Cuando desde el feminismo se propugna poder para las mujeres, no se trata de que haya más mujeres poderosas sino, precisamente, de que deje de haber no sólo hombres sino mujeres poderosas, en la medida en que se redistribuyen las oportunidades sociales, se eliminan privilegios prácticas y relaciones que autorizan a discriminar, marginar, someter o explotar a mujeres, y se homogeneizan las condiciones de vida y desarrollo entre las mujeres.
Ocupar espacios y no mimetizarse con las normas y los estilos prevalecientes nos coloca ante contradicciones porque la estructura política los impone y los exige como características de identidad, pertenencia y legitimidad y como fuerza de cohesión de grupo, de élite política.
No se trata de construir la igualdad política con los hombres; es decir, la igualdad no tiene el contenido de identidad ni tiene como aspiración aproximarse a los hombres como estereotipos políticos. Por el contrario, se trata de realizar ahí mismo la crítica ideológica y práctica de los poderes que encarnan los hombres. Al estar ahí, al ocupar esos espacios, las mujeres transformarán las relaciones políticas internas y con ello se eliminarán poderes de dominio de los hombres.
La presencia de las mujeres en los espacios de poder no pretende su cooptación patriarcal, sino democratizar desde una perspectiva de género esos espacios, su estructura, sus prácticas y su cultura. Se trata de crear una política, unos poderes diferentes. Por eso se busca eliminar obstáculos que impiden o prohíben a las mujeres el acceso a recursos y oportunidades que les son conculcadas y que están monopolizadas por los hombres, quienes tienen la exclusividad política y, al mismo tiempo, desarrollar y fomentar entre las mujeres una cultura democrática de género. La cual, por cierto, es en síntesis un poder vital indispensable.
Texto de Marcela Lagarde y de los Ríos
No hay comentarios:
Publicar un comentario