La autoestima es una dimensión de la autoidentidad marcada por todas las condiciones sociales que configuran a cada mujer y, de manera fundamental, por la condición de género. Conformadas como seres-para-otros, las mujeres depositamos la autoestima en los otros y, en menor medida, en nuestras capacidades. La cultura y las cotas sociales del mundo patriarcal hacen mella en nosotras al colocamos en posición de seres inferiorizadas y secundarias, bajo el dominio de hombres e instituciones, y al definimos como incompletas.
Así pues, nuestra autoestima se ve afectada por la opresión de género y es experimentada en la cotidianidad como la discriminación, la subordinación, la descalificación, el rechazo, la violencia y el daño, que cada mujer experimenta en grados diversos durante su vida. Es evidente el cúmulo de desventajas que derivan de la real supremacía de los hombres y de la posición subordinada de las mujeres en la sociedad. El enorme poder de los hombres y de las instituciones sobre todas las mujeres -poderosas o pobres, educadas o analfabetas-, daña la autoestima de las mujeres Este daño se convierte en marca de identidad femenina sobre todo cuando se cree en la natural precariedad de género o, por el contrario, cuando se cree que la igualdad entre mujeres y hombres es real.
Por caminos diferentes, las dos creencias conducen a las mujeres a su propia desvalorización y a la experiencia constante de estar expuestas a la injusticia sólo por ser mujeres. La autoestima se integra también con la valoración, la exaltación y la aprobación adjudicadas a las mujeres cuando cumplimos con los estereotipos patriarcales de ser mujer vigentes en nuestro entorno y además aceptamos el segundo plano, la subordinación y el control de nuestras vidas ejercido por los otros. Corresponder con los estereotipos y ser valoradas como bien portadas, muy trabajadoras, jóvenes eternas, bellas escultóricas, silenciosas admiradoras de los hombres, obedientes e inocentes criaturas en las parejas, las familias, las comunidades y el Estado, produce en la mayoría de las mujeres estados subjetivos de goce y autovaloración por el cumplimiento del deber y por la aceptación personal y social. El prestigio de género, sintetizado como ser una buena mujer o estar muy buena, es una fuente muy importante de la autoestima femenina
Sin embargo, como seres sincréticas, todas las contemporáneas somos definidas, además, por la modernidad de género. El estereotipo social y los modos de vida sociales construidos a lo largo del siglo XX nos asignan un conjunto de valores identitarios que definen una nueva dimensión del deber ser simultáneo al enunciado más arriba: el de ser afirmadas e independientes, educadas, trabajadoras, económicamente independientes y comprometidas en la participación social. Nuestro deber es hoy desarrollamos y avanzar en nuestras vidas a estadios económicos, sociales, culturales y políticos superiores y ascendentes.
Las mujeres modernas somos convocadas a ser ciudadanas con derechos (limitados), y con altas responsabilidades personales sociales y políticas, así como a contentarnos con pocos y menores poderes en las relaciones personales, en nuestro desempeño y en las instancias políticas de la sociedad. Más aún: a las contemporáneas progresistas nos constituye la relación entre una ética del bien y una política de libertades acotadas. Y esta doble configuración impacta la autoestima como experiencia constante de discernimiento en la toma de decisiones y la experiencia de falta de libertades.
La construcción moderna de género da las bases para que cada mujer se individualice, pero no del todo; para que se afirme sin autonomía en una sociedad donde prevalecen la desigualdad y las inequidades de género articuladas con otras, surgidas de las condiciones nacional, de edad, de clase, de etnia, de salud, de casta y de raza. La articulación de estas condiciones históricas se conjuga en las mujeres particulares, con características simultáneas de avance pero también de inequidad derivadas de las condiciones lingüística, religiosa, ideo.lógica o política. A ellas se suman las pautas que marcan los modos de vida definidos por la ruralidad, la vida urbana, la fronteriza, la capitalina, la provinciana, la pueblerina, la aldeana, la desértica o la selvática, la costera, la montañosa o la lacustre.
El inventario no se agota aquí: incluye, desde luego, las pautas derivadas del estado de salud, de la precariedad y las debidas a la enfermedad, en las variadas necesidades especiales, y a la posesión o la carencia de los recursos sociales y culturales de la modernidad. Las inequidades contenidas en la pobreza, la violencia cotidiana o la guerra, se funden con las implícitas en el estado de pertenencia y el tipo de vida cotidiana de las migrantes, las desplazadas, las avecindadas, las encarceladas, las hospitalizadas, las mujeres en servidumbre, las mujeres sin hogar, las mujeres en prostitución, las ilegales.
Como es evidente, todas las inequidades son de claro signo patriarcal. En cambio, los avances se desprenden de la eliminación de condiciones patriarcales de vida. El mundo en el que vivimos es sincrético y complejo, y no ofrece a las mujeres suficientes oportunidades para el propio desarrollo. En comparación con los hombres, es evidente la profunda discriminación de las mujeres en cuanto al desarrollo personal. Más aún, el tipo de relaciones con los hombres, los lugares y las funciones de las mujeres en las familias y en la sociedad obstaculizan e impiden el pleno desarrollo de las mujeres. Las condiciones hegemónicas imponen, aún a las mujeres que tienen mejores condiciones de vida, una instrumentalización y un horizonte limitado y en sujeción.
Esta condición política de género de las mujeres incide radicalmente en la falta de libertad de las mujeres y en la definición identitaria de las mujeres como seres-nolibres.
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