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viernes, 5 de enero de 2018

NADA QUE CELEBRAR




En aquella pequeña cocina, cabíamos todas y todos. Recuerdo que olía a comida, una comida sencilla por sus ingredientes pero cargada de emociones, de camaradería, de risas, de alegría y de mucha mucha felicidad 
Llegada la noche, la cocina se inundaba de caras sonrientes que esperaban con cierta ansia aquella sopa de fideos que tanto nos gustaba. Recuerdo que tenía menudillos, el hígado, el corazón, la molleja…mi madre intentaba repartir para que nadie se quedase sin su pequeña parte del pollo que, por cierto, mi abuela había decapitado días antes de la celebración Después tocaba arroz, un arroz amarillo en el que asomaban como enormes rocas, las distintas partes del animal y que los mayores saboreaban mientras mantenían conversaciones que, para nosotras, carecían totalmente de interés
Pero lo mejor estaba por llegar. Nadie podía negarse a probar aquel turrón blando, con trocitos de almendra que te dejaba los dedos aceitosos  y la boca un poco pastosa, pero que sabía a gloria. También había turrón duro, peladillas, pasas, mazapanes,  higos y polvorones, todo ello colocado en una enorme bandeja de loza, que mi abuela guardaba para momentos y fechas especiales como éste
El café, negro, de manga,  la copa de coñac y el puro eran el cierre perfecto para una cena perfecta. Los mayores comenzaban entonces su particular rato de ocio y mientras que nosotras sentadas en el suelo jugábamos al parchís o a la oca, ellos “cantaban las cuarenta” o “arrastraban”, siempre golpeando la mesa con los nudillos mientras mostraban orgullosos sus cartas a los demás  
No necesitábamos más, no pedíamos más, era la mejor noche de todas las noches, era la mejor reunión familiar de todas las reuniones familiares. Incluso cuando llegaba la hora de acostarse lo hacíamos sin rechistar, pues eso suponía que había llegado el momento de contarnos nuestros secretos y todas aquellas cosas que, de decirlas a plena luz, nos hubieran puesto la cara colorada
Ha pasado mucho tiempo. En la cocina ya no estamos todas, ni todos. Ya no hay risas, ni alegría, ni emoción…mucho menos felicidad. Ya no hay sopa de fideos, ahora es de marisco, y el arroz amarillo ahora es paella pues las cigalas, los langostinos y las nécoras le dan ese nombre. La bandeja de los turrones se ha quedado pequeña y permanece guardada en el armario junto a la vajilla de los momentos especiales. No hay café, mucho menos negro (que luego no podemos dormir) las copas en las que se servía el coñac duermen alineadas en el fondo del mueble del salón y el puro… ¿pero aún existen puros?
Las cartas, los juegos, también han sido retirados. Su lugar ha sido ocupado por las redes sociales y por los móviles, aparatos de última generación capaces de ofrecernos todo aquello que podamos necesitar sin necesidad de hablar, ni de compartir, y, mucho menos, de relacionarnos
Por eso no me gusta la navidad. No celebro la navidad. No creo en la navidad. Me faltan demasiadas personas para volver a creer en ella. Intento convencerme de que no está aquí, de que no me afecta, de que no tengo nada que ver con ella…pero sigue ahí, machacona, llena de cánticos, de mensajes, de imágenes que intentan emocionar y romperme por dentro
 Y aunque yo sigo echando de menos aquella navidad, desde este espacio quiero desearles  un feliz 2018 al lado de todas aquellas personas que les quieren y a las que quieren

Porque esa es la verdadera navidad. 
Aurora Valdés Suárez

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