Según Lukes (1974), en las ciencias sociales aparecen habitualmente tres interpretaciones diferentes sobre el poder y todas ellas tienen en común entenderlo como un ejercicio de dominio sobre otros. Este poder ejercido sobre otros nos remite tanto a la habilidad de una persona para hacer que otras actúen en contra de sus deseos como a la capacidad que alguien tiene para sacar adelante sus propios intereses en contra de los intereses de otro, mediante la utilización de mecanismos diversos tales como obligar, impedir, prohibir, reprimir, negar o invisibilizar los intereses de aquellos sobre los que se ejerce dominio.
A) El poder visible (el poder para producir los cambios) La primera, y más habitual, acepción del poder responde a análisis liberales de los fenómenos sociales y lo aborda como un asunto de toma de decisiones sobre cuestiones en las que hay un conflicto observable definiéndolo como la “capacidad de un actor de afectar el patrón de resultados” (Kabeer 1997).
Según esta interpretación, el poder es un recurso limitado que se gana y se pierde, que circula en los espacios públicos donde se toman decisiones y que se puede “ver” puesto que los que ganan en las decisiones aparecen como poderosos. El ejercicio de este poder recurre tanto a las formas violentas como a otros tipos de fuerzas y puede implicar quitar recursos, amenazar con hacerlo u ofertar mayores recursos a cambio de algún comportamiento que de otra manera no se daría. Esta manera de entender el poder, asociado con la toma individual de decisiones en el marco de relaciones interpersonales, ha sustentado buena parte de la literatura basada en el enfoque Mujeres en el Desarrollo (MED) que ha entendido el poder como algo que se tiene o no se tiene, y que puede ser incrementado mediante 7 determinadas acciones del desarrollo. Esta interpretación es visible, por ejemplo, en los intentos de medir la frecuencia con que participan las mujeres en la toma de decisiones en el hogar para demostrar que estas fortalecen su poder doméstico cuando acceden a un ingreso.
B) El poder oculto (el poder de decidir sobre qué se decide) La segunda acepción del poder puede definirse como la capacidad para evitar la discusión abierta de ciertos conflictos. Es el poder que se ostenta cuando alguien consigue sacar adelante sus propios intereses en contra de los de otra persona impidiendo que esta sea escuchada, excluyendo ciertas cuestiones de la agenda de decisión y restringiendo la adopción de decisiones a cuestiones seguras. Esta noción del poder permite apreciar que los conflictos no siempre son abiertos ni las decisiones visibles, que el poder no se expresa solamente en “quien gana qué” sino también en “cuando, cómo y quién se queda fuera de la toma de decisiones” porque ni siquiera ha sido tomado en consideración. Efectivamente, la persona o el grupo poderoso pueden ganar conflictos no sólo ganándolos cuando son planteados abiertamente sino impidiendo que las voces de los oponentes sean escuchadas y que el conflicto se haga visible en el ámbito de la toma de decisiones. La coerción, la manipulación, la información falsa y otras maneras de influenciar son reconocidas como formas de ejercicio de este poder, puesto que suprimen lo que de otro modo se hubiera constituido en un conflicto abierto.
Quien detenta el poder oculto puede crear reglas de juego que impidan a los grupos con menos poder expresar sus deseos; puede legitimar algunas voces y desacreditar otras, determinando qué asuntos y qué personas han de ser incluidas y cuáles no. Este tipo de poder se sustenta en “los procedimientos implícitamente aceptados e indiscutibles en instituciones que, al demarcar las cuestiones susceptibles de decisión de aquellas que no lo son, benefician sistemática y rutinariamente a ciertos individuos y grupos a costa de otros” (Bachrach y Baratz 1962). Esta manera de ejercer el poder mediante procedimientos que permanecen ocultos al análisis es bastante común en las relaciones entre las mujeres y los hombres. Las feministas han señalado que el poder masculino se ejerce movilizando normas y mecanismos que tienen un sesgo de género a favor de los hombres, como los que operan en la división sexual del trabajo o en la legitimación política de la 8 inviolabilidad de la esfera doméstica. Muchos conflictos que ni se asoman a las agendas públicas de debate versan sobre temas en los que hay asuntos de género involucrados, como por ejemplo considerar que la atención a niñas y niños es una tarea de cuidado “natural” de las mujeres en lugar de un problema social relacionado con el trabajo de las mujeres (Wieringa 1997). Cuando se entiende el poder masculino en clave institucional y no sólo en términos de relaciones interpersonales, pueden apreciarse mejor los prejuicios de género implícitos en las reglas y prácticas de las diferentes instituciones sociales. Kabeer señala que “la franca discriminación o las conspiraciones patriarcales son innecesarias cuando el privilegio masculino se puede garantizar simplemente poniendo en marcha procedimientos institucionales de rutina”. Abundando en este planteamiento Longwe (2000) ha analizado cómo se “evaporan” las políticas de género en las agencias del desarrollo, entidades a las que define como “reductos de dominio masculino… llenas de rasgos masculinos, implícitos en los valores, la ideología, la teoría del desarrollo, los sistemas organizativos y los procedimientos”. El elemento clave para conservar el dominio masculino en estas instituciones es que sus intereses y normas permanezcan invisibles, lo que puede lograrse por ejemplo, utilizando un vocabulario técnico que impide reconocer las contradicciones entre el discurso favorable a la igualdad y las prácticas alejadas del mismo, o abordando las cuestiones de género como una preocupación secundaria relacionada únicamente con la eficiencia de un proyecto, o limitando la mejora de la posición de las mujeres a la satisfacción de sus necesidades básicas. En este sentido, las agencias de desarrollo no son políticamente neutrales dado que desempeñan, mediante el ejercicio del poder oculto, un papel importante en la reproducción social del dominio masculino.
C) El poder invisible (el poder de negar los intereses ajenos) La tercera forma del poder considerada por Lukes tiene relación con el conflicto no observado, es decir, con las tensiones que se producen cuando se niegan intereses reales de la gente, incluso cuando tales intereses ni siquiera son reconocidos por las personas afectadas. Este tipo de poder implica que alguien consigue sacar adelante sus propios intereses impidiendo que su potencial oponente se de cuenta de que existe un conflicto de intereses. Según León (1997), este es el poder más penetrante porque evita la expresión del conflicto y hace imposible que se conciba una situación diferente. 9 “El más efectivo e insidioso uso del poder es evitar, en primer lugar, que el conflicto surja… al formar las percepciones de la gente, las cogniciones y las preferencias de una manera tal que ellos acepten su rol en el orden de cosas existente porque no pueden ver o imaginar una alternativa, o porque lo ven natural e inmodificable, o porque lo valoran como si contuviera un orden divino y benéfico” (Rowlands 1997).
El poderoso puede ganar conflictos manipulando la conciencia de los menos poderosos para hacerles incapaces de desear una situación diferente, sea porque no ven el conflicto, porque aceptan la legitimidad del orden establecido, porque están resignados a su suerte o porque no consideran posible transformar su situación. Sen (2000) se ha referido a este poder cuando analiza la naturaleza del “conflicto cooperativo” que caracteriza a los hogares y concluye que las mujeres, particularmente en sociedades tradicionales, tienen dificultades para tomar en cuenta su propio bienestar cuando abordan sus intereses personales en el escenario familiar. En términos más generales, este autor ha planteado que aunque los grupos desposeídos puedan estar acostumbrados a la desigualdad, no tener conciencia de las posibilidades de cambio social ni esperanzas de mejorar sus circunstancias, “las verdaderas privaciones no se evaporan por el mero hecho de que, en el cálculo particular utilitarista del cumplimiento de la felicidad y el deseo, la situación socioeconómica de la persona desposeída pueda no parecer particularmente desventajosa”.
Clara Murguialday Martínez
https://www.vitoria-gasteiz.org/wb021/http/contenidosEstaticos/adjuntos/es/16/23/51623.pdf
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