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viernes, 6 de enero de 2017

El silencio es la mejor arma con la que cuentan los agresores


"Yo tendría unos 17 años. Él unos 45. Era una persona amiga de mi familia, un hombre atento, educado, agradable y generoso, decían en el pueblo.  Siempre que coincidíamos, se mostraba muy simpático conmigo, me preguntaba si tenía novio, me decía que era muy guapa, se interesaba por mi trabajo…nada fuera de lo normal.
Pero un día tuve que acudir sola a su despacho para llevarle unos documentos y fue entonces cuando mostró su verdadera cara. Me recibió con una sonrisa y me invitó a sentarme. Con los documentos en su mano y mientras hacía que leía, me miró fijamente por encima de sus gafas. Me sentí intimidada, pero no hice movimiento alguno. Después de unos minutos, que se me hicieron eternos, se levantó y me dijo que le disculpara, pero que tenía que hacer una llamada importante. Recuerdo que cuando pasó junto a mí en dirección a la sala contigua, puso su mano encima de mi hombro y luego me tocó el pelo (en aquellos años yo tenía una larga y preciosa melena rubia) No interpreté aquel gesto como anormal, pero me puse nerviosa 
Al volver de la sala se paró detrás de mí y volvió a tocarme el pelo con un gesto que me pareció excesivo, pues lo interpreté como una caricia. En aquel momento me sentí incómoda, así que le pregunté si todo estaba bien y si podía irme, al mismo tiempo que intentaba levantarme de la silla. Él se puso delante de mí (era más bajo que yo) y me dijo que me tranquilizara, que no había prisa. Le repetí que me tenía que marchar, pero él insistió mientras posaba sus manos sobre mis hombros apretando ligeramente. Me levanté e intenté avanzar unos pasos para alcanzar la puerta de salida, pero me cogió por los brazos y luego deslizó sus manos sobre mi espalda atrayéndome hacia él en un intento por abrazarme. Me eché hacia atrás y le pedí que me soltara, pero volvió a cogerme, esta vez con más fuerza, e intentó besarme. Me dijo “no te enfades, mujer, es solo un beso”. En ese momento fui consciente de que no me iba a permitir marchar sin conseguir lo que quería y comencé a sentir miedo, así que le empujé y conseguí que soltara uno de mis brazos. Me miró, y, sonriendo, me dijo que era muy guapa, que tenía un pelo precioso y que siempre le había gustado mucho. Le miré fijamente, y a pesar del miedo que sentía le dije que me daba asco que me tocara y que iba a contarle a todo el mundo lo que me había hecho. Desconozco que fue lo que le motivó a soltarme, pero lo hizo. Se dirigió a la puerta, la abrió y me dijo “digas lo que digas, nadie te va a creer”
 Y me callé. Y lo silencié. Y nadie se enteró jamás 

Más de la mitad de las mujeres españolas han sufrido acoso sexual en la calle, en el trabajo, en el entorno familiar… Teresa Rodríguez, la diputada de Podemos, es una de las cientos, miles de mujeres que han sufrido acoso y lo ha denunciado. Somos muchas las que no lo hemos hecho, las que no nos hemos atrevido, las que hemos silenciado un acto que, por sí mismo, constituye un delito. Sigue siendo muy difícil denunciar, porque sigue siendo muy difícil que nos crean y porque nuestra palabra, la palabra de las víctimas, siempre es más cuestionada y tiene menos valor que la del agresor 
Por eso, que alguien como Teresa Rodríguez haya denunciado  ayuda a que otras mujeres se animen a hacerlo. 

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