Hoy en día, la inmensa mayoría de quienes cosen la ropa que vestimos son mujeres que trabajan en condiciones precarias, muchas de ellas en los países más pobres del mundo. La globalización podría ser un gran motor de desarrollo que proporcionase empleos decentes para ayudar a salir de la pobreza a millones de mujeres, mejorando su salud, asegurando el futuro de sus familias y dándoles la parte que les corresponde de los beneficios del comercio global. Pero esto no está ocurriendo.
La globalización ha aumentado la competitividad comercial. Las empresas no tienen fronteras y buscan aumentar al máximo sus beneficios disminuyendo los costes. Las grandes firmas y cadenas encargan la parte del proceso que necesita mayor cantidad de mano de obra (el corte, confección y acabado de las prendas) a talleres externos a ellas, situados allí donde los costes laborales son más bajos.
Las firmas buscan aumentar su cuota de mercado y para ello cambian sus escaparates con frecuencia, realizan diseños que responden a los gustos inmediatos de los consumidores y ofrecen precios más competitivos. La presión que las cadenas de moda ejercen sobre sus proveedores para producir ropa de calidad a menor precio y más rápido se desplaza inevitablemente hacia los trabajadores –en su mayoría mujeres- en forma de largas jornadas laborales, mal pagadas y sin derechos.
Muchas de las mujeres que cosen la ropa que vestimos no pueden cubrir las necesidades básicas de sus familias, ni tienen baja por enfermedad o maternidad. Se les niega el derecho de sindicación, carecen de contrato laboral, pocas cuentan con un seguro sanitario y menos aún pueden procurarse una pensión para la vejez.
Adaptado de “Moda que aprieta. La precariedad de las trabajadoras de la confección y la
responsabilidad social de las empresas”. Informe de Intermón Oxfam
http://platea.pntic.mec.es/curso20/24_elcine-iniciacion/1.pdf
fotografia de Brangulí ( actualmente en Sala de Exposiciones Hospedería Fonseca Universidad de Salamanca )
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