25. Utilizado para explicar los obstáculos a la modernidad y a la universalidad de los derechos
humanos, el término "cultura" tiene, desde ese punto de vista, una connotación negativa. Así
ocurre que la cultura se asocia con el relativismo, en cuanto fenómeno reductor del
universalismo de los derechos humanos y, en particular, de los derechos de la mujer. Ahora bien,
todas las prácticas y valores culturales y religiosos no son negativos ni perjudiciales para la
condición o la salud de la mujer; algunas, incluso, deben mantenerse y fomentarse. Tal es el caso
de ciertas prácticas médicas tradicionales o de ciertas prácticas vinculadas al matrimonio1
. Lo
mismo es propio de otros valores asociados al aspecto femenino, como el espíritu comunitario, la
ayuda mutua, el sentido de la unidad familiar, el cuidado y el respeto de los mayores, etc. Las
culturas tradicionales, en particular en África, transmiten también valores comunitarios que
permiten, en especial, proteger a los niños de la prostitución .
26. Los derechos humanos y, en particular, los derechos de la mujer, considerados a escala
universal, nos enfrentan, como proclamó el Secretario General de las Naciones Unidas en la
Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena, en 1993, a la dialéctica más exigente que
existe: la dialéctica de la identidad y de la alteridad, del "yo" y del "otro"; nos enseñan, sin
rodeos, que somos a un tiempo idénticos y diferentes .
27. La universalidad es inherente a los derechos humanos ; así lo afirma la Carta de las
Naciones Unidas sin ambigüedad en el artículo 55; el título mismo de la Declaración "Universal"
-y no internacional- de Derechos Humanos confirma esa vocación. El objetivo consiste en aunar
a todos los individuos más allá de sus diferencias raciales, étnicas, religiosas o sexuales, en hacer
compatibles unidad y diversidad en aras de la dignidad igual dentro de las diferencias de
identidad .
28. Las tradiciones son diferentes a ese respecto. Se puede considerar, por ejemplo, que las
diferenciaciones en materia de herencia, de responsabilidades familiares, de tutela de los hijos,
de acceso de la mujer a responsabilidades políticas o religiosas no constituyen discriminaciones
porque forman parte de un sistema coherente basado en las obligaciones y los papeles respectivos del hombre y de la mujer dentro de la sociedad y de la familia y pueden entonces
encontrar una justificación, tanto más cuanto que pueden tener su fundamento en preceptos
religiosos. Podrían multiplicarse los ejemplos; ya se trate de las mutilaciones genitales o de
ciertas prácticas que afectan a la salud o incluso la vida de la mujer (esos aspectos se estudiarán
más adelante en el capítulo II). Por supuesto, la respuesta a las objeciones de ese tipo dista
mucho de ser fácil: contra lo que ocurre en el caso de otros derechos humanos, nos encontramos
en un terreno en que las consideraciones relativas a las creencias se superponen a lo temporal, en
que lo sagrado se mezcla con lo social y lo cultural y en que lo irracional bordea las exigencias
de la vida social y del respeto de los derechos humanos; con todo, merece la pena recordar
ciertos puntos de referencia.
29. Como se afirma en muchos instrumentos internacionales, así como en una práctica estatal
ampliamente representativa y en una doctrina casi unánime, la universalidad de los derechos
humanos es hoy en día una noción perfectamente admitida, un derecho adquirido que ya no tiene
vuelta atrás. Esa exigencia es inherente a la naturaleza del ser humano y dimana de que los
derechos de la mujer, aun cuando atañen a aspectos culturales y religiosos, forman parte de los
derechos fundamentales del ser humano. Por otra parte, la universalidad procede de un concepto
que está en la base misma de los derechos humanos: "la dignidad, consustancial e inherente a la
persona humana"; la noción cardinal e indivisible de dignidad humana es el fundamento común
de un concepto universal de los derechos de la mujer, más allá de las diferencias culturales o
religiosas. Cuando se ataca a la mujer en su dignidad, ya no hay lugar ni para la soberanía ni para
las especificidades culturales o religiosas. Y ese concepto fundamental de dignidad constituye el
común denominador de todos los individuos, pueblos, naciones y Estados, sean cuales fueren sus
diferencias culturales y religiosas o su estado de desarrollo.
30. Finalmente, ese concepto permite afirmar la preeminencia, por encima de toda costumbre o
tradición, sea ésta de origen religioso o no, de los principios universales de carácter imperativo
que son el respeto de la persona y de su derecho inalienable a vivir la vida que quiera, así como
la plena igualdad entre hombres y mujeres. No puede haber ninguna transacción a ese respecto.
Porque sin ese común denominador, no puede haber ningún sistema creíble de protección
duradera de los derechos humanos en general y de los derechos de la mujer en particular.
31. Ese concepto no es reductor de las especificidades culturales ni siquiera de un relativismo
cultural. Pero ese relativismo sólo es concebible en la medida en que integra los elementos de
universalidad y en la medida en que no niega la noción de dignidad de la mujer en las diferentes
etapas de su vida. En tales condiciones, el pluralismo de las culturas y de las religiones puede
enriquecer la universalidad de los derechos de la mujer y enriquecerse con esa universalidad.
32. Por lo demás, la universalidad puede explicarse por necesidades no sólo morales y éticas,
sino también por razones prácticas. En ciertos países, la mujer puede enfrentarse a situaciones
jurídico-culturales inextricables. Las leyes que se definen como leyes de origen religioso varían,
a veces radicalmente, de un país a otro. Cierto número de países, étnica o confesionalmente
diversos, tienen dos o más sistemas jurídicos contradictorios (civil, religioso, consuetudinario)
relativos a la condición de la mujer y, en particular, a su estatuto personal; cada uno de esos
sistemas concede o deniega a la mujer derechos diferentes. Las mujeres que no pertenecen a la
religión del grupo mayoritario están sujetas a la ley o la cultura de un grupo al que no
pertenecen. Además de las leyes formales, hay en cada sociedad costumbres y tradiciones
informales que pueden contribuir, a veces más que las leyes, a controlar la vida de las mujeres. Ello quiere decir que sólo la racionalidad –y, por consiguiente, la universalidad de los derechos
de la mujer- permite aunar a todas las mujeres del mundo, y a veces dentro de la misma
sociedad, en torno a un núcleo intangible cuya sustancia se fundamenta en la noción de dignidad
de la persona humana, sean cuales fueren las especificidades culturales de un Estado o de un
grupo de Estados o de grupos étnicos y religiosos dentro de un mismo Estado1
.
33. Por su misma naturaleza, los derechos humanos permiten abolir -o supuesto de manera
progresiva- las diferencias entre el orden interno y el orden internacional. Como dice con razón
el Secretario General de las Naciones Unidas, son creadores de una permeabilidad jurídica nueva
y no hay que considerarlos ni desde el punto de vista de la soberanía absoluta ni desde la
injerencia política. Antes bien, suponen una colaboración y coordinación de los Estados y de las
organizaciones internacionales . Por lo que se refiere a los derechos de la mujer en el marco de la
religión, de las creencias y de las tradiciones, la universalidad debe ser una universalidad bien
entendida; no es la expresión del dominio ideológico o cultural de un grupo de Estados sobre el
resto del mundo .
34. Por otra parte, como se afirma en la Declaración de Viena de 1993, si bien conviene no
perder de vista la importancia de los particularismos nacionales y regionales y la diversidad
histórica, cultural y religiosa, los Estados tienen el deber, sea cual fuere su etapa de desarrollo,
de promover todos los derechos humanos y todas las libertades fundamentales, incluidos los
derechos de las mujeres y las muchachas, que forman parte integrante e indisociable de los
derechos humanos universales de la personas4
. Ese documento atribuye una importancia central a
la cuestión que nos preocupa, a saber, la contradicción entre la igualdad de derechos de los
individuos y las leyes religiosas o consuetudinarias que se oponen a esa igualdad. En el
Programa de Acción de Viena se invita a los Estados a eliminar todas las contradicciones que
puedan existir entre los derechos de la mujer y las prácticas discriminatorias vinculadas con la
intolerancia religiosa y el extremismo religioso .
35. En muchos instrumentos internacionales y regionales se advierte la misma noción
universalista . Cabe citar, en particular, la Declaración de Beijing aprobada en 1995 en la Conferencia mundial sobre la mujer, en la que se reafirma que los derechos de la mujer son
derechos humanos fundamentales (párrafo 14) y que todos los elementos específicos y
particulares que esos derechos entrañan son propios de todas las mujeres, sin discriminación
alguna (párrafos 9 y 23) y, por consiguiente, transcienden las diversidades culturales o religiosas.
36. El mismo problema se plantea en lo que se refiere a la dicotomía equidad-igualdad. La
noción de equidad parece ofrecer mayor latitud a los Estados; les permite apartarse del principio
de la igualdad formal y limitar los derechos de la mujer, justificar y perpetuar discriminaciones.
Así, pues, las normas religiosas o consuetudinarias que reconocen menos derechos a las
muchachas y a las mujeres en lo que se refiere a la herencia o la propiedad o la administración de
bienes, o en otros sectores de la vida familiar y social son, a todas luces, discriminatorias para la
mujer, sea cual fuere el fundamento de la discriminación. Contrariamente a la igualdad, la
equidad en materia de derechos humanos es un concepto que tiene un contenido variable,
ambiguo y, por consiguiente, moldeable según los deseos del que lo manipula; no puede
constituir un criterio serio para conceder derechos o fijar las restricciones de esos derechos. En
relación con el tema de este estudio, la equidad es, además, un concepto peligroso, pues puede
servir de base para discriminaciones y desigualdades con respecto a la mujer, en particular en
razón de una diferenciación física o biológica basada en la religión o atribuida a ésta.
37. Finalmente, todo es cuestión de pragmatismo y de realismo, de una transacción dinámica
entre, por una parte, la vida y sus obligaciones, la apertura necesaria que ofrece la modernidad, la
prodigiosa evolución de los conocimientos y de las técnicas y los progresos conseguidos en
materia de respeto de los derechos del ser humano en general y de la mujer en particular y, por
otra parte, el respeto de las creencias religiosas y de las tradiciones culturales.
38. En definitiva, la religión, en su dimensión cultural, está impregnada necesariamente por las
realidades de cada momento histórico de su evolución, tanto en el espacio como en el tiempo.
Ello ayuda a comprender la extrema variedad de las prácticas religiosas con respecto a la
condición de la mujer en todo el mundo y, a veces, la contradicción entre esas prácticas dentro de
una misma religión o la existencia de una misma práctica o norma en religiones diferentes. Mas
esa variedad no debe ocultar el hecho de que si la religión es fuente de discriminaciones contra la
mujer, esas discriminaciones deben atribuirse esencialmente a la cultura, que con ello traduce las
realidades de cada época histórica. Ahora bien, esas realidades no son inmutables. Las propias
religiones han desempeñado un papel voluntarista, a veces revolucionario, para tratar de
reformarlas en un sentido favorable a la condición de la mujer en la familia y en la sociedad. Ese
voluntarismo y ese esfuerzo continuo de reforma deberían permitir que los diversos agentes
involucrados en la condición de la mujer en relación con la religión y a las tradiciones y, en
particular, los Estados y la comunidad internacional en su conjunto desempeñen, mediante el
ordenamiento jurídico, entre otras cosas, una función prospectiva emancipadora de la mujer.
39. Naturalmente, no se trata en absoluto de cambiar las religiones ni de herir la fe o las
sensibilidades o las creencias religiosas. Antes bien, el objetivo consiste en devolver a las
religiones la función que siempre fue la suya, cuando reformaron la cultura patriarcal dominante
de su época.
40. Para ello, es necesario situar primero el estado de la normativa jurídica en relación con el
problema (capítulo I); el estudio de las discriminaciones de que son víctimas las mujeres en las
diferentes religiones y culturas nos permitirá entonces medir la extensión de las muchas prácticasperjudiciales por todo el mundo (capítulo II), antes de sacar las conclusiones y las
recomendaciones que son imprescindibles para luchar contra las prácticas o las normas
perjudiciales a la condición de la mujer en relación con la religión y las tradiciones (capítulo III).
LOS DERECHOS CIVILES Y POLÍTICOS, EN PARTICULAR LAS CUESTIONES RELACIONADAS CON LA INTOLERANCIA RELIGIOSA Informe presentado por el Sr. Abdelfattah Amor, Relator Especial sobre la libertad de religión o de creencias, de conformidad con la resolución 2001/42 de la Comisión de Derechos Humanos
http://www.wunrn.com/un_study/spanish.pdf