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martes, 7 de abril de 2015

Derechos humanos y trabajo sexual




Si pudiéramos resumir en una sola frase el contenido de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconocidos en 1948, tendríamos que centrarnos en el derecho que tiene toda persona “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Art. 2) a ser tratada como tal. Y ser tratada como persona es sinónimo de ser considerada “dotada de razón y conciencia” (Art. 1), es decir, reconocer su derecho a constituirse en interlocutora válida. 
 Como dice Benhabib: “Pensar desde la perspectiva de otras personas es saber como escuchar lo que las otras personas dicen, o cuando las otras voces están ausentes, imaginarnos nosotras mismas en conversación con los otros como interlocutores” (BENHABIB, 1992) (137). 
 Ninguna actitud paternalista, ni propuesta de asistencia puede sustituir este derecho básico. El respeto por los otros seres humanos implica considerarlos tan racionales y maduros, como nos consideramos a nosotros mismos, y desarrollar con respecto a ellos actitudes dialogantes y solidarias, teniendo en cuenta que, como propone Touraine: “La solidaridad es lo contrario de la asistencia, que mantiene en un estado de dependencia y debilita la capacidad para actuar. Descansa en el reconocimiento del derecho de todos y cada uno a actuar de acuerdo con sus valores y sus proyectos” (196) (TOURAINE, 1997). 
 Estudios recientes señalan que la desvalorización, la negación de las semejanzas, implica una deshumanización que está en la base de los genocidios que se han desarrollado en el siglo XX. Toda desvalorización implica un riesgo de transformarla en violencia contra el sector rotulado como diferente “y no se puede negar, denigrar, socavar, erosionar la semejanza, sin que ello comporte abrir la puerta a la liquidación” (12)(FRIGOLÉ I REIXACH, 2003). 
 Pero el grupo humano que ha padecido más sistemáticamente este tipo de desvalorización, ha sido el de las mujeres, blanco preferente de definiciones esencializadas. La discriminación era la base a partir de la cual se podía hasta hace pocos años considerarlas legalmente como menores bajo tutela. La protección que se ejercía sobre ellas les impedía acceder a los puestos bien pagados o de prestigio. Resulta ilustrador al respecto analizar los argumentos que esgrimían a fines del XIX, los médicos que pretendían impedir a las señoritas el acceso a la profesión médica. Se preocupaban por las amenazas a su pudor, por el sobreesfuerzo que estudiar y trabajar significaría para sus delicadas naturalezas, por el ambiente feo y sórdido en que tendrían que trabajar, por los largos horarios que tendrían que cumplir y por el mal ejemplo que darían a las demás mujeres. Por todo ello concluían que privándolas del derecho de ejercer el trabajo que ellas habían elegido “muy lejos de someter a tiranía a nuestras bellas compañeras, más bien se las protege” (53) (ALVAREZ RICART, 1988). 
Las médicos hembras como se las denominaba con intención desvalorizadora, hicieron oídos sordos a los discursos de sus protectores y fueron ganando, paso a paso, su lugar en la academia y en el mundo. 
 Pero cien años más tarde aún se pueden escuchar voces que pontifican sobre cuáles trabajos deben desempeñar las mujeres y cuáles no. No se trata ahora de un colectivo profesional que se defiende de la intolerable intrusión a su coto masculino (que previamente habían construido como propio expulsando y quemando a sus precursoras brujas) sino de una tarea tradicionalmente femenina (y tradicionalmente ilegítima) como es el trabajo sexual. Curiosamente los argumentos son casi los mismos, debe rechazarse porque ataca el pudor de quién lo ejerce, degrada su condición femenina, va contra su naturaleza, se realiza en ambientes sórdidos y con horarios inapropiados y penosos y constituye una amenaza para el estatus y reconocimiento social de las demás mujeres. En ambos casos se omite el hecho que se trata de trabajos relativamente bien pagados, y sobre todo que se trata de opciones de personas adultas. 
Se niega que sea una opción libre, atribuyéndola sistemáticamente a “engaño”, “presión exterior” y “mal ejemplo”. 
 Es interesante señalar que en la sociedad actual, se mantienen con respecto a las trabajadoras del sexo, toda una serie de atribuciones desvalorizantes, que hasta hace muy poco tiempo se consideraba que formaba el patrimonio común de todas las mujeres. Así la idea que las mujeres son dóciles, fácilmente influíbles, que son débiles y dependientes de los hombres, que no desarrollan opciones propias sino que son susceptibles con mucha frecuencia de ser engañadas y manipuladas, eran supuestos comunes que sustentaban exclusiones legales y la privación de sus derechos civiles. 
 La privación de sus derechos básicos ya no se postula para la mitad femenina de la población, pero se mantienen para algunos de sus sectores más desfavorecidos. Este es el caso del colectivo de prostitutas, constantemente objeto de campañas de reinserción sin tener en cuenta su opinión al respecto. La victimización es aún mayor si en lugar de referirnos a trabajadoras del sexo nativas, nos centramos en las inmigrantes. 
Aquí “la complejidad de factores presentes en las cuestiones relacionadas con la industria del sexo son reducidas a una simplificación absurda... aplicándoles un baremo totalmente distinto al del resto de trabajos y sin concederles el mismo grado de responsabilidad que al resto. Sólo pueden ser (vistas como) víctimas y no protagonistas de sus propias estrategias migratorias. Y además una víctima muy particular, a la que tratamos como culpable. Una víctima a quien el ordenamiento legal no proporciona ningún recurso. Una víctima cuya palabra no vale nada y a la que hay que defender de sí misma, contra sí misma” (revista Mugak, nº 23, 2003). 
 La actividad sexual no es el trabajo de la mayoría de las inmigrantes, pero la mayoría de las trabajadoras sexuales son inmigrantes. Si esta actividad no está reconocida como un trabajo, debería encuadrarse dentro de las opciones privadas, y por consiguiente sacarla del debate público y del control policial. Esto es lo que se considera natural hacer con la actividad sexual masculina (incluida la de los clientes de las prostitutas) pero lo que no se acepta si se trata de las trabajadoras sexuales. Se vulnera con ellas el Art. 12 de la Declaración de Derechos Humanos que dice que “Nadie será objeto de ingerencias arbitrarias en su vida privada”. Son constantemente interpeladas por la policía, se les interroga y pide documentación, se les impide permanecer en la calle, se las amenaza y maltrata. 
 En este tironeo por considerar el trabajo sexual como no trabajo y por consiguiente dejarlo al arbitrio de las opciones particulares, o considerarlo trabajo, y como tal reglamentarlo y ofrecerle ciertas seguridades, se toma lo peor de cada una de las opciones. No se las protege de la explotación laboral, ni se las deja defenderse por sus propios medios. Son sospechosas todas las mujeres inmigrantes de dedicarse al trabajo sexual, y aunque este no está tipificado como delito por la legislación española, en la práctica se sanciona con mayor frecuencia y produce mayor número de expulsiones y deportaciones que las que se relacionan con verdaderos delitos atribuidos a los hombres. 
 Esta situación es posible porque parte del supuesto que las mujeres inmigrantes son sistemáticamente engañadas, seducidas, amenazadas y controladas. Y que no gozan de la autonomía suficiente para ser sujetos de derecho. En una especie de profecía autocumplida, se les exigen requisitos imposibles para entrar al país, con lo que se las arroja a las manos de las redes que trafican con personas, y cuando se constata que han accedido por medios ilegales, se considera que esto significa que lo han hecho contra su voluntad. Es evidente que no entra dentro de su voluntad ser estafadas y pagar cantidades enormes por los costos de los pasajes. Pero también es cierto que tenían voluntad de emigrar, que habían apostado muchos esfuerzos a esta esperanza, y que en la mayoría de los casos en que se decantan por el trabajo sexual lo hacen como una opción temporal y por las ventajas económicas comparativas que le encuentran con respecto a las otras malas y pobres opciones ofrecidas. 
 Nada de esto se tiene en cuenta en las campañas abolicionistas, que desconocen los factores económicos que llevan a las mujeres al trabajo sexual, y leen todo el proceso como una imposición externa de la que hay que salvar a las protagonistas. En esta campaña para salvar mujeres todo vale. La manipulación de los datos estadísticos para hacer coincidir las cifras de entrada ilegal al país con trata de mujeres (simplificación que no se realiza cuando los sin papeles son hombres), confusión entre el trabajo sexual mismo, con las condiciones (malas y peligrosas) en que se realiza enalgunos casos, identificación de la dignidad del ser humano con el uso que haga de su sexualidad. 
 Como ejemplo de las confusiones al respecto, una abolicionista me decía hace algunos días: Reconocer la prostitución como trabajo significaría reconocer que se puede hacer cualquier cosa para ganarse la vida, cosas tales como robar o matar. Yo le argumentaba que hay cosas que no se deben hacer ni gratis ni pagando, porque son delito o porque perjudican a los demás (robar, matar, engañar, discriminar) pero que cualquier cosa que se puede hacer legítimamente de manera gratuita (las tareas de cuidado, de ocio o la actividad sexual, por ejemplo) se pueden hacer también cobrando por ellas. El hecho de cobrar por algo no lo sube ni lo baja en la escala de la dignidad moral. Y por supuesto, lo que hace digna a una persona es su manejo de los valores morales, su apego a la verdad, su respeto por los demás, y no lo que haga con su sexualidad. 
 El respeto de los derechos humanos implica tratar en forma no discriminatoria, y reconocer a los demás su condición de interlocutores válidos, es hora que escuchemos a las trabajadoras del sexo y que dejemos de hablar en su nombre. 
 Dolores Juliano

ALVAREZ RICART, M. d. C. (1988). La mujer como profesional de la medicina en la España del siglo XIX. Barcelona: Anthropos.
BENHABIB, S. (1992). Situating the Self: Gender, Community and Postmodernism in Contemporany Ethics. New York: Routledge.
FRIGOLÉ I REIXACH, J. (2003). Cultura y genocidio. Barcelona: Universitat de Barcelona.
TOURAINE, A. (1997). ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes. Barcelona: PCC.

Dolores Juliano es antropóloga y dirige el proyecto de investigación LICIT (Línea de Investigación y Cooperación con las Inmigrantes Trabajadoras Sexuales). Una primera versión de este trabajo fue publicada en las “Conclusiones” de su obra Excluidas y Marginales, Ediciones Cátedra 2004.

http://www.genera.org.es/archivo/Derechos%20humanos%20y%20trabajo%20sexual.pdf
 Gracias  a Puri Heras

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