martes, 28 de julio de 2015
Luchar contra la violencia machista en el cotidiano es:
Dejar de pisar mi voz con la tuya cuando hablo.
Dejar de hablarme como si mi ignorancia sobre el tema fuese condición para imponer tu saber. Como sucede en una consulta médica o en una discusión de pareja, por ejemplo.
Dejar de decirme lo que tengo que hacer.
Dejar de dictarme qué es, según vos, lo que me haría bien. (Sobre todo apelando a una religión que yo no elijo para mí, por homolesbotransfóbica, estigmatizante y patriarcal; en fin, por imponerme ideas y prácticas sobre mi forma de ser y mi cuerpo que no deseo para mí)
Dejar de pensar por mí.
Dejar de interpretar mis sentimientos, mis estados de ánimo, mis emociones. Dejar de interpretarme.
Dejar de ponerme como objeto de tus chistes sexistas.
Dejar de tomarme como objeto de tu placer, sin mi consentimiento.
Dejar de desvalorizar mi participación en reuniones familiares, laborales, sociales, en partidos y organizaciones políticas. Y por lo tanto, dejar de estigmatizar a niñ*s y a jóvenes cuando me tildás de incapaz, inmadur* o subdesarrollad*.
Dejar de menospreciar mi capacidad para producir conocimientos y condiciones materiales de vida. O sea, considerar que mi trabajo vale menos que los que se legitiman a base de mérito, trayectoria o puesto… patriarcales.
Dejar de tratarme como si fuera de tu propiedad. Como si tuvieses derechos sobre mí. Sobre lo que pienso, siento y hago o dejo de hacer con mi vida.
Dejar de comerme la cabeza con mis propias dudas. Dudar es la base de todo ejercicio reflexivo y transformador. Es una invitación al diálogo, al debate, a vivir vínculos respetuosos de las singularidades.
Dejar de operarme con el miedo a cómo vayas a reaccionar si expreso mi opinión sobre algo. O a que tenga que medir cómo me muevo para que no recaiga sobre mí el impacto de tu enojo.
Dejar de operarme con la culpa por no renunciar a lo que deseo, en cada momento, lugar, en cada cosa que hago o decido no hacer.
Dejar de gritarme. A mí o a cualquiera delante de mí. En mi presencia, no se grita más.
Dejar de mandarme a callar cuando te digo que NO. Y mucho menos, actuar como si no hubiese dicho nada.
Dejar de nombrar mi genitalidad en las puteadas. Y dejar de nombrar a la madre, la hermana o la puta como si fueran insultos. Porque cada vez que lo hacés, herís un poco más mi alma.
Dejar de afirmar tu poder de policía, de cura, de maestr*, de gerent*, de patrón o patrona, de jef*, de adult*, de líder político/social haciéndome objeto de tutelaje, y tratarme como si fuese idiota.
Dejar de tratarme como objeto de dominio parándote en el silencio que estoy obligad* a hacer para obtener algo de reconocimiento a mis derechos.
Dejar de operar discursos y prácticas sobre mi cuerpo sin mi consentimiento. Y más bien, poner a mi disposición toda la información y recursos posibles para que yo decida sobre mí. Ya que los costos de mi decisión también son míos. Que el Estado garantice las condiciones sanitarias necesarias para que quien decida hacerse un aborto pueda hacerlo, sería un ejemplo.
Dejar de mirarme y tratarme según los modelos impuestos de la sexualidad normalizada. Esa que comienza asignando un sexo al bebé y de ahí en más a educarl* y tratarl* como nena o nene dándole muñecas o autitos determinando roles y juegos, con formas y modos corporales “aceptables”, vestid*s de celeste o rosa, aprobando la sensibilidad mientreas se deslegitima la de él, valorando las habilidades físicas e intelectuales de él mientras se desestiman las de ella, etc, etc…
Dejar de esperar que actúe y me comporte emocionalmente según esa sexualidad normalizadora que clasifica los cuerpos en “varones” o “mujeres” y dicta cómo debe funcionar y relacionarse entre sí. Invisibilizando otras formas de ser y aparecer y de relacionarse.
Dejar de marcar con discursos y acciones cuáles serán los cuerpos aceptables y deseables, según parámetros morales y hegemónicos de clase, raza y género. De belleza y de salud.
Dejar de dirigirme piropos en la calle, en el trabajo, en la universidad, en todo espacio público si yo no te doy cabida. Porque no soy objeto de tu “imperiosa necesidad de cazar”
Dejar de naturalizar y fogonear las formas prepotentes de la masculinidad dominante que forman parte de las reglas de juego de las relaciones sociales. Incluyendo los llamados “códigos”, generalmente entre varones.
Dejar de evitar asociar la prepotencia en el espacio público con los efectos que produce la violencia de género(s). Si manejando el auto apurás a otr*s, ¿por qué eso no se trasladaría a las formas mínimas de relación dentro de una casa?, por ejemplo. O si en un partido de fútbol a quien no juega como se pretende se lo tilda de puto, marica o negro, ¿por qué eso no se daría en una relación afectiva o laboral en forma de acoso, hostigamiento, estigmatización o criminalización?
Dejar de querer ganar en una conversación. No hay una única verdad. Hay versiones, puntos de vista, hay diversidad de miradas. Según los contextos históricos, según las geografías, según las historias de vida, según la expresión de género, la recreación de identidad, el marcaje de la raza, de la clase. Según la lengua que un* sepa y sienta que nos nombra, nos representa, nos contiene, nos habilita a vivir libremente.
Dejar de presuponerme, de hablar por mí, de decidir por mí. Y más bien, preguntame.
La singularidad resiste a toda captura.
Cualquier otra cosa es violencia.
Y eso en nuestra sociedad patriarcal regida por un estado patriarcal, es violencia machista.
Una forma de violencia que si bien interpela a las masculinidades dominantes sobre todo, pone más precisamente el ojo en ese ejercicio de poder que somete, desaparece y aniquila.
Ceci Galcerán
Gracias a la Red de mujeres RIMA por su valiosa información
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