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martes, 31 de diciembre de 2013

LA CONSTRUCCIÓN DEL ARQUETIPO FEMENINO




Las mujeres nos preguntamos porque ese menosprecio a nuestra persona, porque esos valores machistas que impregnan la sociedad ? Porque ese pretender permanentemente pensar que somos menores de edad y negarnos el derecho  a gestionar nuestras vidas
La respuesta esta en la educación que se dio o se nos quito 
 Reflexionamos aquí sobre la construcción del arquetipo femenino en España en el XIX . ¿ Cuanto de este arquetipo sigue en el país y en el mundo?
Lo primero que queremos poner de relieve es que, a pesar de que las actividades permitidas o prohibidas variaron ostensiblemente de una época a otra, existió, en cambio, un concepto que no se alteró durante siglos. Nos referimos a aquel que señalaba el lugar que correspondía a la mujer: tanto en su infancia como en su madurez, fuese joven o vieja, casada o soltera, la mujer tenía asignado un sitio para el desempeño de sus labores. Porque lo esencial en el pensamiento de los siglos que van del XVII al XIX era que “la mujer ideal” debía asumir que en el hogar se hallaba ‘su lugar en el mundo’; era en él en donde tenía que mostrarse discreta, hacendosa, ahorradora…; y a estos rasgos se le sumaría, llegados al siglo XIX, el de ilustrada.
Tal pensamiento quedaría firmemente rubricado con la concepción esencialista de la naturaleza humana que Rousseau  concibió. En efecto, Emilio y Sofía poseen rasgos esenciales diferentes acordes con su naturaleza sexual diferenciada; argumentación en cuya base se sustentaba que la naturaleza femenina era inferior a la masculina y, por ende, justificable su subordinación.
Los espacios público y doméstico-privado quedaban escindidos y asignados en función del sexo. Este modelo se correspondió con el nuevo modelo social, esto es, el de la burguesía y el de la mujer burguesa, madre y esposa. Por el contrario, las mujeres de los estratos más deprimidos económicamente, como por ejemplo, las mujeres campesinas que se veían obligadas a trabajar debido a sus escasos ingresos, no fueron tenidas en cuenta, no encajaban, por lo tanto, en el modelo de mujer ideado por la gran mayoría de pensadores de los siglos XVIII y XIX.
El icono femenino de mayor expansión en los discursos académicos y medios de comunicación a mediados del XIX fue el de la mujer como “ángel del hogar”, respaldado por un rígido sistema patriarcal de valores orientado a someter a las mujeres a la sumisión y obediencia al marido, al tiempo que este ideal constituía un modo de preservar la institución burguesa más preciada: la familia.
En el último tercio del XIX y comienzos del XX, las transformaciones económicas y sociales que acontecieron en Europa y, aunque en menor grado, también en España, demandaron mano de obra femenina y, por lo tanto, la incorporación paulatina de las mujeres al mercado laboral. En este contexto, se incluirían las vindicaciones de mujeres como Concepción Arenal y Pardo Bazán, quienes defendieron para las mujeres, contraviniendo a los pensadores de su época, la compatibilidad entre los quehaceres domésticos y el cultivo de su inteligencia; esto es, la necesidad de no considerar a las mujeres inferiores a los hombres.
 M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)
http://www.um.es/tonosdigital/znum14/secciones/estudios-2-casada.htm

lunes, 30 de diciembre de 2013

LA AUTONOMÍA EN LA MUJER




Concepción Arenal intenta demostrar las contradicciones en las que incurren no solo las leyes, sino también algunos fisiólogos de la época e incluso las costumbres de un gran sector de la sociedad en lo que a derechos y capacidad de las mujeres se refiere. En su libro La mujer del porvenir,[33] la escritora rebate a los fisiólogos la defensa que estos hacen en torno a la inferioridad orgánica de las facultades intelectuales de las mujeres. El Doctor Gall, por ejemplo, citado por Arenal, sostenía que el cerebro de la mujer estaba menos desarrollado en su parte anterior-superior, y por ello, por lo común, las mujeres tenían la frente más estrecha y menos elevada que los hombres. “Las mujeres –señalaba-, en cuanto a sus facultades intelectuales, son generalmente inferiores a los hombres”.[34]
 Concepción Arenal, por su parte, efectúa una crítica bien argumentada de la teoría del doctor Gall para concluir que este de ningún modo demuestra la inferioridad orgánica de la mujer:

“La diferencia intelectual sólo empieza donde empieza la de la educación. Los maestros de primeras letras no hallan diferencia en las facultades de los niños y de las niñas, y si la hay, es en favor de éstas, más dóciles por lo común y más precoces”. (P. 110)

Una de las consecuencias de que se impida que se puedan equiparar las facultades intelectivas de hombres y mujeres y de la supuesta inferioridad de la mujer, señala Arenal, es que a esta se la rebaja en el orden moral; de ahí que la legislación la tratase como a un menor.
Como forma de rebatir a los moralistas de la época, que defendían la incompatibilidad entre los quehaceres domésticos y el cultivo de la inteligencia, Arenal, para las mujeres, vindica el ejercicio de ambas tareas. Argumenta que la niña, y luego la joven, recibe una instrucción que le sirve de muy poco, dado que lo que adquiere son habilidades que apenas va a necesitar. ¿Qué hace la niña desde que es susceptible de recibir instrucción hasta que se casa?[35] Habilidades que generalmente olvida tras el matrimonio. De modo que “ha gastado muchos años de su niñez y juventud y algún dinero, a veces bastante, para aprender lo que primero no le sirve de nada, y después olvida”. Consecuencia de ello es que carece de ocupación formal, y por ello se aburre. La lectura de novelas, “muchísimas novelas” es su única educación intelectual.

En su libro La mujer de su casa, escrito en 1881, Arenal aborda el tema de la educación sedentaria dada a las niñas, proyección de su futuro como amas de casa (“La mujer casada, la pata quebrada”.). Considera un error la prohibición de que las niñas tengan “juegos de muchachos”, y se les aconseje estar sentadas, ya que esto impide que se desarrollen sus músculos y se ejerciten sus fuerzas. Al poco aire, poca luz y movimiento, hay que agregarle el régimen propio de toda señorita del uso de trajes incómodos y calzado que le impide andar. La combinación de “las rancias preocupaciones españolas con los figurines franceses, privan a la mujer del indispensable ejercicio, y la atavían de manera que son un ataque permanente a la estética y a la higiene, y hasta al sentido común, porque hay ocasiones en que las señoras más parecen grandes muñecas con malos resortes que personas racionales”.[36] (Pp. 249-250)
Arenal está convencida de que la joven ha despilfarrado los primeros y mejores años de su vida sin hacer nada útil ni pensar en nada grave, y, consecuentemente, “tiene la veleidad y la ligereza propias del que no se emplea en nada serio”. Los hábitos que ha adquirido son los de holganza intelectual, que le imposibilita para cualquier “trabajo del espíritu”, así como todo cuanto exija esfuerzo y perseverancia. Finalmente, “el entretenimiento” parece ser el único horizonte para la joven.
De nuevo constatamos algunas coincidencias entre los diferentes autores en determinadas preocupaciones; esto es, los resquemores que provoca la ociosidad o entretenimiento, pilar combatido en las distintas épocas.
En esta línea, cuando Arenal aborda el gobierno de la casa, concluye: “No creemos que sepa gobernar la casa quien no sabe gobernarse a sí misma”. Como ejemplo, señala:

“Es muy común en las jóvenes bien educadas y llenas de habilidades, no coser bien un punto a una media, ni hacer un zurcido, ni echar una pieza, y, lo que es peor, difícilmente tendrá espíritu de orden quien tiene poca fijeza en sus ideas y base poco estable para sus juicios”.

Y, en contra de lo sostenido por Pardo Bazán, Arenal afirma:

“Las grandes señoras y las señoras ricas no gobiernan su casa, ni aun suelen dirigirla. Semejante ocupación es para las mujeres de la clase media y las pobres; estas trabajan muchas horas del día y de la noche para ganar pan, y les quedan pocas horas para el gobierno de la casa”. (P. 174)

Otro de los argumentos falaces esgrimidos en la época para no ofrecer  instrucción a la mujer es el hecho de que esta se haría más varonil, perdería la dulzura y suavidad, el encanto de su sexo; en tal caso, perseguiría arrebatarle la autoridad al padre de familia. En su respuesta, la escritora demuestra ser hija del pensamiento histórico del siglo XIX, el cual adolece de un sesgo sexista en lo referente a la concepción de los sexos. Estos son concebidos diferenciados “por naturaleza”, y por consiguiente, también sus valores. Así, Arenal estima que la mujer posee todas aquellas virtudes propias de su feminidad: la abnegación; también la sensibilidad. Enfrentada a ella, los valores del hombre se hallan mediatizados por su fortaleza física y de carácter; en consecuencia, su autoridad en el hogar y en la familia ha de estar fuera de todo cuestionamiento. Aunque extensa, nos parece que la cita clarifica cuanto hemos tratado de resaltar:

“Pero, en fin, ¿quién mandará en la casa, quién será el jefe de la familia? Mandar despóticamente, no debe mandar nadie; tener fuero privilegiado, no debe tenerle ninguno, ni tampoco hacer concesiones de gracia y andar en tratos con la justicia, porque la justicia no se suple por ninguna cosa, ni sobre ella hay nada. Pero el hombre es físicamente más fuerte que la mujer; es menos impresionable, menos sensible, menos sufrido, lo cual le hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por consiguiente eterna, en el hogar doméstico.
La mujer, que ha de ser madre, ha recibido de la naturaleza una paciencia casi infinita, y debiendo por su naturaleza sufrir más, es más sufrida que el hombre. Su mayor impresionabilidad la hace menos firme; su sensibilidad mayor la hace más compasiva y más amante. Por más derechos que le concedan las leyes, la mujer, a impulsos del cariño, cederá siempre de su derecho; callará sus dolores para ocuparse en los de su padre, su marido o sus hijos; la abnegación será uno de sus mayores goces; dará con gusto mucha autoridad por un poco de amor y suplirá con la voz dulce y persuasiva que Dios le ha dado, la fuerza que le negó. No queremos ni tenemos conflictos de autoridad en la familia bien ordenada, de que el hombre será siempre el jefe, no el tirano”.

         La escritora acepta y reafirma una serie de estereotipos masculinos y femeninos, en virtud de la “naturaleza de los sexos”, estereotipos orientados a completar y a armonizar al hombre y a la mujer. Siguiendo de este modo los pasos del pensamiento de la época, que solo entiende la armonía y convivencia entre los sexos a partir de una oposición o bipolarización de cualidades, de actitudes estereotipadas socialmente. En cambio, Arenal si se enfrenta al pensamiento de su época para defender la inteligencia en la mujer, como elemento clave para su reivindicación de instrucción femenina y posterior emancipación de la mujer: cuanto más semejante sea la inteligencia de hombre y mujer, más armónica será su convivencia: “Son naturales, y por consiguiente eternas, las diferencias de carácter necesarias para la armonía, porque (y nótese esto bien) las de la inteligencia no contribuyen a ella, sino que, por el contrario, la turban”. (Pp. 168-169)
         En términos semejantes a Concepción Arenal se manifiestan otras voces femeninas de la época. Así, entre algunas opiniones reflejadas en los periódicos de la época, María de la Concepción Gimeno, por ejemplo, en La moda Elegante Ilustrada. Periódico de las Familias subraya:

“Deseo comprendais el espiritu que me anima al escribir este artículo, galantes lectores: quiero revelaros que moralmente se halla la mujer á vuestra altura; quiero nuestra emancipación, pero únicamente en las esferas de la inteligencia; quiero á la mujer cosmopolita de los mundos del arte y de la ciencia; la quiero ante todo madre: y no lo dudeis, será vuestra esposa y buena madre si recibe una ilustración que le rasge la venda fatal de la ignorancia, el error y la superstición”. (Subrayados nuestros. P. 190)[37]

Para este grupo de mujeres, la batalla a favor de la igualdad entre los sexos se centra en defender el derecho de niñas y mujeres a recibir la misma instrucción y formación intelectual que los hombres, puesto que ello no solo va a beneficiar a las mujeres, sino que va a potenciar la armonía social, la armonía entre los sexos.
Concepción Gimeno trata de romper una lanza en favor de la erradicación de algunos estereotipos de la época:

“Denominar débil á la mujer en nuestra nueva era es un anacronismo [...] El hombre quiere débil a la mujer para ejercer en su hogar un predominio tiránico que le permita calmar, ya que no extinguir, la febril ansiedad, la ardiente sed que siente de una dominación más vasta sobre el Universo.
El hombre quiere débil á la mujer para hacerla su juguete, para explotar su debilidad”. (P. 187)

Gimeno cuestiona este estereotipo para rebatirlo argumentando que las mujeres, si fueran débiles, no podrían asumir la educación de sus hijos.
         Retomando el discurso de Concepción Arenal, otro de los aspectos que denuncia es la doble moral que siguen los hombres de su tiempo, consecuencia de considerar a las mujeres inferiores a ellos:

“Hay una moral para las relaciones de los hombres entre sí, y otra para su trato con las mujeres; [...] con ellas los compromisos, la palabra empeñada, el honor, la gratitud, tienen una significación distinta [...] Un hombre puede ser mil veces infame, y con tal que lo sea con mujeres, pasará por caballero; puede ser vil y gozar fama de digno; puede ser cruel sin que lo tengan por malo. [...] ¿Cómo hay dos criterios, uno aplicable al mal que hacen a las mujeres y otro al que pueden hacerse los hombres entre sí? La razón de esto está en la supuesta inferioridad de la mujer; nada puede ser mutuo entre los que no se creen iguales”. (P. 140)

         En definitiva, Arenal considera un grave error inculcar en la mujer que su única misión sea la de ama de casa y madre porque equivaldría a entender que  por sí misma no puede ser nada más, y aniquilar en ella su yo moral e intelectual. La mujer debe reafirmar su personalidad independientemente de su estado, y soltera, casada o viuda, tiene derechos, deberes y un trabajo que realizar. No deben limitarse las aptitudes de las mujeres ni excluirlas a priori de ninguna profesión:

“Las leyes administrativas y de enseñanza excluyen a la mujer de todos los cargos públicos y del ejercicio de todas las profesiones, como no sea el magisterio en sus últimos grados, la venta de efectos timbrados y de tabaco, que monopoliza el gobierno; algunas plazas de telégrafos y en el servicio de teléfono. Así, pues, los únicos puestos oficiales que la mujer puede ocupar son maestra de niñas, telegrafista y telefonista y estanquera; reina puede ser también; en España no ha regido nunca la Ley Sálica”.[38]  (P. 37)

Son escasas, por lo tanto, las coincidencias entre Arenal y Climent, si acaso un punto de encuentro lo hallamos en la manera que tienen ambos de concebir la naturaleza de los sexos, dado que ninguno de los dos puede escapar al pensamiento de su época, aunque, desde luego, es abismal la distancia en la mirada que cada cual proyecta a la hora de considerar el espacio social que la mujer ha de conquistar.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)
http://www.um.es/tonosdigital/znum14/secciones/estudios-2-casada.htm

domingo, 29 de diciembre de 2013

SE DA DERECHO A LA MUJER A UNA ACTIVIDAD LABORAL




En 1916 se publica El ama de casa (Cultura femenina) de Federico Climent Terrer.[25] ¿Qué cambio se ha producido en la sociedad? ¿Se trasluce esta transformación ideológico-social en el ensayo de Climent? ¿Responde esta obra a las expectativas que se estaban entreabriendo para las mujeres? En su escritura, Climent hace notar el cambio que había comenzado en la segunda mitad del siglo XIX, si bien, desde su perspectiva de varón, con una formación androcéntrica, común a la mayoría de varones y mujeres, solo puede ser portavoz de este cambio en cierta medida. Su educación lo determina a mirar a la mujer más con la mirada del pasado patriarcal, que la había reducido a “ángel del hogar”, que desde lo nuevos planteamientos que perseguían inculcar en las mujeres una cierta autonomía e independencia económica.
Si bien es cierto que la mujer, en su opinión, es un ser diferente al hombre y que esta diferencia le viene impuesta por la naturaleza, hecho que la orienta a responsabilizarse de las tareas de la casa, la crianza de los hijos y el cuidado de los hijos; no obstante, Climent se abre a las nuevas ideas y necesidades sociales que plantean que a la mujer, en pro de las necesidades y circunstancias personales, debe permitírsele su incorporación al mundo laboral. Federico Climent defiende la necesidad de que la mujer de clase media se incorpore al trabajo, lo cual lleva consigo la necesidad de una mejor instrucción escolar, que le posibilite esta entrada. En suma, el autor se hace eco de las demandas laborales de las mujeres, si bien, en el papel de esposa y madre y cuanto tiene que ver con el espacio privado, son leves los cambios que su planteamiento experimenta respecto de los discursos revisados aquí.
Para Federico Climent, la mujer ha de ser percibida como complemento del marido. Ya en su prólogo, el autor se posiciona en relación al lema que defendía en aquellos momentos el feminismo, y del cual él se hace eco para cuestionarlo: “¿la mujer igual al hombre?”. En su opinión, esto no son sino “exageraciones y extravíos”; esta reivindicación es sentida por el autor como una respuesta de desquite “al estado de inferioridad y esclavitud en que siglo tras siglo la tuvieron [a la mujer] en todas partes leyes y costumbres enemistadas con la justicia, no obstante haberla elevado el cristianismo de la condición de sierva a la de compañera”. Por ello, puntualiza que “si la servidumbre entraña inferioridad, la compañía no supone igualdad, sino correspondencia”. En suma, “en las relaciones entre los sexos, contraídas en el orden íntimo al matrimonio y a la familia y dilatadas en el orden social a todas las modalidades de la vida, la mujer no es superior, ni igual, ni tampoco inferior al hombre, es sencillamente su complemento. (P. 12. Subrayados del autor)
En cuanto a la finalidad de la educación en las jóvenes, el autor señala que los trabajos que podría desempeñar una joven, sus posibilidades son mucho más amplias desde el punto de vista legislativo que desde la perspectiva de la práctica cotidiana:

“La ley es en este caso menos restrictiva que las costumbres, pues no hay pragmática contraria a que las mujeres sean bachilleras, licenciadas, doctoras, abogadas, médicas, curanderas, mecanógrafas, tenedoras de libros, comerciantas y aun literatas si a pluma les viene, sin contar lo de maestras, enfermeras y comadronas”.

 Pero la joven se da de bruces con la realidad cuando comprueba que la formación recibida no le resulta útil para desenvolverse laboralmente ni resolverle su futuro:

“Al amparo de la ignorancia disfrazada de sabiduría aprenden las educandas deprisa y al trote a leer, escribir y contar no muy correctamente, y las decoran con unas cuantas taraceas de solfeo, piano, canto, idiomas, dibujo, pintura y otras zarandajas de pensionado, enteramente inservibles, por lo incompletas, en los empeños de la vida”. (P. 17)

Climent juzga que las jóvenes de clase media están “entre el yunque y el martillo”, entre las jóvenes que tienen la economía y, por lo tanto, el futuro resuelto, y las “nacidas en cuna proletaria” las cuales no recelan de emplearse en oficios que “la vanidad repugna por indecorosos”. El punto álgido de la cuestión es puesto al descubierto:

“Así, por falta de sólida educación y del exacto concepto de la vida, fluctúa la mujer de clase media entre apariencias de aristócrata y realidades de proletaria, porque las conveniencias sociales, en nombre del decoro, no consienten que la viuda de un magistrado o la huérfana de un coronel, con pensión más mezquina que jornal de hilandera, soliciten una tabla o se oponga  a vender fruta en el mercado”. (P. 17)

Según se desprende del texto, lo más preocupante para una joven de principios del S. XX es tener que trabajar para mantenerse a sí misma o a su familia. Climent, por su parte, admite lo embarazoso de tal situación, aunque piensa que es preferible a  morirse de hambre:

 “Verdaderamente, es muy violento para las señoritas decentes descender a semejantes modos de vivir por honrados que sean; pero todavía peor es no tener con qué arrimarse a la mesa, y salir a la calle [...] fingiendo posiciones desahogadas, como anzuelo tendido en el mar humano por si picara algún besugo” (Pp. 17-18)

De todas las profesiones, las más convenientes para la mujer “después de la madre de familia”, señala Climent, son la de maestra, secretaria, enfermera, practicante, servicio doméstico, cocinera, camarera, cajera-taquígrafa, vendedora, escribienta, telefonista... Una vez más se constata, por lo tanto, la fuerza que ejerce el pensamiento androcéntrico en el diseño de las profesiones para las mujeres, dado que este continúa proyectando para las mujeres, en el espacio público, el rol de la maternidad; esto es, el de la eterna cuidadora. Esta profesiones propuestas por Climent Terrer como las más adecuadas al sexo femenino, por otra parte, no entran en competencia con las de los varones, y , por consiguiente, son las menos reconocidas y valoradas socialmente, tanto desde el punto de vista económico como de prestigio social.
En suma, Climent subraya que la profesión más apropiada, por la misma naturaleza de la mujer, es la de ama de casa, pero también efectúa un pequeño avance ideológico en el terreno laboral femenino toda vez que juzga un error excluirla del resto de los oficios, desempeñados hasta entonces por los varones:

“Desde luego que la profesión de ama de casa y madre de familia es la mejor adecuada a la mujer, porque a ella parece destinada naturalmente por su sexo; pero, a nuestro entender, el error está en excluir a la mujer de cuantas profesiones, oficios y artes sociales vincularon los siglos en el hombre, consintiéndole tan solo aquellas ocupaciones relacionadas directamente con su sexo. De que la maternidad y el gobierno del hogar sean el más apropiado empleo de la actividad femenina no se infiere que sea el único ni mucho menos que toda mujer haya de ser forzosamente ama de casa y madre de familia, pues aunque todas las mujeres tuvieran manifiesta y decidida vocación al matrimonio, no podría responder honestamente a ella, por la enorme desproporción entre ambos sexos”. (P. 300)

En relación al mundo femenino del aseo y adorno, el autor repite las ideas de sus predecesores de siglos anteriores, proscribiendo el uso de los afeites y cosméticos, símbolos del artificio e incompatibles con la belleza natural femenina: “Los artificios de tocador son como la pendiente del mal, que una vez en ella es muy difícil volver atrás”. (P.182). También el autor proyecta, a través de su discurso, los estereotipos que la tradición ha venido cultivando en torno a la mujer, y que sirven para enaltecerla tanto como para denigrarla:

“La mujer tiene congénita maestría en el luminoso lenguaje de las miradas y con los ojos sabe decir sin desplegar la boca cuanto quiere, piensa y siente. Hay miradas punzantes como saetas de Cupido y otras luminosas y tranquilas como fulgor de lucero. La mujer conoce la valía de esta arma a la par ofensiva y defensiva y la esgrime con grandísima ventaja en las amorosas lides en que su corazón la empeña”. (Pp. 183-184)


El autor finaliza subrayando la importancia de la educación en las mujeres a fin de que estas sepan cumplir mejor su función de madres, así como el valor que esta labor comporta no solo para el futuro de sus hijos varones, sino también para la nación:

“Nuevamente aparece con toda evidencia lo imperioso de la educación femenina para colocar a la mujer en las debidas condiciones de educar a sus hijos desde la primera infancia [...] necesita de este equilibrio resumido en la prudencia la madre de familia a quien Dios confió el sagrado encargo de esculpir el cuerpo y labrar el alma de los hombres de mañana, de los que con su talento o inepcia [sic] han de ser causa determinante del progreso o decadencia de la nación cuyos destinos rijan.
Educar a una niña para ama de casa y madre de familia es labor de más útil rendimiento para la sociedad que dar carrera a diez niños, porque en política y diplomacia, en ciencia y arte, en la prosperidad y la desgracia siempre la mujer tendrá influencia decisiva en el hombre”. (P. 374)

En consecuencia, aunque el autor había defendido en páginas anteriores la inclusión de las mujeres en profesiones, oficios y artes sociales hasta entonces desempeñados en exclusivamente por hombres, se hace evidente que para Climent el destino de la hija es decididamente y por encima de todos los demás el de ama de casa y madre de familia.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)

sábado, 28 de diciembre de 2013

LA MUJER EN EL DISCURSO DE LA MEDICINA Y DE LA PRENSA



 LA CONCEPCIÓN DE LA MUJER EN EL DISCURSO DE LA MEDICINA Y DE LA PRENSA

A lo largo del siglo XIX, la sociedad española se fue estructurando en clases sociales. La burguesía tomó el protagonismo e impuso sus costumbres y estilo de vida como modelo social.
A este respecto, son abismales las diferencias que vamos a encontrar entre las mujeres de las diferentes clases sociales. Entre las mujeres de clases media y alta, sus vidas transcurrían dentro del espacio doméstico. La sublimación de la mujer hasta elevarla a “ángel del hogar” fue un fenómeno que irradió en la mayoría de los países occidentales a lo largo del XIX. Esta conceptualización de origen burgués es la que inspiró a todas las clases sociales, no solo a los estratos populares sino también a los aristocráticos, de modo que aquellas mujeres que no adaptaron su comportamiento a dicho modelo merecieron el rechazo y la crítica moral de los que detentaban el poder.
Tal y como se deduce de lo expuesto hasta ahora, las mujeres de las clases populares no fueron tenidas en cuenta cuando se vino a definir ideológicamente el modelo social de mujer como “ángel del hogar”. No obstante, ello no fue óbice para que las mujeres de los grupos más deprimidos también lo adoptaran como punto de referencia y aspiración personal.
El modelo de “ángel del hogar”, invento del capitalismo liberal burgués, es estudiado por Nancy Armstrong,[16] quien indaga en el origen de este arquetipo de feminidad en el contexto de la sociedad victoriana, en la que rigió la progresiva separación de la Iglesia y el Estado, el laicismo, la pérdida de privilegios de la aristocracia... Pero resulta complicado establecer comparaciones entre ambos iconos de feminidad, dado que, como acertadamente han señalado buena parte de los estudios de género,[17] surgen dificultades cuando tratamos de establecer paralelismos entre la sociedad inglesa y la española en este momento histórico. En España, los procesos de cambio político y económico fueron más graduales, pues continuaron subsistiendo una aristocracia, con protagonismo económico y prestigio social, y una Iglesia católica de enorme influencia. De ahí que haya que profundizar en dicho modelo teniendo en cuenta los prototipos de la época que describen el rol social que ha de cumplir la mujer.
La familia fue el principio fundamental de organización social burguesa. A través de esta estructura se defendía la propiedad privada. Si bien, dicho pilar, como en siglos anteriores, requería de un modelo de mujer adaptado al modelo de familia acorde con el grupo social que exhibía el protagonismo cultural y económico en este momento histórico. La moral del grupo burgués propuso que el arquetipo de mujer fuese el de la decente, pura y casta, controladora de sus pasiones, abnegada y sacrificada. De esclava la mujer pasó a ser reconocida “reina del hogar”, y exaltadas las cualidades de sensibilidad, entrega, emotividad y afecto emanadas de su naturaleza, como señala el discurso médico a través de Jiménez de Pedro: “El amor es el reino de la muger, y por él es soberana árbitra de su vencedor; [...] Su dulzura es su poder y su gloria sus encantos; joyas preciosas con que la naturaleza quiso adornarla”.[18]
De acuerdo con el discurso de la época, la propia constitución física de la mujer con que ha sido provista por la naturaleza la convierten en un ser diferenciado radicalmente del hombre tanto física como psicológicamente:

“La constitución física del sexo femenino proviene de la delicadeza de sus órganos; todo está subordinado á este principio, por el que la naturaleza ha querido hacerla diferente del hombre; no es muger solo por los atributos de su sexo, lo es por todo, [...] Al considerar la delicadeza de su fibra, la blandura del tejido celular y su desarrollo, y las formas suaves y graciosas de esta mitad del género humano, habrá que concederle todos los afectos de humanidad, compasión, caridad, ternura y conciliación, que sostienen la sociedad, unen sus diversos miembros, estrechan mas los vínculos de familia y forman su mas apreciable atributo” (P. 11)

Como se infiere del texto, las actividades de cuidado y protección, de amor y agrado referidas a los demás miembros de la familia, son congénitas a la mujer: “Por su ternura siente la muger la necesidad de interesar, de amar y de agradar; se dirige al corazón, se queja al corazon; protectora constante de la infancia, no hay sufrimiento que no desprecie, ni peligro que no arrostre por sus hijos”. (P. 11)
Sin embargo, esta sensibilidad tan vehemente en la mujer que la hace ser tímida, amable y de dulzura natural, puede conducirla, según Jiménez, a renunciar a ello y a entregarse a las más abominables conductas (criminales, atentados):

“El bien y el mal tienen en ella el mismo origen [...] La debilidad de su sistema nervioso la hace susceptible de estas prodigiosas agitaciones y de las sensaciones mas estremadas. [...] El héroe, el sabio, el verdadero filósofo sabe contener sus pasiones, sujetar su inteligencia, vencerse por la fuerza de la reflexión y del juicio: la muger es en general mucho menos capaz de hacerse dueña de cuanto la afecta, y tiranizada por la sensibilidad está mucho mas espuesta á precipitarse y sucumbir antes que seguir la razón”. (P. 12)

En consecuencia, la mujer es concebida como un ser cercano a la naturaleza, que sigue sus instintos, se deja arrastrar por sus pasiones, pero no es capaz de guiarse por su inteligencia y razón; más imaginativa que creadora, juguete de sus propias impresiones y de su extrema curiosidad, su disposición moral se haya exenta, por lo común, de fuerza, profundidad, perseverancia y todas aquellas sólidas cualidades del hombre. Su frivolidad de gustos y eterna versatilidad de ideas le impiden a la mujer llegar a la perfección en las ciencias y en las artes, opina Jiménez de Pedro, quien sostiene además que mujer y hombre han de complementarse: “Si este [el hombre] debe ser según la naturaleza, magnánimo, franco, generoso, vehemente y valiente; la muger deberá ser, por su parte, tímida, modesta y económica”. ¿A dónde conduce esta división teórica en la concepción de los temperamentos de los sexos?:

Por manera, que el uno debe ocuparse en llevar á cabo grandes objetos y en defender y proteger su familia y el estado contra los males esteriores, y el otro reducido al estrecho círculo de la vida doméstica, interesarse mas especialmente en las faenas de la casa, mostrar los mas dulces cuidados, las atenciones mas oficiosas y una ternura activa y vigilante”. (P. 15)


En consecuencia, la escisión de los espacios entre el hombre y la mujer, a mediados del siglo XIX, continúa siendo justificada por una mayoría de voces, en este caso procedentes del campo de la medicina, alegando las mismas razones que en siglos anteriores, perpetuándose así los arquetipos patriarcales que dictan que la naturaleza y configuración física de los sexos guía a cada uno de estos: al hombre, para que se realice en el espacio público; frente a él, el destino de la mujer es la reproducción y educación de la familia:

“En el hombre todo concurre á lo que puede llamarse vida esterior, porque el vigoroso ardor de su sexo le impone esa ley de expansión asi física como moral; mas en la muger todo debe concurrir á contener, á reunir, sus afectos, sus pensamientos y acciones en un solo foco, es á saber, en la reproducción y la educación de la familia. No son nuestras instituciones las que proclaman esta verdad, sino la naturaleza misma: una esposa no está en su verdadero elemento, en su lugar mas respetable y mas dichoso para ella, si no se halla en donde la llaman sus esenciales deberes: el instinto se lo dicta tambien, porque solo se siente creada para desempeñar este papel, en el que brilla con todo su esplendor y todos sus atractivos”.

Obsérvese la advertencia última del autor con tintes de amenaza hacia el sexo femenino: “[La mujer] solo se siente creada para desempeñar este papel [el de la reproducción y el de la educación de la familia]”, a través del cual se realiza y es reconocida, pero “si no llena su misión, sus mismas virtudes degeneran en faltas que rara vez se perdonan”. (P. 16) Esto es, su vida carece de sentido si no desarrolla su rol de madre, a través de cuyo ejercicio el bello sexo pone de relieve sus excelentes virtudes: “La humanidad, la sensibilidad y la ternura de su alma dulce y compasiva hasta el heroísmo”. (Pp. 16-17)
Resulta de enorme interés comprobar cómo, desde el área de la medicina, Justo Jiménez de Pedro construye unos argumentos que no hacen sino mostrar los pilares básicos en que se ha basado una parte de la sociedad para defender el canon del “bello sexo”. Esta misma línea de argumentación está presente en los periódicos y revistas de la época. Así, en El Correo de la Moda, publicación dirigida a las mujeres, en un artículo de 1877, titulado “La mujer”, encontramos esta concepción de la mujer como ángel, pero también su opuesto, como demonio:

“Hay algo de misterioso y contradictorio en la organización de la mujer, y no es de extrañar que haya sido siempre un objeto de desprecio y de indiferencia para unos, de admiración, de respeto y de la mas entrañable ternura para otros.
Ángel de paz, de consuelo y de beneficencia, la mujer ha recibido en todos tiempos una especie de culto poético de los grandes ingenios; [...] las ideas más sublimes, las más sentidas inspiraciones han sido consagradas á arrebatar la poética imaginación de la mujer, y á inundar de gozo y de consuelo su apasionado y generoso corazon”.

El amor de su corazón estará dirigido a su marido e hijos, esta es la razón de su ser, de su existir: la dedicación exclusiva a ellos. De ahí que se afirme: “No era bueno que el hombre estuviera solo sobre la tierra, y en un momento de piedad y de misericordia el Omnipotente la envió en su consuelo”. Y también: “Nególe el cielo a la mujer la fuerza y la energía física é intelectual que concediera al hombre; pero dotóla en cambio ricamente de una imaginación vivaz y creadora, de un corazon sensible y generoso”. Ella es el ángel que ha de justificar la dureza de carácter del marido, y ha de ser árbitro de su vida moral: “Sus primeras miradas hacen sensible el corazon del hombre, despiertan su ingenio y moralizan sus costumbres”. Y desde luego, la mujer es ante todo cuidadora en los momentos de desgracia, enfermedad...:

“Y cuando la agitación y los pesares de la vida pública, las enfermedades y las desgracias amargan y acibaran los dias del hombre, entónces es, lo repetimos, cuando la mujer tranquila, resignada en su continente, se muestra pródiga de piedad y de beneficencia, y alarga generosa una mano de sostén y de apoyo á la existencia envenenada por el dolor.[19]

Lo que el autor del artículo, Gonzalo Morón, encuentra criticable, vergonzoso, es que existan países y legislaciones que protejan la poligamia. Esto sí es entendido por el autor como esclavitud de la mujer: “Habeis condenado á la desgracia y al embrutecimiento á la más bella de las flores”.[20]
No obstante, en esta segunda mitad de siglo, el clamor acerca de la emancipación de las mujeres fue oído con bastante más frecuencia de lo que muchos hubieran deseado. Buen número de artículos se hicieron eco de esta vindicación de independencia. En La moda Elegante Ilustrada, Periódico de las familias, en carta-respuesta a las demandas de la mujer, un lector, Salvador María de Fábregues,[21] considera subversivas las ideas de aquellas mujeres que creen legal y justa la igualdad de derechos entre los sexos, al tiempo que añade que dichas ideas de emancipación incitan a otras mujeres, las cuales “han de vivir siempre, ó casi siempre, bajo la dependencia de otro sexo, porque así lo dispuso El que todo lo puede”. Fábregues piensa que “la emancipación del bello sexo” es parte de un planteamiento teórico utópico que, aunque en EEUU alcanza cierta atmósfera, no se trata más que de un progreso ficticio que ha logrado deslumbrar a muchas mujeres que han caído en estas redes equivocadamente. De ahí que el emisor de dicha carta formule a su interlocutora y a las lectoras las siguientes cuestiones: “¿Puede acaso la mujer estar emancipada? ¿Sabe usted lo que era ántes que el Cristianismo existiera en el mundo?” A ello responde que la mujer no era más que “un objeto que el hombre podia tomar ó dejar como mejor le pareciera; un mueble que se adjudicaba al mejor postor, y que para que el hombre lo aceptara era preciso muchas veces que se le indemnizara pecuniariamente por ello”. Para señalar el cambio habido con el cristianismo, Fábregues argumenta que el código moral de ese momento califica a la mujer de compañera del hombre; “las leyes civiles tienden especialmente á protegerla poniendo á salvo sus bienes de todo riesgo y contingencia; la Iglesia garantiza por medio de un sacramento su dignidad de esposa y madre”. En suma, “la mujer ya no es cosa: es persona”. No cabe mayor emancipación para Fábregues: “¿Puede por ventura estar ya más emancipada?”, se pregunta. En su opinión, las mujeres de talento que hacen este tipo de demandas tienen su razón ofuscada, “no sabe[n] lo que piden”, por ello les aconseja que “medite[n] con calma esa reforma social”, para él impracticable, hasta concluir que “esa emancipación es un sueño, una locura”.
Por otra parte, la mujer ha de ser antes “dama cristiana” que “filósofa y política”; debe optar antes por los dogmas de la religión que por los sofismas de los modernos filósofos. Por ello, apela a la autoridad de Dios, a través del apóstol san Pablo, que en su epístola primera a los Corintios, capítulo VII, versículo 10 recuerda a las mujeres la indisolubilidad del matrimonio cristiano: “Aquellos que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido”. Así mismo recuerda la epístola a los Efesios, capítulo V, versículos 22, 23 y 24, en donde se quiere dejar muy claro que es el marido el “cabeza de familia” y es la mujer la que ha de estar sometida al hombre: “Las mujeres están sujetas á sus maridos, como el Señor” – “Porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia” – “Y así como la Iglesia está sometida á Cristo, así lo estén las mujeres á sus maridos en todo”. Recuerda también la epístola a los Colosenses, capítulo III, versículo 18 en la que se subraya la misma idea: “Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor”
No solo recurre a unos de los personajes más misóginos de las Escrituras del Nuevo Testamento para investir de autoridad sus palabras, sino que pronostica acerca de lo terrible de las consecuencias de la emancipación femenina cuando sostiene que con dicha emancipación peligran la familia, las instituciones, la cultura y el progreso:

“No hay apelación que pueda sacar á salvo las ideas que han difundido los que pretenden que la sociedad y la familia sean lo que hemos visto que ha sido Paris en poder de la Commune; la anarquia y la disolución de toda clase de poderes; la negación absoluta de lo que se llama cultura, progreso, civilización. A eso va encaminada la emancipación de la mujer y la participación que para halagarla pretenden algunos que tengan en ciertos [síc] derechos públicos”.

Fábregues deja aflorar sus temores, que, por otra parte, no hacen sino evidenciar el malestar que producen en él dichos intentos de liberación femenina, cuando enjuicia la conducta de las mujeres que se desmarcan del patrón fijado por la ideología androcéntrica, hasta el punto de dejar emerger de él los instintos más despreciables: “Quieren que la mujer, que ha nacido para ser el ángel de la familia, sea la furia que lo aniquile y destruya todo. Recuerde usted las incendiarias de Paris. ¿Puede darse nada más asqueroso ni más horrible?” Desde esta posición, sostiene:

“Vale más depender del hombre, llámese éste padre, hermano ó marido, que vivir abandonada á la ignominia que reporta ese fantasmagórico problema que no puede en caso alguno tener solución práctica. [...] Quédele á usted el consuelo de que las de su sexo, que tienen talento y aprovecharlo saben (que son las más), aunque sujetas al yugo que las imponen las leyes religiosas y civiles, son reinas absolutas en nombre de otra ley cuyo imperio es universal.
Esta ley se llama AMOR”.

El autor deja definitivamente zanjada la cuestión: la mujer ha de vivir supeditada al hombre, si bien, debe abrazar su destino con alegría ya que es elevada de esclava a reina del amor. Se le impone no solo el estado de sometimiento, sino también el espíritu de generosidad. Cuestión nada fortuita, pues constituye una exigencia constante a lo largo de este siglo decimonónico. Y es que los terrores que suscitan los ecos sobre la liberación femenina son tales que una vez más se hace uso de los resortes patriarcales que históricamente han definido y diferenciado a la mujer del hombre, instrumentos en estos momentos puestos al servicio de la coacción y de la limitación de libertad para la mujer: el cuidado a los demás miembros de la familia, la atención de sus necesidades primarias –de alimentación, vestido, enfermedades... así como de educación. En esta coyuntura histórica, se echa mano de la experiencia de las mujeres, experiencia de generaciones, de siglos, infravalorada hasta entonces, para concederle valor; estrategia usada con ellas con la finalidad de que continúen estando sometidas al hombre y desempeñando el rol asignado.
Así, en varios artículos de El Pensil del Bello Sexo (subtitulado: “Periódico semanal de literatura, ciencias, educación, artes y modas, dedicado exclusivamente a las damas”), el fantasma de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres mediatiza todo el discurso:

                   “Háse dicho muy frecuentemente, y hasta cierto punto con razon, que la mujer no estaba en un pie de igualdad absoluta con el hombre. Esto que en algunos casos puede ser una queja fundada, carece en otros de toda justicia. La mujer en efecto, no se halla colocada en la misma posición que el hombre; pero tampoco debe estarlo: reclamar para ello los mismos derechos, querer ajustar sus acciones á una misma plantilla, señalarla un mismo modo de vivir y obrar, hacer depender su felicidad de las mismas causas, ofrecer á su corazon las mismas esperanzas y perspectiva, es desconocer la índole distinta de su organización y el temple particular de las disposiciones de su alma”. (P. 74)[22]

Del texto se desprende que la igualdad entre hombres y mujeres no es posible, si bien se comienza señalando que el papel de la mujer es tan importante que “el porvenir de la mujer es tal vez el porvenir de la humanidad”; así mismo el texto se interroga acerca de si el vicio y las pasiones que dominan el mundo pueda deberse a “no haber dado á la mujer toda la importancia que se merecía”. En definitiva, se asegura en el texto que la mujer, “siendo mas que mujer, marchando acorde con la naturaleza y propensiones, dando un completo aunque regular desarrollo á sus disposiciones naturales, puede alcanzar toda la felicidad que es dado conseguir en este mundo” y puede llegar a “ser al mismo tiempo una fuente perenne de vida y civilizaciones, uno de los principales elementos que deben constituir y moralizar la sociedad cristiana”.
Cuando los destinos de la humanidad están en entredicho, cuando se ha llegado al convencimiento de que los proyectos del varón no han valido para que la sociedad camine por donde debiera –concluye el emisor del artículo-, se echa mano de la mujer, se le asigna una misión que es divina, angelical, y con ello se le coloca a la altura del hombre. ¿Puede haber algo más digno que colocarla a su altura a fin de que enderece los renglones torcidos de la humanidad?: “queremos ver si a la altura en que se encuentran actualmente los destinos del hombre, está reservada á la mujer una de esas misiones divinas que en otros tiempos confiaba Dios tan solo á los ángeles y á los espíritus elegidos”. (Pp. 73-74)
A “esa bella mitad del género humano” se le encomienda, por lo tanto, la labor de ser “única tabla que nos queda [¿a los hombres?, ¿a hombres y mujeres?] para poder salvarnos del eminente naufragio que corremos”. Ella es la “mies que no ha dado todavía su fruto, [...] que [...] hemos dejado abstraida y retirada del contacto letal del mundo para que se mantuviese pura y sin mancha y pudiese ser más tarde la levadura de la nueva generación”. (P. 74)
Tal es la misión-trampa que Salortes asigna a la mujer, ya que piensa que “en medio de lo delicado de su organización, adoptada de una fuerza moral inmensa y [...] guiada y mantenida por el amor no habrá peligro que le asuste, ni sacrificio que le detenga”. (P. 75).
Una vez más afloran las dos cualidades que en este momento se demandan a las mujeres: amor y sacrificio; las mismas que durante siglos ellas habían venido desarrollando con su familia, siempre –tanto en siglos anteriores como en estos momentos- como un deber que es justificado desde la fuerza que dicta la naturaleza inferior de la mujer. Ahora, dado que se respiran aires vindicativos que cuestionan la inferioridad de la mujer, y que, por otra parte, hacen peligrar la dedicación de la mujer en el espacio doméstico de la casa, clave tanto para que pueda perpetuarse la institución familiar como para que el hombre pueda continuar dedicando sus energías y ejercitando su dominio en el espacio público, el discurso se ve en la necesidad de dar un giro importante: se nombra a la esclava, ángel del hogar y se valora el trabajo que desempeña, a fin de que se mantenga en el mismo lugar que ha estado siempre, esto es, para que nada cambie.
Porque conservadores y liberales coincidieron en proclamar que la familia era la clave para la organización social ya que a través de esta se garantizaba la propiedad privada y se defendía la ética burguesa de la acumulación. Por ello –acabamos de subrayarlo-, para poder preservar esta concepción burguesa de familia, se tuvo que fortalecer el pilar básico, modificando el discurso, maquillándolo a través del arquetipo de mujer perfecta, angelical. El afán moral burgués continuó proponiendo la decencia, pureza y castidad a fin de que la pasión femenina quedara bien controlada. En estos momentos, en lugar de imponérsele el encierro, el discurso se volvió más sutil. A través de estos discursos se ha evidenciado cómo se le reconocía a la mujer su abnegación y sacrificio, y se la  instaba a que viviera su modelo de forma gozosa, puesto que formaba parte de su ser natural.
A pesar del enfrentamiento constante a lo largo de los siglos entre moral cristiana y ciencia, en este momento se aliaron para considerar a la mujer como un ser cuya finalidad sexual –como hemos puesto de relieve- debía estar al servicio exclusivo de la reproducción. Esta forma de entender la sexualidad ha sido confirmada por Foucault,[23] quien señala que la misma supuso una forma más de control ejercido no solo por la Iglesia y el Estado, a través de sus discursos, sino también por los diferentes saberes (Medicina, Psicología, Pedagogía…) en estrecha relación con estos poderes, reforzadores de dicho pensamiento. Lo hemos observado a través de algunos artículos de prensa, entre otros, los de un lector, Salvador María de Fábregues, o a través del discurso médico de Justo Jiménez de Pedro cuando ha tratado de justificar el carácter moral de la mujer. También otros campos del saber siguieron los mismos pasos.[24]
Así mismo, tanto en otros siglos como en este, las instancias religiosas y los círculos católicos animaron a las mujeres a seguir el ideal de obediencia y sumisión, abnegación y castidad. Se las instó a que sintieran vergüenza o preocupación de observarse, inclinaciones que, de acuerdo con el discurso moral vigente, fueron tildadas de amorales, morbosas. De esta forma, se les negó su deseo, se les reprimió su capacidad y voluntad de elegir. Se les impuso, pues, la higiene, la castidad, se les recomendó relaciones conyugales con la finalidad exclusiva de la reproducción...
Por lo demás, este modelo de mujer fue propagado a toda la sociedad a través de la educación y del discurso moral, discursos que atravesaron todo el tejido social. Desde los colegios, manuales de urbanidad, normas de decencia..., se presionó a la joven y a la mujer para que controlara no solo su conciencia y conducta, sino también sus modales, exigiéndole recato y pudor. No se trataba en muchos casos sino de apologías sobre las tradicionales virtudes que habían de regir la vida matrimonial.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)

viernes, 27 de diciembre de 2013

INSTRUCCIÓN Y LABORES PROPIAS DEL SEXO FEMENINO


Las mujeres nos preguntamos porque ese menosprecio a nuestra persona, porque esos valores machistas que impregnan la sociedad ? Porque ese pretender permanentemente pensar que somos menores de edad y negarnos el derecho a a gestionar nuestras vidas
La respuesta esta en la educación que se dio o se nos quito :


En consonancia con el papel de madres y esposas virtuosas, la educación que se proyectó para las niñas fue dirigida a los sentimientos, al corazón. En los siglos pasados se había argumentado que, dado que la instrucción iba destinada al cerebro, había de  obviarse para la mujer.  A partir del XIX se comenzó a hablar de instrucción femenina, a fin de que esta contribuyera a que la madre formara, a su vez, buenos ciudadanos. Con todo, los textos patentizan la timidez con que fueron abordados estos conocimientos:

“Después de limitar la lectura y la escritura a un ejercicio correcto y fácil, no conviene en la gramática ir más allá de las explicaciones oportunas para conocer la naturaleza de las palabras, las reglas más precisas para distinguirlas y las de ortografía más corriente”.[26]

Estas muestras de hostilidad a toda formación en la mujer se justificaron partiendo del supuesto de que la naturaleza la destinaba a la vida del hogar y a las funciones reproductivas. Como labores propias de su sexo a la mujer se le asignó la costura, el bordado, el cuidado de los pájaros y plantas y aquellas lecturas que fomentaran la virtud. En la frase “hacer calceta” quedó sintetizada la dedicación de la mujer a la vida doméstica. En este sentido comprobamos que tanto en el siglo XVIII, como en el XIX, el tema será debatido. Josefa Amar y Borbón y Cecilia Böhl de Faber son portadoras de visiones divergentes.
La visión de Josefa Amar acerca de la educación de las niñas dista mucho del pensamiento de la época. Así, insiste en que mujeres y hombres son iguales en capacidades y, por consiguiente, deberían tener las mismas oportunidades a la hora de recibir una formación intelectual. De ahí que denuncie el incumplimiento de este principio, que acarreaba consecuencias tan graves como la desarmonía en el seno de la familia:

“La educación de las mujeres se considera regularmente como materia de poca entidad. El Estado, los padres, y lo que es más, hasta las mismas mujeres miran con indiferencia el aprender esto o aquello, o no aprender nada. [...] Porque si se trata de casarse, mala armonía podrá haber entre un hombre instruido y una mujer necia”. (Pp. 61-62)

 Frente a esta mirada tan avanzada, nos topamos, en la propia Amar y Borbón, con la aceptación incuestionable de aquella práctica establecida que imponía a las mujeres dos conocimientos específicamente femeninos: las labores y el aprendizaje de la economía y el gobierno doméstico; aunque entiende que no correspondían estas funciones a las mujeres a tenor de su naturaleza o cualidades específicas, sino debido a la división de roles que imperaba en la sociedad.

“Las labores de manos y el gobierno doméstico son como las prendas características de las mujeres; es decir, que aún cuando reúnan otras, que será muy conveniente, aquéllas deben ser las primera y esenciales. Tan bien parece una señora [...] con una rueca o una costura, como el letrado en su estudio, el artesano en su taller, el labrador en el campo. [...] Es menester, pues aplicar a las niñas desde muy temprano a aprender primero aquellas cosas más contundentes en las casas, como hacer calceta, coser e hilar”. (P. 160-161)

El ahorro y el orden son también dos virtudes que Josefa Amar y Borbón defiende, de acuerdo con fray Luis de León:

“Esta obligación [la economía y el gobierno doméstico] comprende respectivamente a todas las casadas, pues como explica el maestro fray Luis de León: ‘aunque no sea de todas el lino y la lana, y el uso; y la tela, y el velar sobre las criadas, y el repartir las tareas y las raciones; pero en todas hay otras cosas que se parecen a estas, y que tienen parentesco con ellas, y, en que han de verla y se han de remirar las buenas casadas con el mismo cuidado que aquí se dice...’” (P. 166)

 Más conservadora se muestra Fernán Caballero, quien un siglo más tarde todavía procuraba retratarse a sí misma realizando las labores de calceta, recluida en su casa de Sevilla y rodeada de plantas y pájaros.[27]
La condesa Emilia Pardo Bazán, por el contrario, aplaude la extinción de este modelo de mujer existente antes de las Cortes de Cádiz –subraya ella- y cuya desaparición coincidirá con el advenimiento de la sociedad moderna:

“Ocupaba esta mujer las horas en trabajos manuales, repasando, calcetando, aplanchando, bordando al bastidor o haciendo dulce de conserva. Zurcía mucho, con gran detrimento de la vista [...]. Esta mujer, si sabía de lectura, no conocía más libros que el de Misa, el Año cristiano y el Catecismo [...]. Esta mujer guiaba el rosario, a que asistían todos los criados y la familia; daba de noche la bendición a sus hijos, que la besaban la mano [...]; consultaba los asuntos domésticos con algún fraile, y tenía recetas caseras para todas las enfermedades conocidas”.[28] (P. 86)

Referido a las damas aristocráticas, Pardo Bazán desmiente que estas estuvieran exclusivamente entregadas al lujo: “Son muchas las que se consagran al hogar y a vigilar de cerca la educación de sus hijos; bastantes ocupan sus horas con la caridad o la devoción, y algunas manifiestan loable interés por las cuestiones de la literatura, del arte o de la ciencia”.[29] (P. 95)
A pesar de todo, hubo mujeres que se enfrentaron al modelo. Tal fue el caso de Patrocinio de Biedma, quien dirigió la revista Cádiz de 1877 a 1880. Esta  defendió que las mujeres debían dedicarse a lo que su capacidad les permitiera, y no encerrarse en los trabajos manuales.[30]
El tema estuvo durante siglos en el centro de la polémica periodística. Recordemos el apelativo despectivo de “bachilleras” lanzado en el Barroco, o “marisabidillas”, aplicado a las personas que hablaban sin reflexionar, y que adolecían de argumentos sólidos, más aún, que engañaban. Se consideraba que toda instrucción en la mujer que no hubiese sido recibida a través de sermones, libros de piedad o por la madre –tal como el ejercicio de las labores domésticas- carecía de auténtico valor.
A la palabra bachillera se le había anexionado una nueva acepción. De significar persona que había llevado a cabo tales estudios y recibido el título correspondiente, pasó a expresar retoricismo, locuacidad, superficialidad. ¿Es que no era posible que una mujer deseara aprender por el interés exclusivo que el conocimiento podía despertarle?
María de Zayas y Sotomayor, una de las más representativas narradoras de novela corta en la España del XVII, se queja de que a las mujeres se les vetara el derecho a estudiar, cuestión fundamental para la igualdad entre los sexos. En su opinión, hombres y mujeres se componen de la misma materia; además de señalar que las almas no tienen sexo, por ello, se pregunta la escritora:

“¿Qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo? Esto no tiene, a mi parecer, más respuesta que su impiedad o tiranía en encerrarnos y no darnos maestros; y así la verdadera causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal, sino falta de la aplicación, porque si en nuestra crianza, como nos ponen el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres”.[31]

Sin embargo, la sociedad del Barroco no estaba dispuesta a tolerar la instrucción de las mujeres. Dado que el único cometido asignado era “estar al servicio del marido y los hijos”, su única diversión debía consistir en las labores de aguja y en criar a sus hijos, como señalaba en La dama boba Lope de Vega:

“¿Quién la mete a una mujer
con Petrarca y Garcilasso,
siendo su Virgilio y Tasso
hilar, labrar y coser?...
Casadla y veréisla estar
ocupada y divertida
en el parir y criar”.[32]

A lo largo de los siglos XVIII y XIX no variaron en sustancia estos presupuestos. Ciertamente se fue abriendo camino, junto a esta, la opinión opuesta que defendía el derecho de las mujeres a participar, pero ¿en aras de qué se pedía la instrucción para la mujer? Se preconizaba un aprendizaje al servicio de las funciones de esposa y madre, a fin de hacer de los hombres buenos esposos.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)

jueves, 26 de diciembre de 2013

LA PROLIFERACIÓN DE LITERATURA PARA MUJERES


Las mujeres nos preguntamos porque ese menosprecio a nuestra persona, porque esos valores machistas que impregnan la sociedad ? Porque ese pretender permanentemente pensar que somos menores de edad y negarnos el derecho  a gestionar nuestras vidas
La respuesta esta en la educación que se dio o se nos quito :


 Es importante subrayar un hecho que ha comenzado a ser destacado a partir de los estudios de género, llevados a cabo en las últimas décadas, cual es la proliferación de literatura para mujeres, escrita por mujeres y hombres, hecho que entra en contradicción con lo defendido por los detractores de la formación intelectual para las mujeres.
Hacia mediados de siglo XIX –de acuerdo con el Censo de 1860- la cifra global de personas que no sabían leer ni escribir giraba en torno a los doce millones, lo que supone en torno al ochenta y uno por ciento de la población. Por sexos, la proporción giraba por encima de un sesenta y uno por ciento de analfabetos frente a un noventa por ciento de analfabetas. La comunicación oral fue el medio por excelencia de adoctrinamiento y aprendizaje, a través de las relaciones  que se transmitían de madres a hijas y entre individuos. De ahí la importancia del confesionario y el pulpito, como quedó subrayado más arriba, piezas fundamentales para configurar una determinada forma de pensamiento. A pesar del reducido número de alfabetizadas, la lectura fue ganando adeptas, de forma que proliferó la “literatura para mujeres”.
Ya nos hemos referido, de forma breve, a aquellas lecturas de finalidad moral, cívica o religiosa que tenían por objetivo la formación de la joven. Por otro lado, estaban las lecturas propiamente lúdicas o de evasión, que son las que nos proporcionan una idea bastante ajustada de los estereotipos femeninos vigentes en aquel momento así como el papel que debían cumplir.
Se trataba fundamentalmente de novelas, y tenían la peculiaridad de no ser exclusivamente femeninas.[39]  En torno a un centenar de mujeres novelistas publicaron su obra a lo largo del XIX. El éxito editorial de dichas novelas adquirió relevancia a partir de 1840, debido sobre todo a la estructura de las mismas: novelas por entregas de gran esquematismo y dualismo moral. En ellas se hallaban proyectados los sueños de estas jóvenes lectoras, los cuales adolecían de idénticas concepciones estrechas y moralizantes que el entorno social les había imbuido. El mensaje de todas ellas era el mismo: el matrimonio como realización personal, la virtud como forma de conseguirlo y de superar todas las dificultades (pobreza, injusticia), amor desprovisto de sexualidad y alcanzado a través de la resignación y el sufrimiento, y la realización a través de la maternidad.
Todas estas novelitas, como apunta Ignacio Ferreras, comulgaban con la ideología machista en la medida en que sus personajes eran castigados cuando cometían una infracción moral o social.
A partir de la década de 1840, se produjo una incorporación creciente de las mujeres a la vida literaria española. Su aportación no se restringió a la narrativa, también tuvieron una participación fundamental en la lírica y, aunque no tan destacada, en el periodismo. De acuerdo con los catálogos de novelas del siglo XIX y las bibliografías, se calcula que son más de mil las mujeres españolas que cultivaron algún género literario: poesía, novela, teatro o ensayo.
Una de las características más relevantes del momento fue la aparición de una prensa dirigida únicamente a mujeres: El periódico de las Damas, El Defensor del Bello Sexo, La Gaceta de las Mujeres, Pensil del Bello Sexo, La Moda Elegante y un largo etcétera. El problema de estos periódicos no fue tanto la afinidad ideológica sino su sostenimiento, pues requería de un número suficiente de lectoras. Por otra parte, en todos ellos subyacía el mismo propósito de educar y moralizar a las mujeres, disfrazando su mensaje de entretenimiento. Más allá de ello, estas publicaciones adolecieron de una misma carencia: las escasas aspiraciones por insertar a las mujeres en el espacio de la cultura.
¿Y la literatura extranjera? Fundamentalmente francesa, fue codiciada por las mujeres de la aristocracia. Así lo subraya Pardo Bazán, quien lo considera un grave error:

“Nunca he entrado en un gabinete o tocador elegante, que mi instinto de observadora y de novelista no me impulsase a registrar el libro [...]. De diez veces, nueve era una novela francesa, género azucarado [...] casi nunca un libro místico o histórico; jamás una novela española, porque [...] las novelas españolas son ordinarias. (P. 97)

En relación al contenido de estas novelas extranjeras, la escritora señala que adolecen de la misma superficialidad que las españolas, pero la moda aristocrática de aquellos momentos dictaba que “lo elegante” y lo “correcto” procedía de Francia, Alemania o Inglaterra.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)
http://www.um.es/tonosdigital/znum14/secciones/estudios-2-casada.htm

miércoles, 25 de diciembre de 2013

LA MUJER, “ÁNGEL DEL HOGAR” DE SIERVA A SUMISA ESPOSA


Las mujeres nos preguntamos porque ese menosprecio a nuestra persona, porque esos valores machistas que impregnan la sociedad ? Porque ese pretender permanentemente pensar que somos menores de edad y negarnos el derecho a a gestionar nuestras vidas
La respuesta esta en la educación que se dio o se nos quito :

 LA MUJER, “ÁNGEL DEL HOGAR”  DE SIERVA A SUMISA ESPOSA

Establecidos socialmente los presupuestos rousseaunianos, se comprende que las mujeres estuviesen exentas de todos los rasgos definitorios del sujeto político, de una identidad como ciudadanas, y, por consiguiente, invalidadas para la actuación pública. Identificadas con el mundo de la naturaleza, quedaban relegadas al espacio doméstico/privado.
España, a pesar de sus diferencias, participó en la nueva reordenación de las estructuras sociales de la Europa del siglo XVIII, las cuales arrastraron consigo extensas teorizaciones sobre la diferencia entre los sexos. El modelo de diferencia femenina de gran número de discursos del siglo XVIII, dentro de un espacio que abarca desde libros de medicina y de conducta hasta el replanteamiento rousseauniano de lo natural enfrentado a lo social, determinó una nueva imagen burguesa de la mujer como figura angelical de las relaciones domésticas.
Así mismo, los nuevos modos de producción transformaron las formas de vida: la persona quedó desligada de la comunidad agraria, del gremio y de la gran familia; ahora debía someterse a un contrato de trabajo, a una empresa competitiva. Dos espacios, entonces, reorganizaron la actividad humana: por un lado, el mundo público de la producción, el trabajo remunerado, y el estado, donde los seres humanos se convirtieron en piezas equivalentes de un engranaje, interrelacionadas por el dinero y el trabajo; y, por el otro, el mundo privado de las relaciones de parentesco y de amor, que vino a abarcar aquellos aspectos de la experiencia humana relacionados con el mundo de los sentimientos y desligado de las actividades políticas y productivas, orientadas hacia lo racional y material. Así se constituye el proceso de transformación que tiene lugar en el siglo XIX en torno a la concepción de la familia, tal y como estamos tratando de explicar.
El liberalismo conceptualizó al yo como un sujeto racional, sexualmente neutro y no sometido a autoridad social alguna. Cabría preguntarse a cerca de por qué filósofos tan relevantes del siglo XVIII como Rousseau, Hegel, Locke, Stuar Mill claudicaron ante algunos de sus principios básicos a fin de justificar la subordinación de las mujeres. Locke, por ejemplo, cuya influencia trasciende su país y su época, es considerado el padre de las doctrinas políticas liberales y precursor de las sociedades democráticas liberales por su defensa de la libertad individual y de la ilegitimidad de todo poder que no se sustente en la previa delegación del gobernado. Locke, en su discurso, rompe definitivamente con el poder absolutista y con el derecho divino de reyes y señores feudales; sin embargo, en relación al matrimonio, Locke continúa abogando por la sujeción “natural” de la mujer respecto del marido; el mismo Locke que fue un defensor radical de la autonomía del individuo, que “ni puede ni debe someterse a otro”; el mismo Locke, que de forma rupturista se enfrenta a los principios más afianzados y a las leyes vigentes de su momento histórico –como las referidas al apartado de la propiedad-, es, en cambio, el que, cuando se refiere a la sociedad conyugal, defiende sin dudarlo una desigualdad absoluta. Considera esta sociedad como una esfera aparte de la vida social y política, porque, como asegura Cristina Molina Petit, la mujer y la familia son dos piezas claves del engranaje social.[12]
  En definitiva, dado que el nuevo concepto de familia sentimental resultaba una alternativa útil, la estabilidad de la misma necesitó, y por tanto ideó, la dedicación exclusiva de las mujeres.[13]
A partir de aquí, la crítica feminista hizo uso de dos estrategias complementarias, si bien, contradictorias, ambas sustentadoras de los pilares de la ciudadanía: una, denunció el incumplimiento del principio de igualdad, que se definía como asexuado; otra, establecidas  y asumidas las funciones sociales de cada uno de los sexos, proclamó la maternidad como virtud exclusiva de las mujeres, acreedora de reconocimiento político. Tal es así que los diferentes movimientos feministas, durante los dos siglos pasados, se centraron en sendas propuestas, hasta que, finalmente, entre finales del siglo XX y principios del XXI, se ha llegado a comprender que las dos estrategias, contradictorias entre sí, encerraban presupuestos falsos, como falsos eran los universalismos a los que trataban de dar respuesta.
Tras lo expuesto, cabe entender las dos imágenes que en torno a la construcción de la identidad femenina se construyeron, las cuales fueron reivindicadas en los discursos y encarnadas en las prácticas desarrolladas por las mujeres en este contexto histórico: de una parte, la imagen enaltecida del ejercicio moral y social de la maternidad, subrayando su entrega y utilidad social; de otra parte, la imagen de la mujer oradora, disidente del proyecto doméstico, una imagen que reivindicaba el espacio público-político.
Estableciendo un correlato entre la situación social y la literaria, anotemos que la imagen femenina que se difundió en las obras literarias del siglo XIX fue la de “ángel del hogar”, respaldada por un rígido sistema patriarcal de valores. Este icono tuvo su apogeo a mediados de siglo. Se produjo entonces la escisión de los sexos en dos esferas, cuestión a tener en cuenta a la hora de comprender la representación femenina en la literatura de este siglo, pues exceptuando la escritura romántica femenina, la misma se orientó a someter a la mujer a la sumisión y obediencia como forma de preservar la institución burguesa más preciada, la familia, a través del matrimonio y la maternidad.[14]
Las reivindicaciones explícitas de las mujeres fueron en paralelo con las manifestaciones del liberalismo político, en diálogo permanente con este y evolucionando a lo largo del período contemporáneo.

En la etapa que va de 1812 (Cortes de Cádiz) hasta 1868 se hace notable el atraso en la modernización del país y la fragilidad de los sectores de clase media. El régimen liberal hispano, en sus primeros pasos hasta constituir un poder más sólido, se caracterizará por su precariedad e inestabilidad. Este fue el marco en el que tuvieron que desenvolverse las mujeres de Andalucía. Muchas se movieron en los márgenes que reproducía una política católica y conservadora, otras abrazaron la causa liberal y dieron su vida por ella, ejemplo paradigmático es el de la granadina Mariana Pineda.
Sin duda, los años que transcurrieron durante el Sexenio Democrático vinieron a definir el modelo liberal burgués y a iniciar un cambio político y social, el cual se fue consolidando a lo largo de la Restauración. En este tiempo, nuevos movimientos y organizaciones sociales y políticas emergieron; una nueva clase obrera y nuevas clases medias que, siguiendo el rumbo de otros países, demandaron un mayor protagonismo. Estos ofrecieron nuevos cauces de reivindicación colectiva para las mujeres andaluzas, una vez situados en el nuevo siglo.

En lo que sigue, trataremos de dar cuenta de los modelos de vida cotidiana que a lo largo del XIX fueron prescritos por los discursos de la época y del modo en que fueron asumidos por las mujeres de los diferentes estratos sociales. Asistiremos no solo a las formas de conducta seguida por las mujeres, sino también, lo que probablemente resulte más interesante, al cruce de formulaciones que desde las filas más conservadoras se lanzaron contra las mujeres; así mismo apreciaremos el pensamiento del liberalismo naciente y su concepción acerca del papel diferenciador que debían desempeñar los dos sexos, una vez impuesta la esfera doméstica para las mujeres y prescrita su ausencia de los espacios políticos de decisión.
Enfrentadas a estas posiciones, existieron mujeres que de forma individual fueron situándose, con su presencia y su voz, en los límites de la cultura que las marginaba. De este modo, como sostiene Gloria Espigado, las mujeres pioneras hicieron aflorar las primeras contradicciones del sistema liberal, formularon sus reivindicaciones e hicieron volar en mil pedazos, con sus prácticas, el modelo de sumisión establecido.[15]

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)

martes, 24 de diciembre de 2013

PACTO ENTRE MUJERES


El viernes 20 el Consejo de Ministros recibió el Informe del ministro de Justicia sobre el Anteproyecto por el que Gallardón pretende convertir en delincuentes a aquellas mujeres que decidan abortar. 118.359 fueron las que interrumpieron voluntariamente su embarazo en 2011 según el Ministerio de Sanidad. Por cada mil españolas en edad fértil, doce deciden abortar cada año. Esos son los datos que pasarían a ser invisibles si las mujeres perdiéramos esta batalla. Y mucho más sufrimiento.

¿Pero qué nos habíamos creído nosotras? parece decirnos el ministro, que debe saber que con su ley clasista esto no cambia. ¿Qué pretende? En mi opinión, esto no va sólo de aborto. Se trata de devolver a la mujer “a su sitio”. Una vuelta al pasado que no podemos consentir.

Por eso urge un Pacto entre Mujeres, un pacto que la Plataforma Feminista de Alicante ha conseguido introducir en el debate sobre el aborto. Uno, como el protagonizado por todas las parlamentarias de la Legislatura Constituyente cuando se negaron a avalar con su voto la discriminación por razón de sexo en la sucesión a la Corona y que, como mujeres, nos hace sentirnos orgullosas de ellas. Ahora es igual. El ministro quiere tutelarnos. Convertirnos en ciudadanas de segunda, a todas, empezando por la Vicepresidenta del Gobierno y las Ministras y siguiendo por nuestras representantes en las Cortes Generales. Por eso, es a ellas a quienes nos dirigimos para que garanticen nuestros derechos. Ellas, las parlamentarias de todos los grupos políticos, son nuestras legítimas representantes cuando de limitar nuestros derechos como mujeres se trata. A ellas apelamos; a las del partido en el poder también, y por eso, si las vemos sumisas y calladas, nos avergüenzan. Ni ellas se lo merecen ni nosotras tampoco. Porque necesitamos una democracia en que todos los partidos, respeten a las mujeres. La derecha y la izquierda. Porque las mujeres no vamos a votar a un partido que nos considere inferiores.

¡Ya está bien de aguantar a políticos, con “o”, que nos humillan como mujeres y, sólo protestar si son contrarios a nuestra ideología! Los machistas van contra todas. Pactemos.




Pilar de la Paz Moya es experta en género e igualdad de oportunidades.
Publicado en Diario Jaén el 24 de diciembre de 2013.

lunes, 23 de diciembre de 2013

LA MUJER COMO ENCARNACIÓN DEL MAL


Las mujeres nos preguntamos porque ese menosprecio a nuestra persona, porque esos valores machistas que impregnan la sociedad? Porque ese pretender permanentemente pensar que somos menores de edad y negarnos el derecho  a gestionar nuestras vidas
La respuesta esta en la educación que se dio o se nos quito :

FRAY ANTONIO ARBIOL Y LA FAMILIA REGULADA O LA MUJER COMO ENCARNACIÓN DEL MAL

“Soy de firme dictamen, que no conviene para la buena crianza de las hijas, el enseñarlas à escribir” Fray Antonio Arbiol

El análisis del pensamiento de fray Antonio Arbiol (1715) nos permite comprobar el cambio ideológico experimentado en las primeras décadas del siglo XVIII acerca de la concepción de la mujer. Antes, sin embargo, conviene señalar que su libro La familia regulada fue una de sus obras más vendidas, hasta el extremo de ser reeditada al menos veintiocho veces por importantes imprentas de las principales ciudades españolas, dato que da idea de su enorme aceptación, no solo comercial sino también ética y política, a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX.[7] Ello muestra que en la España de las reformas ilustradas, la Iglesia continuó conservando o inclusive acrecentó su papel preponderante de guía y control de la moral y costumbres que presidían la vida cotidiana. En definitiva, la obra de Arbiol contribuye a reconstruir, al igual que La perfecta casada, la historia del pensamiento elaborado por el clero, grupo social de gran influencia  en todos los estamentos sociales: la escuela, los libros, los confesionarios, los púlpitos... fueron espacios en los que la Iglesia penetró para intentar modelar la conciencia de la ciudadanía, para que esta asumiera el orden establecido sin ningún tipo de crítica social. Seguir estas pautas suponía “ser un buen cristiano”. El adoctrinamiento tenía que alcanzar a todas las clases sociales.
Desde el punto de vista historiográfico se puede constatar el modo según el cual la historia de la familia vino a complementarse con la historia de las ideas acerca del modelo familiar idóneo, que en esta época se constituyó de acuerdo con el dictado de aquellos sectores sociales que protagonizaron los discursos y la acción social. Para decirlo de forma abreviada, se trata de mostrar que la familia se construyó no solo a través de acciones concretas, sino que su existencia se configuró a través de un arquetipo constituido con supuestos morales, religiosos e ideológicos que sirvieron para establecer idealmente cómo debía ser.[8]
En tal sentido, Arbiol, a través de su obra, evidencia que el cambio experimentado en su pensamiento –y en los de su generación y predecesores- ha sido mínimo respecto del de fray Luis de León, en relación al modelo de mujer casada que socialmente es prescrito por ambos en sus discursos respectivos:

“En oyendo esta voz de su Marido, ha de obedecerle, y por ninguna causa condicional ha de pensar en apartarse de él. Si su Marido es inquieto, turbalento, y ebrioso, acuerdese que está casado con él. Si es de mala condición, feroz y desatento, considere que es su esposo. Si es disparatado, sedicioso, desamorado, e ingrato, acuerdese que ya por su Matrimonio Santo es una cosa con él, y que no es dueña y señora de su cuerpo”. (P. 81)

La buena esposa ha de desarrollar la extrema paciencia y generosidad, por encima de la del marido, para que el matrimonio tenga futuro. De la misma manera que aconsejaba fray Luis de León, ahora Arbiol dicta que la mujer ha de ser “oficiosa, y cuidadosa de su casa, y familia; sea trabajadora, y hacendosa de sus puertas adentro, hilando lino, y lana para el abrigo, y socorro de su familia, en lo que necesita de essas cosas” (P. 69), hasta el punto de acrecentar los bienes de su familia. Como virtudes de la esposa se subrayan la discreción, clemencia, abnegación, y que sea propagandista de las virtudes de su marido. La Virgen María es el modelo ideal de esposa, para Arbiol.
Aunque al marido se le aconseja que ha de tener con su mujer comprensión, paciencia, generosidad y cariño, es a ella a quien se le reclama que lo sirva de forma abnegada, discreta, a sabiendas de que ocupa un lugar secundario en la jerarquía familiar, de acuerdo con la naturaleza de su sexo. Esposa de acción constante, si bien sujeta a los dictados del marido, como enseñan las Sagradas Escrituras:

La Cabeza mystica del Varon es Cristo Señor Nuestro, y la cabeza de la muger es el Varon su marido, y dize el Apóstol. El Varon es imagen, y la gloria de Dios; y la muger es la gloria de su Varon, según lo dize, y explica el mismo San Pablo. Porque el Varon no se tomó de la muger, sino la muger se formó del Varon. Asimismo el Varon no se tomó de la muger, sino la muger por el Varon. Toda esta doctrina Católica es del Apóstol. Por eso no se ha de permitir a la muger, mande más que su marido, ni siquiera dominarlo en todo, sino que debe obedecer, y callar”. (P. 68)

En relación a las hijas, Arbiol guarda una desconfianza permanente, semejante a la que alberga de la mujer en general. Su constante reproche hacia lo femenino a causa del pecado original de Eva hace pensar en una latente misoginia. De ahí que la maldad en la mujer sea un fantasma que el fraile le adjudica por definición natural: “La maldad de la muger se conoce en la mutación de su rostro, dize el Espiritu Santo, y pues tienes la señal, no te descuides en lo que tanto te importa, porque la honra de tu hija es la tuya”. (P. 488) Quizá por ello advierte que la educación de las hijas debe hacerse con seguimiento obsesivo y como forma preventiva de evitar males mayores:

“Si tienes hijas, dize el espiritu Santo, enseñales el temor santo de Dios, y guarda sus cuerpos, no sea que te afrenten y te confundan. No les muestres alegria de rostro, sino severidad, benigna, para que no se crien libertinas, sino modestas, y muy atentas.
Antes les enseñaras a orar, que a reir, y que guarden modestia en sus ojos, para mirar con encogimiento y rubor, porque la muerte del alma entra por los ojos del cuerpo[...] para perder a los jóvenes fuera de casa, y a las doncellas hazerlas combate con sus canciones, y entretenimientos alegres”. (Pp. 487-488)

Las hijas han de ser educadas en el recato, en la resignación, en la obediencia y virtud de la virginidad, pues si la honra de las hijas es puesta en entredicho, es la honra del padre la que se está cuestionando. Si bien advierte Arbiol:

“ay algunas hijas tan inquietas, y malas, que no basta todo el cuidado de un pobre Padre para repremirlas, y seria conveniente que el Padre resuelto les escupiesse en la cara, dize el Sagrado Texto, para que ellas se confundiesen con el rubor de su fealdad, y pusiesen raya à sus malos passos”. (P. 409)

El padre es el responsable directo de la tutela de las hijas, pero es la madre quien ha de educarlas y estar sobre ellas, modelando su carácter:

“Las malas Madres acostumbran ser las mas culpadas en la perdición de las hijas, porque no las enseñan à llorar, como se les avisa Jeremìas Profeta, sino à reìr, y jugar, y después hallan el merecido de su mala crianza.
Mejor es con las hijas la severidad, que la risa, según la sentencia de Salomón, porque con la tristeza del rostro, se corrige el animo delinquente”. (P. 495)

A la madre le corresponde en la práctica diaria impedir que las hijas pierdan la virginidad en cualquiera de los sentidos. Son estas las que han de enseñarles que el sexo no ha de estar orientado al placer sino a la procreación; y que el varón es peligroso en todos los órdenes de la vida, incluido en actividades tales como la enseñanza de la lectura:

“Si la enseñanza necesaria para que las hijas aprendan à leer puede hazerse por aplicación de otra muger, no la encomienden à hombre ninguno, para que del todo se cierren las puertas; y se quiten las ocasiones aun al remoto peligro”. (P. 491)

Los libros convenientes para su lectura son los edificantes, entendiendo por ello los religiosos y morales, pero no los profanos libros de comedias. Tampoco es recomendable enseñar a las hijas a escribir: “Que soy de firme dictamen, que no conviene para la buena crianza de las hijas, el enseñarlas à escribir”. (P. 490).
A las madres se les asigna el cometido de reproducir en sus hijas su propio modelo: reprimir y canalizar la personalidad de estas, las cuales nunca deben imponer su voluntad ni ser curiosas. Muy al contrario, no han de asomarse ni siquiera a la ventana, porque pueden ser tachadas de “ociosas”, y perder su reputación y la de su padre: “Las hijas ventaneras, luego son notadas de ociosas, y bulliciosas. Acuérdense de la desgraciada hija de Jacob, que por curiosa perdiò su reputación, y puso en empeño ruidoso à toda la casa de su Santo Padre”. (P. 493)
La sencillez, el recato y la modestia han de ser los rasgos que públicamente destaquen en ellas, fundamentales frente a sus futuros destinos de esposas y madres:

“La virtud mas necesaria en la doncella, es la modestia; y conviene, que por extremada, á todos sea notoria, según la doctrina del Apóstol San Pablo. [...] Esto han de predicar las buenas madres à sus hijas”. (P. 493)

Frente a esta enumeración pormenorizada de advertencias destinadas a modelar la personalidad de las hijas, sorprende, en cambio, comprobar el apartado correspondiente a la educación de los hijos, cuyo enfoque varía radicalmente, en consonancia con el pensamiento patriarcal que empapa la mirada de Arbiol. Además de subrayar que los padres no deben interferir en la vocación de los hijos en cuanto a su elección de matrimonio o de servicio a la Iglesia, los asuntos referidos a los hijos se orientan a aconsejar acerca de cuándo es el momento adecuado para conceder al hijo parte del patrimonio del padre, el tipo de esposa que ha de elegir el hijo, la diferencia de edad de la joven y condición económica de la familia de esta –buscando siempre el equilibrio-, la belleza de esta –que no sea “extrema”, a fin de que no surjan problemas de celos o infidelidad-... En suma, la educación de los hijos es enfocada desde una perspectiva totalmente diferente a la educación de las hijas, en consonancia con un pensamiento que concede mayor protagonismo al varón -futuro ciudadano y padre de familia-, que a la mujer, cuyo futuro es el espacio de la casa y la subordinación al marido.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)
http://www.um.es/tonosdigital/znum14/secciones/estudios-2-casada.htm