En casi todas las áreas científicas y de las humanidades, las feministas han formulado severas críticas al sexismo presente en las obras clásicas de los pensadores desde el siglo XVII hasta la actualidad. Eva Figes publicó en 1972 el libro Actitudes patriarcales, donde resaltaba que los grandes personajes de la tradición intelectual occidental tienen como denominador común su menosprecio hacia las mujeres, con distintas manifestaciones: la infantilización, las afirmaciones mnisóginas, la "invisibilización", el establecer a los hombres como norma para todos los seres humanos, etc. Sally Slocum (1975) Y Nancy Tanner y Andrea Zihlman (1976) argumentaron que en el modelo androcéntrico del hombre cazador, formulado sobre todo por los neoevolucionistas Elman Service, Marshall Sahlins y Julian Steward, se sobrevalora la cacería mayor (actividad masculina) y, por lo tanto, se llega a una visión falsa de la evolución humana, en la cual se ignora el peso de la recolección y las relaciones progenitora-hijo-hija en el surgimiento de la cultura. Carmen Diana Deere (1982), Magdalena León de Leal (1980) Y otras estudiosas del desarrollo rural señalaron que en la mayoría de las investigaciones sobre el campesinado, se había ignorado la contribución directa e indirecta de las mujeres a la producción agrícola, al dejar de lado los servicios brindados a los peones y el procesamiento de los productos. Con un argumento similar, muchas economistas y sociólogas han sostenido que no se puede entender la acumulación del capital sin tomar en cuenta la reproducción de la fuerza de trabajo, actividad que en gran medida recae sobre las madres-amas de casa. Naomi Weisstein (1971), en un ensayo sobre psicología, planteó que la disciplina había fabricado una conceptualización totalmente equivocada de la mujer, y por lo tanto inadecuada para abordar los problemas de aquélla. Carol Gilligan (1979, 1982) observó que Kohlberg había partido de una norma masculina (los datos "aberrantes" de las mujeres interpretados como indicador de su inmadurez), por lo que su teoría era incapaz de interpretar el desarrollo de la moral de las mujeres. Joan Kelly-Godol (1976) cuestionó si las pautas típicas para la periodización en la historiografía partían de un sesgo masculino; se preguntó, por ejemplo, si el descubrimiento y acceso generalizado a los anticonceptivos efectivos marcó un hito en la historia de las vidas de las mujeres, quizás de mayor relevancia que otras revoluciones científicas o tecnicas.
Críticas similares se registraron en todas las disciplinas, donde los estudios habían violado las propias normas del método científico al permitir que sus prejuicios interfirieran en el proceso de Investigación. Se subrayó que los resultados de éstos fueron teóricacamente deficientes, sin poder explicativo ni de predicción.
Críticas similares se registraron en todas las disciplinas, donde los estudios habían violado las propias normas del método científico al permitir que sus prejuicios interfirieran en el proceso de Investigación. Se subrayó que los resultados de éstos fueron teóricacamente deficientes, sin poder explicativo ni de predicción.
Cabe preguntar por qué. ¿Machismo contundente o, en el mejor de los casos, una falta de sensibilidad de los hombres? ¿La ausencia de mujeres en el quehacer científico? ¿Problemas inherentes al propio método científico? Se han ofrecido distintas respuestas a estas preguntas.
Se ha enfatizado el contexto social, político e histórico en el cual se produce el conocimiento. Helen Longino (1990) Y Donna Haraway (1989) han subrayado los valores sociales que orientan y permean las comunidades científicas. Otras autoras (Ladner, 1971; Lowe y Benston, 1991; Smith, 1974) han sido más radicales en su crítica, al plantear que los guardianes de las disciplinas académicas comparten estos valores y tienen intereses políticos y económicos que los llevan a sofocar voces disidentes.
En este debate, algunas feministas han considerado que las ciencias (sobre todo, las exactas y naturales, y en menor grado las sociales) eran cotos masculinos que excluían a las mujeres.s o donde las mujeres estaban presentes de manera minoritaria, razón por la cual, hasta la fecha, su aporte pasa desapercibido. Longino y Hammonds (1990: 164) indican que en los Estados Unidos el 96% de los físicos y el 98% de los ingenieros son varones.
De acuerdo con las cifras proporcionadas por CONACYT (1994: 42), el 92% de las y los investigadores nacionales en el campo de la ingeniería y la tecnología aplicada son del sexo masculino. Sobre todo Fox Keller, (1985) ha señalado también que el mismo lenguaje de la ciencia demuestra la identificación metafórica de la investigación con la conquista sexual masculina. Helen Longino, Donna Haraway y Anne FaustoSterling, entre otras, argumentan que el contexto en el cual se produce la ciencia determina las preguntas que se formulan, las maneras a través de las cuales se abordan y las respuestas que se ofrecen.
Por lo general, las feministas muestran cierta convergencia con científicos como Kuhn, Feyerabend y Toulmin, quienes han cuestionado la racionalidad y la objetividad absoluta que supuestamente
caracterizan a la producción del conocimiento científico. En sí, este cuestionamiento no es nuevo, pero ha cobrado más importancia durante las últimas dos décadas. Al igual que George Devereux (1967), Y muchos de los "nuevos etnógrafos" (e.g., James Clifford, George Marcus, Paul Rabinow, etcétera), las feministas han reconocido la intersubjetividad en el proceso de la investigación. Acker, Berry y Esseveld (1991), Bell (1993), Ladner (1971) Y Oakley (1981), entre otras, han planteado que al descartar la pretensión de la objetividad absoluta y estrechar la distancia entre investigadora e investigada, se mejoraron los resultados de estudio. Lowe y Benston (1991) consideran que las metas abiertamente políticas de los estudios de la mujer hacen imposible la objetividad. Por otro lado, observan que la academia descalifica cualquier intento de hacer una investigación encaminada hacia el cambio social, como no sea objetiva ni rigurosa.
Evelyn Fox Keller (1985), al examinar la práctica y el discurso de las ciencias exactas, propone que ni la objetividad estática ni la racionalidad son innatas a los hombres, sino aprendidas; asimismo,
subraya que no son las únicas formas ni las más deseables para acceder al conocimiento. Sin embargo, esta biofísica matemática e historiadora de la ciencia no rechaza el método científico en sí, sino que aboga por una objetividad dinámica y una ciencia no sexista. Anne FaustoSterling (1985), a partir del análisis de los estudios en el campo de la biología sobre las diferencias sexuales y de género, propone que habría que crear una ciencia "buena", no androcéntrica, en la cual se hiciera el esfuerzo por eliminar posibles fuentes de sesgos y violaciones a las reglas del método científico. De manera similar, pero en las ciencias sociales, Margrit Eichler (1988) argumenta a favor de una práctica no sexista de investigación. Las tres autoras aceptan, a fin de cuentas, la posibilidad de aproximarse a la comprensión y la explicación de la realidad a través de una objetividad parcial.
Las discusiones sobre la objetividad han llevado a algunas feministas a hacer propuestas poco fundamentadas, en las cuales se alega que cualquier estudio empírico que busca la verdad (inclusive parcial) es inútil (dado que todo es supuestamente relativo) o bien que cualquier intento de cuantificación es una "práctica patriarcal" de controlar el mundo, los datos, etc. (al contrario de los métodos femeninos, que serían supuestamente cualitativos y más emocionales).' Lynn McClintock (1994) ha planteado que inclusive los positivistas no eran ciertos a la presencia de elementos subjeti vos en el quehacer científico; la diferencia sería que, desde su óptica, éstos eran considerados no deseables. Esta misma autora propone que ni el empirismo ni el positivismo son inherentemente patriarcales y cita como ejemplo a Mary Astell, quién argumentó por la igualdad de los sexos basándose en el empirismo baconiano; en esta misma línea indica que no hay una relación unívoca entre los hombres, los métodos cuantitativos y la subordinación, para lo cual cita los casos de Harriet Martineau, Florence Nightingale, Beatrice Webb y Jane Addams, investigadoras empíricas y pioneras no reconocidas en el manejo de métodos cuantitativos.
Belenky, Clinchy, Goldberg y Tarule (1986), fundamentándose en los resultados de un estudio empírico sobre la relación entre el género y el conocimiento, concluyen que las mujeres recurren a diversas vías (la intuición, la autoridad externa, la razón) para entender el mundo. O sea que las mujeres no tienen un sólo método, exclusivo de su género, para crear el conocimiento.
Mary Goldsmitli Connellyhttp://www.revistasociologica.com.mx/pdf/3303.pdf
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