“Las raíces son las venas que llevan el alimento y también llevan historias y tesoros, a tu abuela a tu madre y a ti…a todas las une un vínculo invisible, ignorar ese vínculo es coartar tu lado femenino, tu creatividad, tu compasión, tu habilidad para dar y recibir”. (De la serie Mi otra yo)
Escuchar esta afirmación y creerla tanto racional como emocionalmente nos puede resultar algo hermoso, poético e inspirador, o por el contrario, algo negativo y amenazante sobre todo para las madres y las hijas cuya forma de relacionarse ha sido o es fría, distante, retadora e hiriente.
En la cercanía del día en que internacionalmente se celebra a las mamás, y entendiendo que la profundidad y variabilidad de esta problemática no se puede abarcar en unos cuantos párrafos, he querido tocar este sensible tema con el ánimo de ofrecer un breve espacio de identificación, comprensión y si es posible, de motivación para la búsqueda de sanidad y reconciliación.
No sé si en épocas pasadas las mujeres eran conscientes de lo difícil que generacionalmente en su familia había sido la relación madre-hija, no sé si se lo cuestionaban, si lo hablaban entre amigas o simplemente lo aceptaban viviéndolo como parte natural de la vida femenina.
Y no es que la confrontación entre una mamá y su hija sea la regla general en todas las familias de antes y de ahora, pero esta fracturada convivencia es algo que adolece a un gran número de ellas.
Hoy en día este conflicto materno filial es algo que reconocemos nos ha atravesado y nos atraviesa a muchas, y es un asunto del que estamos cada vez más dispuestas a hablar. De ahí que actualmente está herida interior es un tema recurrente entre mejores amigas, en las salas de terapia, en grupos círculos y talleres de ayuda para mujeres, pero también estas difíciles vivencias se están viendo reflejadas en la literatura y entre rendijas van colándose en los guiones del teatro cine y televisión.
De todas estas y otras formas es que hijas y madres no sólo buscamos desahogarnos para soltar la carga emocional, sino también buscamos respuestas sanadoras a las preguntas que constantemente nos hacemos tratando de entender, porqué tanta ruptura y abismo donde debería existir unión y entrañable cercanía?, quiénes son las buenas y las malas del cuento…nuestras madres o nosotras?, somos responsables de tan caótico desencuentro o lo son ellas?.
En un ejercicio de objetividad un buen comienzo sería preguntarnos si esta es una historia de inocentes y culpables?, o si es una problemática de género que hemos heredado en donde las unas y las otras somos víctimas?.
Personalmente me quedo con la segunda opción, por mi propia experiencia de vida y mi experiencia profesional puedo decir que este doloroso conflicto aunque con algunas terribles excepciones, en la mayoría de los casos no es una cuestión de falta de amor, o de villanía en ninguna de las contrincantes.
La antropología, sociología, teología y psicología femenina nos dicen que la multitud de causas están más bien en la educación, creencias y costumbres familiares, religiosas, sociales, culturales y psicológicas; todas enmarcadas en los márgenes patriarcales que históricamente han determinado no sólo lo que es ser mujer, sino también lo que es ser una buena madre y una buena hija.
Respecto a esto de ser buenas la escritora Sheila Heti en su libro Maternidad, muy acertadamente hace y responde dejándonos sobre la mesa para reflexionar lo siguiente:
“Qué diferencia hay entre ser una buena madre y ser una buena hija?, en la práctica muchas…en lo simbólico ninguna”.
Será por esta conceptualización de diferencias e igualdades aprendidas en el jerárquico y disfuncional parámetro de comportamiento que nos han enseñado, el que una buena madre y una buena hija terminan enfrentadas y sintiéndose injustamente tratadas la una por la otra.
La primera considerándose lastimada en su maternidad, desafiada en su autoridad y enojosamente frustrada por los inútiles intentos de seguir dictaminando los pasos de su niña- adolescente, la segunda adolorida en su hijidad, sintiéndose atacada, prisionera y gravemente irrespetada en su derecho a la libertad.
Estos lastimosos sentires y pensares a menudo producen un sentimiento de fracaso personal en las progenitoras, que se preguntan qué fue lo que hicieron mal?, en qué fallaron como madres?, mientras que sus hijas experimentan una sensación de culpabilidad y de no ser nunca suficientes.
Y son precisamente esta clase de heridas unas de las que más duele emocionalmente, una de las que más tiempo tarda en sanar, y quizá sea la que mayor impacto y trascendencia tenga para una mujer en las diferentes etapas de su vida afectiva.
En cierta reunión de uno de los grupos de ayuda para mujeres de los que fui facilitadora, una de las asistentes expresó: “Durante mucho tiempo mi madre y yo hemos estado recibiendo terapia individual y conjunta, pero aún no logramos sanar ni cambiar todo lo negativo que sentimos, yo por ella y ella por su madre “.
Situaciones así son el resultado de ese complejo conflicto al que la escritora Elena Ferrante llama “el amor molesto”. Refiriéndose a ese cúmulo de sentimientos encontrados en una complicada relación de amor-odio, necesidad-rechazo, admiración-celos, alianza-rivalidad y competencia.
A las causas de esta infortunada hostilidad que algunas madres sienten hacia sus hijas, y que ya antes fueron mencionadas, podemos añadir posibles traumas debido al rechazo materno en su propia niñez, maltrato y/o abuso sexual en la infancia, violación y embarazo no deseado, violencia de pareja, maternidad obligada o no planeada, proyección en su hija de sueños no cumplidos o de complejos rencores y miedos.
A estos posibles orígenes podemos añadir la creencia de que su pequeña debe ser la prolongación de si misma y no un ser independiente con personalidad propia, algo que la filósofa Simone de Beauvoir analizó en 1949 en El Segundo Sexo, llamándole: la teoría de la doble.
En cuanto al sentir y reaccionar rebelde de las hijas es parte normal de la adolescencia, etapa de cambios emocionales y físicos pero también de una necesidad de expandir sus horizontes en busca de nuevas experiencias y sobre todo, en busca de su propia identidad. Es en ese proceso transformativo ansioso de libertad en el que ellas menos desean ser una copia de sus madres, ni sus damas de compañía y mucho menos responsables, enfermeras, cuidadoras o confidentes de sus progenitoras, como tampoco quieren ser asistentes domésticas ni nanas de sus hermanos pequeños.
Si como mamá demandamos de nuestra hija lo que no es y a decir verdad no tiene por qué serlo, exigiéndole una madurez a destiempo, exclusividad y total obediencia; y si como hija espectamos de nuestra madre un comportamiento inmaculado, perfecto, complaciente y permisivo en todo, lo único que conseguiremos será decepcionarnos y herirnos mutuamente dando paso a la separación emocional y física tan difícil de superar después.
Como mujeres adultas sanar la herida afectiva madre-hija hija-madre no es sencillo, es un proceso a veces largo y siempre doloroso de reflexión, diálogo interior, de hablar pero también de escuchar a la otra. Algo indispensable en este proceso independientemente de que recibamos o no terapia profesional es la empatía, ponernos en el lugar y zapatos de la otra en su situación particular, su edad, estado de salud, y grado de madurez o de ignorancia, en su contexto familiar, educativo, económico, sociocultural y psicológico.
Si como hija de nuestra madre y mamá de nuestra hija vemos nuestras respectivas circunstancias internas, y los factores externos que rodearon el conflicto entre nosotras, nos será más fácil llegar a reconocer que desde nuestra imperfección humana cada una expresó y expresa su amor de la manera que sabe y puede, y que no deja de ser amor sólo porque no haya sido o sea de la forma en que necesitábamos o que nos gustaría que hubiera sido o fuera.
Comprender esto es una forma de empezar a caminar hacia la sanidad emocional, y poder así recibir a la vez que heredar la abundante nutrición de nuestro linaje femenino, tal como lo dicen las líneas con las que inicié este escrito y con las que quiero terminarlo:
“Las raíces son las venas que llevan el alimento y también
llevan historias y tesoros, a tu abuela
a tu madre y a ti…a todas las une un vínculo invisible, ignorar ese vínculo es
coartar tu lado femenino, tu creatividad, tu compasión, tu habilidad para dar y
recibir”.
Galilea Libertad Fausto.
Créditos de la ilustración a quien corresponda.
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