Amelia Valcárcel encabeza manifestación y hace el signo de victoria con su mano derecha. |
Amelia Valcárcel el 8 de marzo de 2015 nos recordaba la necesidad de tener presente estas reflexiones : "Este artículo, perdido en alguna revista de esas poco populares, merece guardarse" escribio .
Aqui lo dejamos guardado :
Hace cien años que las españolas entraron en la universidad sin tener que sufrir los obligados y especiales papeleos a que venían siendo sometidas las que lo intentaban. Decenas de instancias singulares: Cada rector tenía que autorizar que se matricularan, en todos y cada uno de los cursos, y cada profesor garantizar que su presencia en el aula no alteraría el orden. Así que aquel glorioso octubre de 1910, las señoritas estudiantes, que sólo habían tenido que cumplir los requisitos de todos los demás, se dirigieron a sus respectivas aulas. Permanecieron en ellas tomando apuntes. Y al salir se encontraron con un selecto grupo de compañeros que las insultaron, persiguieron y apedrearon. Para que no se nos encoja el corazón, se debe recordar que salió en su defensa un hombre del pueblo que asistía estupefacto a aquella demostración viril. Fue un caso muy comentado. Y se saldó con el destierro de Rosario de Acuña, que no era señorita estudiante, porque se atrevió a glosar lo ocurrido en la prensa en términos más bien fuertes. Vueltas que da la vida: unos badulaques apedrean a las primeras universitarias corrientes y es forzada a salir del país para cuatro años una escritora que unía a ser aristócrata, el ser también bastante radical.Cien años. Eso nos pone poco antes de la Primera Guerra. El sufragismo, la segunda gran ola del feminismo, se manifestaba en Europa. Las paradas y desfiles más brillantes se llevaban a cabo en Londres. Las militantes,vestidas de blanco y algunas portando sobre sí los gorros y mucetas que las acreditaban como doctoras, recorrían en ordenadas procesiones cívicas las calles, reclamando los derechos políticos y civiles. Las mujeres europeas querían ser ciudadanas; no eran las únicas, pero avanzaban resueltamente en el camino de la vindicación. El voto no lo conseguirían las españolas hasta treinta años después, en la Constitución del 31. Quien lo habría de lidiar, Clara Campoamor, en este año once tenía 23 años, era auxiliar de telégrafos y vivía como bien podía con su escaso sueldo en una pensión de Zaragoza y estudiaba para obtener el bachillerato por las noches en su más que modesto cuarto.Los derechos civiles tampoco comparecían: las españolas estaban en poder de padres, maridos, hijos y tutores. No podían administrar sus propios bienes, trabajar sin permiso, cobrar su salario sin autorización, no tenían patria potestad, voz pública, ni casi empleos. El asunto de la libertad de las mujeres, se decía entonces y ahora, es de los de ir poco a poco. Pero, como rezaba una pancarta sufragista contemporánea,”Por el camino del poco a poco se va al valle de nunca jamás”. Eso sí: la prostitución estaba perfectamente reglamentada. Las mujeres se dividían en decentes y pellejos. Las primeras estaban para ser respetables y obedientes. De las segundas me parece que no se necesita explicar su utilidad. Los “crímenes de honor” eran cosa corriente que todo el mundo comprendía. De la misma manera que lo era el estupro, el salario mitad que el masculino, el analfabetismo procurado y generalizado, la violencia o el hambre. Dicho sea todo lo anterior sin exagerar un ápice. Eso para las mujeres de las clases bajas. Las clases medias estaban en España en trámite de formación, si bien con ánimo. Y de las altas no cabía esperar demasiadas innovaciones, porque no es lo suyo, con la gloriosa excepción de Emilia Pardo Bazán.Baste con esas pinceladas para marcar la fecha de inicio del siglo qu ese quiere entender. Ahora, si corremos rápidamente a la fecha final, muchas cosas han cambiado. Las mujeres son mayoría en las aulas universitarias. En Occidente votan, eligen y son elegidas para parlamentos que, algunos, intentan ser paritarios. Desempeñan puestos públicos y trabajan también en el sector privado. Tienen amplia formación y bastante capacidad discursiva. Ocupan las calles a cualquier edad porque se han asegurado el tránsito público. Expresan sus preferencias de toda índole. Son la mayor tasa delectoras, de consumidoras de cultura o del alumnado en cursos de verano y de extensión universitaria. Muchas tienen criterio y algunas tienen presencia. Apunto lo anterior porque no siempre coinciden. Pueden en las democracias convertirse en una decisiva fuerza social. Las mujeres pueden convertirse en un grupo autoconsciente. Cien años de avances y paradas En un sistema en movimiento, y nuestras sociedades lo son, lo que n oavanza, retrocede. Y nadie negaría que las posiciones de las mujeres han cambiado, mucho y para mejor, en este último siglo. Las libertades y oportunidades accesibles se han multiplicado. Las nuevas posiciones de las mujeres son la parte más llamativa e innovadora del aspecto de nuestras calles y casas. En esta carrera masiva hacia la ciudadanía han existidos baches terribles, en el caso español nada menos que una guerra civil y cuarenta años de dictadura. No podemos olvidar esos enormes retrocesos. Las libertades y el aprecio de las mujeres como iguales sufrieron severísimos reveses en España. Con el fin del franquismo, en su propio final, se gestó una nueva generaciónque tomó sobre sí el avanzar de nuevo. Y desde la democracia poco se ha parado.Pero no hay laureles en los que dormirse. Se han cosechado escasos y los que hay están demasiado disputados. En el tema de la libertad y la ciudadanía de las mujeres se libra una lucha cotidiana por cada centímetro de respeto. Tras cien años de efectivas conquistas, ante todo las derivadas de la agenda sufragista, la que se propuso alcanzar los derechos educativos y los políticos, se tiene la impresión de que se poseen las apariencias de todo y la sustancia de poca cosa todavía. Se vive, últimamente se oye mucho, en “el espejismo de la igualdad”. ¿Qué hay de verdad en ello? Imagino que un juicio pesimista como el anterior, debe ser explicado. El optimismo en el tema del avance de las mujeres siempre parece obligatorio.Por ello diré que es cierto que estamos mejor que nunca, sí, pero un poco como siempre. Sucede con la ciudadanía de las mujeres que parece sometida a la paradoja de Aquiles y la tortuga. Aquiles nunca la alcanza porque para hacerlo tiene que recorrer la mitad de la distancia que le separa de ella y antes la mitad de la mitad y luego el infinito divisible. Y, mientras lo resuelve, la tortuga sigue además a su ritmo. Pues en cuanto a este tema concierne parece que todo lo que se consigue nunca llena la brecha que existe entre los sexos. Avanzamos, ganamos objetivos y sentimos que hemos llegado a alguna parte, pero quizá no dónde deberíamos estar. De pronto la meta se ha situado un trecho más lejos. Lo que se acaba de conseguir comienza a oler a tierra quemada.¿Hay verdaderas razones para cierto pesimismo? Quizá. Me refiero, por ejemplo, a la contemplación de entristecedor panorama internacional en el que es meridiano y claro que nacer mujer según la geografía de nuestro planeta puede convertirse en una condena al infierno en vida. En un mundoglobalizado, la espantosa situación de las mujeres en más de la mitad de éldeja sin habla. Antes no era tan clara ni tocaba tan cerca, porque queda lejos del corazón lo que no llega a la vista. Pero ahora esa condición humillada de la mitad de la humanidad nos es servida por todos los canales informativos. Ser mujer, nacer mujer en este mundo no es tener suerte. Sigue Platón en lo cierto, que se alegraba porque no le había ocurrido: “agradezco a los dioses haber nacido hombre, no mujer; griego, no bárbaro, libre no esclavo...” El espectáculo resulta amargo y la vida poco confortable. El feminismo es un internacionalismo y sabe dónde habita. Uno de sus deberes es ponerlo de manifiesto.Pero con el pesimismo que se deriva del “espejismo de la igualdad” no me refiero al desconsuelo que proporciona la contemplación serena ydesapasionada del mundo. No. Hablo de la impresión que se tiene en nuestra vanguardia, la que vive en sociedades abiertas, libres, estables y económicamente viables. Tres siglos hace que el feminismo se encaró con la Modernidad para reclamarle justicia. Dos que salió a las tribunas y las calles. Uno que comenzó a recolectar lo sembrado. Pero a cada victoria le sigue un regusto de desazón: lo que se consigue siempre es menor y de otra calidadque aquello que prometía ser cuando se luchaba por ello. Se han llevado acabo esfuerzos ingentes y, sin embargo, se ventea que al menos quedan otrostantos, porque las fronteras parecen moverse sin trasladarse. O viceversa.Todo cambia y todo permanece. La distancia logra rehacerse y busca nuevas marcas. Las excluidas se sienten cada vez más cargadas de razón, de méritos, de títulos, de experiencia, de.. Y, con todo, fuera de la habitación principal. Las que vinieron antes nos dieron las llaves de algo que no hemos logrado hacer nuestro todavía. Si hablamos de poder. Si enumeramos logros, son extraordinarios y alcanzados en escasos dos siglos. Desde el inicio de la Modernidad, el camino de la libertad humana se ha agrandado y vuelto ancho. El feminismo es humanismo. Reclama y aprecia lo que se proponen como bienes y no tolera la exclusión de derechos. Siguiendos u hoja de ruta, la ciudadanía ha sido conquistada, los derechos civiles asegurados, los políticos, ejercidos. Las mujeres no padecen, en nuestra orilla del mundo, impedimentos evidentes. Si hablamos de poder la cosa cambia. Entonces comienzan a operar las barreras invisibles, pero no por ello menos eficaces. El feminismo, hace un par de décadas, les ha dado el nombre de“techo de cristal”. Una de las innovaciones de la teoría contemporánea es interpretar la distancia entre varones y mujeres en términos de poder. Y analizarla en consecuencia. Las anteriores generaciones han ido marcando el paso y alcanzando objetivos, uno tras otro; pero es como si nos hubieran abierto la puerta de una mansión oscura, en la que orientarse sin planos, y de la que se tuvieran que ir ocupando las habitaciones, una por una y con resistencias agazapadas en las sombras. Nadie sabe nunca qué va a encontrar una vez que pase el siguiente umbral. Para deconstruir el patriarcado no hay libro de instrucciones. Y además, se sutura y reconstruye a sí mismo con gran efectividad. Responde acada avance con una finta lateral que sitúa el asunto en un “plus ultra” antes no contemplado. En su núcleo duro no se ha entrado todavía. Al estudiar la naturaleza del poder patriarcal sorprende su difusividad, pero también su resistencia. Comencemos por la primera. Es un tema de valor. Ser varón proporciona ciertas ventajas, no tantas como en el pasado, per otampoco despreciables. Dado que todos y cada uno de los varones se creen con derecho a considerarse y entenderse mejores que todas las mujeres, de ello se desprende que se consideran también superiores a cada una de ellas. Empíricamente será complicado, pero puede hacerse. Muchos quizá no lo lleven al extremo. Pero probablemente piensan que para que reconozcan a una, ésta debe hacer demostraciones especiales de lo que fuere. Y si del más tonto al más listo todos piensan lo mismo, -comparten el entendimiento agente, diríamos en términos averroístas-, la que a todos convenciera está por nacer porque es una imposibilidad lógica. Esta, la no nacida, para que se la aceptara, debería pasar y sobrepasar a todos y cada uno de los varones, individualmente y también como un todo, consiguiendo además de ellos su perfecta anuencia, lo que bien claro se ve que es un imposible. Sería plantear el caso parejo a la inducción completa. Esa mujer no existe y no va a existir. ¿Entonces? Entonces la igualdad de las mujeres se queda en una especie de galantería. Lo que explica que tan a menudo se nombren como “concesiones”lo que desde el campo de la vanguardia feminista se entienden como conquistas. “Se concedió el voto a las mujeres”, por ejemplo, no dice lo mismo que “el feminismo conquistó el voto e hizo real el sufragio universal”. La difusividad del patriarcado hace de cada varón un defensor interesado y de muchas mujeres defensoras inerciales del statu quo. A cada victoria, dada la difusividad del patriarcado, se corresponde con una suturación y reorganización del territorio del poder. Ellas siguen ocupando los tramos inferiores y sólo concurren en los superiores como excepciones. Pero se provee que existan suficientes mujeres que puedan ser ninguneadas o despreciadas. Estas nunca deben faltar. Porque las victorias no son simbólicamente difusivas. Las mujeres, por ejemplo, pueden ser mayoría en el sistema educativo; esa es una victoria que, para ser entendida como concesión, exige visibilizar a las peores .En consecuencia, para mantener la autoestima del sistema en su óptimo, conviene marcar una tipología femenil brutalizada y darle frecuente amparo en los medios. Ello reasegura al sistema. Empero, lo que existe son mujeres reales, dotadas de cualidades y defectos en el mismo modo y cuadratura que sus homólogos masculinos. Con las mismas o muy parecidas calificaciones y motivos para la autoestima. Cuando se pregunta qué animal tiene las orejas de un gato, los bigotes de un gato y las patas almohadilladas de un gato, pero no es un gato…Ya se sabe que la respuesta, que tarda, es que es una gata. Varones y mujeres son tan parecidos que a visitante de otro universo, se le podrían pasar por alto sus diferencias. Pero ellos y ellas no lo creen así. Y para ellos se siguen ciertos beneficios de esa increencia suya, de modo que es de temer que la sigan perpetuando. Le Doeuff, filósofa y amiga que ha tratado de entender estas dinámicas, define al sistema de poder patriarcal como uno que se funda en estrategias de exclusión continuadas que mutuamente se apoyan. Son también estrategias de desvaloración de las mujeres. O, si se prefiere, de basar la propia autoestima en la existencia de las excluidas.
Las seis moradas.
El poder patriarcal es difusivo y resistente. Sus sombrías habitaciones distan de estar bien inspeccionadas. Cada nuevo lugar que se ocupa, tiene medidas poco conocidas y un plano que está por levantarse. Y no se es bienvenida. Mientras las avanzadillas, además, lo ocupan, se produce un proceso de vaciado, lavado de cerebro o síndrome de Estocolmo, a elegir la expresión que se prefiera. Como en todos los temas de poder, los últimos son los primeros en…cerrar el paso a los siguientes. Por eso el poder patriarcal de resistente además de difusivo: cuenta con la adhesión de los becarios, quediría Celia Amorós. Pero, aun en ese terreno de juego tan complicado, algunas batallas se van ganando. Son más de las que se cuentan, porque de esta lucha a brazopartido no suele haber narradores. Pero menos de las que se suponen. Los espacios de poder y los tiempos de lo mismo se toman y se pierden; se toman por poco tiempo y se pierden con facilidad. Se intentan las mujeres abrir paso en el poder en terrenos muy distintos, pero todos relacionados. Empujan en las áreas del saber, la creatividad, la opinión, los medios de comunicación, las empresas, las corporaciones económicas, la religión y poder público y político. Todos son, a día de hoy, frentes activos. En todos ellos las mujeres sufren lo que la profesora García de León llama “discriminación de élites”.Algunos de estos terrenos parece que van admitiendo mujeres, con la consabida táctica del poco a poco, pero no es tan cierto. Se blindan con la excelencia y toleran lo justo para no ser visibilizados, señalados. Las mujeres ocupan esos espacios goteando y los abandonan de la misma manera. Sus marcas desaparecen rápidamente. La prueba es que en varios de esos espacios hace años que las cifras que muestran la existencia de un techo de cristal no cambian, pese a la fuerza de las generaciones entrantes. Cada nueva cohorte de mujeres educada en el espejismo de la igualdad se encuentra con sus sólidas prácticas. Creyendo que estaban ganados, las nuevas generaciones de mujeres empujan anómicamente en todas direcciones. Nadie tiene en sus manos el compás de la agenda. Como siempre que se tapona la subida del talento, éste se pierde lateralmente y se vuelve contra sí mismo.Porque el talento se autoalimenta, se devora, si no tiene donde extenderse y florecer. Es caníbal. Triste espectáculo el del talento herido de algunas mujeres, doloroso al extremo, que no ha triunfado y se las ha llevado pordelante. El malditismo femenino está por estudiarse.
Cien años de victorias sin cronista
En estos espacios de poder, todavía no iluminados y sin adecuada guía de empleo, las mujeres son invitadas bajo la idea que expresó ya el Papa Wojtyla. No son dueñas ni habitantes de pleno derecho; son “presencias amigas”. Eso de ser presencia tiene algo de fantasmal. Una presencia es algo a quien, sin embargo, se pueden pedir favores cotidianos de toda índole. El almirante no sabe nada de los remeros; son “presencias remantes” que no es necesario conocer ni reconocer para saber hacia dónde conducir la flota a la batalla. Así con las mujeres: del hecho de que se aproximen a esos espacios o los intenten habitar no se sigue que se les permita decidir sobre ellos o sus fines. No está en su evanescente derecho. Las “presencias” no tienen el estatuto impenetrable de los cuerpos a los que hay que evitar `porque reposan firmemente sobre sus pies. Deben amoldarse al paso de las que ya llegaron hace décadas, aunque a la sala de máquinas: “Me gustas cuando callas”. Si tales espacios llegaran a ser paritarios, su prueba del algodón sería la memoria compartida y el subsecuente cambio de canon. Pero eso, de momento, no ocurre. Bien al contrario: cada día se edifican y re edifican canon tras canon y en cada uno de ellos, desde los episódicos a los que tienen pretensiones de resultar más duraderos, las escasas excepciones que han conseguido figurar, entran un día, y, como la rosa, desaparecen. No habían sido recibidas para que se quedaran. Los tiempos son paritarios, porque lo exige la justicia, pero los modos siguen siendo los de la dinámica de las excepciones. La mujer excepcional es una quiebra relativa en la lógica patriarcal, que la admite también sólo por excepción. Pero no perdura, precisamente porque lo es. De ahí que algunas mujeres se resistan a esta lógica pretendiendo cumplirla. De ahí que insistan en la salvación individual, en “que valen”, en que quieren que se les reconozcasu valía sólo a ellas, sin más hipotecas paritarias. Pero no funciona. Valdrán ellas, es la parte en la sombra, pero no todas. Y les cabe el destino final que les quepa a todas porque no pueden evitar ser lo que son. Viene todo ello de la propia naturaleza del poder que se disputa, que es un poder genérico, por lo tanto, difícilmente negociable desde el punto de vista individual. Y, desde luego, difícil todavía de negociar desde el colectivo femenino. Las mujeres, no sólo en Europa o en América, en el planeta entero están cambiadas. Forman una “totalidad bullente” y nueva en la que casi ninguna hace lo que vio hacer a sus ancestras. Muchas arrancan cada día un infinitésimo de libertad. La que se ha heredado también consta de ellos. Para llegar a este estado actual de relativa ciudadanía muchas tuvieron que ganar infinitésimos de libertad. Llamo así a esas pequeñas libertades y respetos que cada mujer tiene que negociar y ganar día a día allá donde esté. Porque aqu nadie regala nada. Cuando esos infinitésimos, de tiempo en tiempo, se integran, aparece el salto y se amplía la libertad común.
Cien años de luchar contra mentiras interesadas.
Cuando se estudian los carteles sufragistas en muchos se observa que hay un tema recurrente: el feminismo lucha contra la hidra de la prensa. Aveces también oímos que el feminismo tiene mala prensa. Y desde luego es bien cierto que no la tiene especialmente a su favor. Se entiende que algo que ahora ocurre viene sucediendo desde el inicio. Todavía hoy es frecuente que algunas personas se pregunten por qué la palabra feminismo está mal connotada. Yo suelo responder que porque está vivo. Lo está, cierto, pero no tiene el reconocimiento que merece. No tiene nada de qué avergonzarse y ha tenido que ir consiguiendo sus victorias en medio de grades trabajos para luego soportar que se clasifiquen de concesiones al sentido común. Desde sus inicios así va esta causa. Tenemos un mundo paralelo en el tiempo en el que comprobar cómo era hasta hace bien poco nuestra situación. Un mundo con elque podemos medir los pasos que hemos ido dando. Sólo hace falta mirar fuera de Occidente. El nuestro es otro, pero se quiere que lo comprendamos sin su motor, por así decirlo, escondiéndolo. Asistimos a la mezcla de irreflexión y mala fe. Porque por medio del feminismo no sólo se han logrado derechos y libertades, sino que también sus protagonistas han alcanzado felicidad y satisfacciones. En esa grande y hermosa causa lo mejor para cada militante es el resultado lateral, la lucha misma por devenir un ser humano pleno. Implicándose en ella muchas mujeres y algunos varones han conseguido hacerse parte de una élite que camina en la vanguardia de los valores. Hay al menos un siglo de esa marcha para celebrar. ¿Cien años de igualdad? ¡Ya quisiéramos! Cien años de trabajar por ella, en una cadena de relevos, y cada vez con la frente más alta, como nos imaginaron quienes la comenzaron. Con las llaves heredadas de los desafíos que nosotras tenemos que ganar. Esa es ahora nuestra agenda. Entrar en todos y cada uno de los ámbitos del poder, la autoridad, el respeto. A estas puestas nos colocaron quienes nos consiguieron los derechos educativos, civiles y políticos. Gracias les sean dadas. Los próximos pasos son nuestros.
Amelia Valcárcel**Amelia Valcárcel y Bernaldo de Quirós (Madrid, 16 de noviembre de 1950) es una filósofa española.
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