y la confinación del mundo de la mujer al interior del hogar a partir del siglo XVIII la trampa para ésta quedaba perfectamente diseñada al quedar “la subjetividad de la mujer domesticizada, aislándola y excluyéndola de cualquier actividad social extradoméstica”.

La perpetuación de la situación de desigualdad entre hombres y mujeres se sustenta en algunos discursos religiosos tradicionales y hasta filosóficos. De Miguel (2005: 235) refiere cómo la violencia contra las mujeres entra como referente normativo en el discurso de la modernidad. Filósofos como Kant, Rousseau o Nietzsche asumen como “natural” un discurso discriminador y hasta justificador de la violencia contra las mujeres y cita numerosas expresiones populares que justifican y contribuyen a la transmisión de mensajes perversos como: “la mujer en casa y con la pata quebrada”; “la maté porque era mía”; “golpea a tu mujer de vez en cuando, que aunque tú no sepas porqué lo haces, ella sí lo sabe”.

http://www.aperturas.org/articulos.php?id=0000778&a=Otra-masculinidad-es-posible-Propuesta-de-Intervencion-con-hombres-violentos-en-la-pareja

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