“La política no debería tratar a la gente como soporte de otra gente, como personas cuya misión en el mundo es ejecutar el plan de vida de algún otro. La política debería tratar a cada uno como fin, como fuente de participación activa y digno por sí mismo, con sus propios planes para realizar y su propia vida para vivir, mereciendo todo el apoyo necesario para constituirse en agente en igualdad de oportunidades... (Ello supone) hacernos fuertes en contra de algunas maneras muy comunes de tratar a las mujeres… como infantiles, incompetentes en temas de propiedad y contrato, meros adjuntos de una línea familiar o como reproductoras y cuidadoras más que como personas que tienen que vivir sus propias vidas” (Nussbaum 2002).
No existe una fórmula mágica o un diseño infalible para generar empoderamiento. Las evidencias muestran que las puertas de entrada al proceso de empoderarse son diversas: para algunas mujeres el elemento crucial ha sido adquirir conciencia sobre lo injusto de sus condiciones de vida, mientras para otras lo ha sido la puesta en práctica de iniciativas generadoras de recursos básicos para la sobrevivencia; en algunos casos, el proceso ha comenzado con su integración en un grupo solidario para acceder a un crédito y en otros casos, mediante su incorporación a una organización de mujeres dedicada a combatir la violencia de los hombres o a reivindicar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres… No son pocas las que han iniciado el camino del empoderamiento al tiempo que adquirían habilidades de lectoescritura en programas de alfabetización con perspectiva feminista, ni tampoco las que lo han hecho en el marco de organizaciones comunitarias o sindicales, enfrentando las restricciones de los dirigentes a la plena participación de las mujeres en las instancias de dirección.
Esta diversidad de recorridos refleja dos elementos centrales: por un lado, que el empoderamiento es un proceso de cambio personal y, en consecuencia, único y diferente para cada individuo porque cada quien tiene su propia y única experiencia de la vida; por otro, que es un proceso fluido y dinámico, que cambia a medida que se modifican los contextos y las percepciones de las personas sobre sus propias necesidades e intereses vitales. De ahí que, para integrar en las intervenciones de desarrollo aquellas estrategias y prácticas más adecuadas para promover procesos de empoderamiento, es importante comprender los mecanismos que catalizan, facilitan y/o fortalecen dichos procesos.
Hay consenso entre las feministas del desarrollo en que las estrategias dirigidas a promover el empoderamiento de las mujeres comparten, al menos, las siguientes características:
a) Abordan el poder desde una lógica -distinta a la de la “suma cero”- que considera que un aumento de las capacidades y la autonomía de unas personas no trae como consecuencia necesaria la disminución de las capacidades de otras, sino el aumento del bienestar para todas.
b) Intervienen en el nivel de las condiciones materiales de las mujeres al mismo tiempo que se transforma su posición sociopolítica de género, es decir, abordan simultáneamente las necesidades prácticas y los intereses estratégicos de las mujeres
c) Requieren entornos democráticos y metodologías participativas para que la voz de las mujeres sea escuchada, se fomenten los análisis críticos sobre los factores estructurales que condicionan sus vidas y se estimule su organización en torno a sus propias agendas de cambio.
Se trata, en resumen, de estrategias orientadas a lograr que las mujeres fortalezcan su capacidad y autonomía en todos los ámbitos, a través tanto del análisis crítico de su situación como de su organización y movilización colectivas, con el objetivo de mejorar sus condiciones de vida y superar las desigualdades de género. Y, sobre todo, buscan que las mujeres ganen poder, tanto a nivel subjetivo y personal como a nivel colectivo.
Clara Murguialday Martínez
https://www.vitoria-gasteiz.org/wb021/http/contenidosEstaticos/adjuntos/es/16/23/51623.pdf
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