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sábado, 28 de diciembre de 2013

LA MUJER EN EL DISCURSO DE LA MEDICINA Y DE LA PRENSA



 LA CONCEPCIÓN DE LA MUJER EN EL DISCURSO DE LA MEDICINA Y DE LA PRENSA

A lo largo del siglo XIX, la sociedad española se fue estructurando en clases sociales. La burguesía tomó el protagonismo e impuso sus costumbres y estilo de vida como modelo social.
A este respecto, son abismales las diferencias que vamos a encontrar entre las mujeres de las diferentes clases sociales. Entre las mujeres de clases media y alta, sus vidas transcurrían dentro del espacio doméstico. La sublimación de la mujer hasta elevarla a “ángel del hogar” fue un fenómeno que irradió en la mayoría de los países occidentales a lo largo del XIX. Esta conceptualización de origen burgués es la que inspiró a todas las clases sociales, no solo a los estratos populares sino también a los aristocráticos, de modo que aquellas mujeres que no adaptaron su comportamiento a dicho modelo merecieron el rechazo y la crítica moral de los que detentaban el poder.
Tal y como se deduce de lo expuesto hasta ahora, las mujeres de las clases populares no fueron tenidas en cuenta cuando se vino a definir ideológicamente el modelo social de mujer como “ángel del hogar”. No obstante, ello no fue óbice para que las mujeres de los grupos más deprimidos también lo adoptaran como punto de referencia y aspiración personal.
El modelo de “ángel del hogar”, invento del capitalismo liberal burgués, es estudiado por Nancy Armstrong,[16] quien indaga en el origen de este arquetipo de feminidad en el contexto de la sociedad victoriana, en la que rigió la progresiva separación de la Iglesia y el Estado, el laicismo, la pérdida de privilegios de la aristocracia... Pero resulta complicado establecer comparaciones entre ambos iconos de feminidad, dado que, como acertadamente han señalado buena parte de los estudios de género,[17] surgen dificultades cuando tratamos de establecer paralelismos entre la sociedad inglesa y la española en este momento histórico. En España, los procesos de cambio político y económico fueron más graduales, pues continuaron subsistiendo una aristocracia, con protagonismo económico y prestigio social, y una Iglesia católica de enorme influencia. De ahí que haya que profundizar en dicho modelo teniendo en cuenta los prototipos de la época que describen el rol social que ha de cumplir la mujer.
La familia fue el principio fundamental de organización social burguesa. A través de esta estructura se defendía la propiedad privada. Si bien, dicho pilar, como en siglos anteriores, requería de un modelo de mujer adaptado al modelo de familia acorde con el grupo social que exhibía el protagonismo cultural y económico en este momento histórico. La moral del grupo burgués propuso que el arquetipo de mujer fuese el de la decente, pura y casta, controladora de sus pasiones, abnegada y sacrificada. De esclava la mujer pasó a ser reconocida “reina del hogar”, y exaltadas las cualidades de sensibilidad, entrega, emotividad y afecto emanadas de su naturaleza, como señala el discurso médico a través de Jiménez de Pedro: “El amor es el reino de la muger, y por él es soberana árbitra de su vencedor; [...] Su dulzura es su poder y su gloria sus encantos; joyas preciosas con que la naturaleza quiso adornarla”.[18]
De acuerdo con el discurso de la época, la propia constitución física de la mujer con que ha sido provista por la naturaleza la convierten en un ser diferenciado radicalmente del hombre tanto física como psicológicamente:

“La constitución física del sexo femenino proviene de la delicadeza de sus órganos; todo está subordinado á este principio, por el que la naturaleza ha querido hacerla diferente del hombre; no es muger solo por los atributos de su sexo, lo es por todo, [...] Al considerar la delicadeza de su fibra, la blandura del tejido celular y su desarrollo, y las formas suaves y graciosas de esta mitad del género humano, habrá que concederle todos los afectos de humanidad, compasión, caridad, ternura y conciliación, que sostienen la sociedad, unen sus diversos miembros, estrechan mas los vínculos de familia y forman su mas apreciable atributo” (P. 11)

Como se infiere del texto, las actividades de cuidado y protección, de amor y agrado referidas a los demás miembros de la familia, son congénitas a la mujer: “Por su ternura siente la muger la necesidad de interesar, de amar y de agradar; se dirige al corazón, se queja al corazon; protectora constante de la infancia, no hay sufrimiento que no desprecie, ni peligro que no arrostre por sus hijos”. (P. 11)
Sin embargo, esta sensibilidad tan vehemente en la mujer que la hace ser tímida, amable y de dulzura natural, puede conducirla, según Jiménez, a renunciar a ello y a entregarse a las más abominables conductas (criminales, atentados):

“El bien y el mal tienen en ella el mismo origen [...] La debilidad de su sistema nervioso la hace susceptible de estas prodigiosas agitaciones y de las sensaciones mas estremadas. [...] El héroe, el sabio, el verdadero filósofo sabe contener sus pasiones, sujetar su inteligencia, vencerse por la fuerza de la reflexión y del juicio: la muger es en general mucho menos capaz de hacerse dueña de cuanto la afecta, y tiranizada por la sensibilidad está mucho mas espuesta á precipitarse y sucumbir antes que seguir la razón”. (P. 12)

En consecuencia, la mujer es concebida como un ser cercano a la naturaleza, que sigue sus instintos, se deja arrastrar por sus pasiones, pero no es capaz de guiarse por su inteligencia y razón; más imaginativa que creadora, juguete de sus propias impresiones y de su extrema curiosidad, su disposición moral se haya exenta, por lo común, de fuerza, profundidad, perseverancia y todas aquellas sólidas cualidades del hombre. Su frivolidad de gustos y eterna versatilidad de ideas le impiden a la mujer llegar a la perfección en las ciencias y en las artes, opina Jiménez de Pedro, quien sostiene además que mujer y hombre han de complementarse: “Si este [el hombre] debe ser según la naturaleza, magnánimo, franco, generoso, vehemente y valiente; la muger deberá ser, por su parte, tímida, modesta y económica”. ¿A dónde conduce esta división teórica en la concepción de los temperamentos de los sexos?:

Por manera, que el uno debe ocuparse en llevar á cabo grandes objetos y en defender y proteger su familia y el estado contra los males esteriores, y el otro reducido al estrecho círculo de la vida doméstica, interesarse mas especialmente en las faenas de la casa, mostrar los mas dulces cuidados, las atenciones mas oficiosas y una ternura activa y vigilante”. (P. 15)


En consecuencia, la escisión de los espacios entre el hombre y la mujer, a mediados del siglo XIX, continúa siendo justificada por una mayoría de voces, en este caso procedentes del campo de la medicina, alegando las mismas razones que en siglos anteriores, perpetuándose así los arquetipos patriarcales que dictan que la naturaleza y configuración física de los sexos guía a cada uno de estos: al hombre, para que se realice en el espacio público; frente a él, el destino de la mujer es la reproducción y educación de la familia:

“En el hombre todo concurre á lo que puede llamarse vida esterior, porque el vigoroso ardor de su sexo le impone esa ley de expansión asi física como moral; mas en la muger todo debe concurrir á contener, á reunir, sus afectos, sus pensamientos y acciones en un solo foco, es á saber, en la reproducción y la educación de la familia. No son nuestras instituciones las que proclaman esta verdad, sino la naturaleza misma: una esposa no está en su verdadero elemento, en su lugar mas respetable y mas dichoso para ella, si no se halla en donde la llaman sus esenciales deberes: el instinto se lo dicta tambien, porque solo se siente creada para desempeñar este papel, en el que brilla con todo su esplendor y todos sus atractivos”.

Obsérvese la advertencia última del autor con tintes de amenaza hacia el sexo femenino: “[La mujer] solo se siente creada para desempeñar este papel [el de la reproducción y el de la educación de la familia]”, a través del cual se realiza y es reconocida, pero “si no llena su misión, sus mismas virtudes degeneran en faltas que rara vez se perdonan”. (P. 16) Esto es, su vida carece de sentido si no desarrolla su rol de madre, a través de cuyo ejercicio el bello sexo pone de relieve sus excelentes virtudes: “La humanidad, la sensibilidad y la ternura de su alma dulce y compasiva hasta el heroísmo”. (Pp. 16-17)
Resulta de enorme interés comprobar cómo, desde el área de la medicina, Justo Jiménez de Pedro construye unos argumentos que no hacen sino mostrar los pilares básicos en que se ha basado una parte de la sociedad para defender el canon del “bello sexo”. Esta misma línea de argumentación está presente en los periódicos y revistas de la época. Así, en El Correo de la Moda, publicación dirigida a las mujeres, en un artículo de 1877, titulado “La mujer”, encontramos esta concepción de la mujer como ángel, pero también su opuesto, como demonio:

“Hay algo de misterioso y contradictorio en la organización de la mujer, y no es de extrañar que haya sido siempre un objeto de desprecio y de indiferencia para unos, de admiración, de respeto y de la mas entrañable ternura para otros.
Ángel de paz, de consuelo y de beneficencia, la mujer ha recibido en todos tiempos una especie de culto poético de los grandes ingenios; [...] las ideas más sublimes, las más sentidas inspiraciones han sido consagradas á arrebatar la poética imaginación de la mujer, y á inundar de gozo y de consuelo su apasionado y generoso corazon”.

El amor de su corazón estará dirigido a su marido e hijos, esta es la razón de su ser, de su existir: la dedicación exclusiva a ellos. De ahí que se afirme: “No era bueno que el hombre estuviera solo sobre la tierra, y en un momento de piedad y de misericordia el Omnipotente la envió en su consuelo”. Y también: “Nególe el cielo a la mujer la fuerza y la energía física é intelectual que concediera al hombre; pero dotóla en cambio ricamente de una imaginación vivaz y creadora, de un corazon sensible y generoso”. Ella es el ángel que ha de justificar la dureza de carácter del marido, y ha de ser árbitro de su vida moral: “Sus primeras miradas hacen sensible el corazon del hombre, despiertan su ingenio y moralizan sus costumbres”. Y desde luego, la mujer es ante todo cuidadora en los momentos de desgracia, enfermedad...:

“Y cuando la agitación y los pesares de la vida pública, las enfermedades y las desgracias amargan y acibaran los dias del hombre, entónces es, lo repetimos, cuando la mujer tranquila, resignada en su continente, se muestra pródiga de piedad y de beneficencia, y alarga generosa una mano de sostén y de apoyo á la existencia envenenada por el dolor.[19]

Lo que el autor del artículo, Gonzalo Morón, encuentra criticable, vergonzoso, es que existan países y legislaciones que protejan la poligamia. Esto sí es entendido por el autor como esclavitud de la mujer: “Habeis condenado á la desgracia y al embrutecimiento á la más bella de las flores”.[20]
No obstante, en esta segunda mitad de siglo, el clamor acerca de la emancipación de las mujeres fue oído con bastante más frecuencia de lo que muchos hubieran deseado. Buen número de artículos se hicieron eco de esta vindicación de independencia. En La moda Elegante Ilustrada, Periódico de las familias, en carta-respuesta a las demandas de la mujer, un lector, Salvador María de Fábregues,[21] considera subversivas las ideas de aquellas mujeres que creen legal y justa la igualdad de derechos entre los sexos, al tiempo que añade que dichas ideas de emancipación incitan a otras mujeres, las cuales “han de vivir siempre, ó casi siempre, bajo la dependencia de otro sexo, porque así lo dispuso El que todo lo puede”. Fábregues piensa que “la emancipación del bello sexo” es parte de un planteamiento teórico utópico que, aunque en EEUU alcanza cierta atmósfera, no se trata más que de un progreso ficticio que ha logrado deslumbrar a muchas mujeres que han caído en estas redes equivocadamente. De ahí que el emisor de dicha carta formule a su interlocutora y a las lectoras las siguientes cuestiones: “¿Puede acaso la mujer estar emancipada? ¿Sabe usted lo que era ántes que el Cristianismo existiera en el mundo?” A ello responde que la mujer no era más que “un objeto que el hombre podia tomar ó dejar como mejor le pareciera; un mueble que se adjudicaba al mejor postor, y que para que el hombre lo aceptara era preciso muchas veces que se le indemnizara pecuniariamente por ello”. Para señalar el cambio habido con el cristianismo, Fábregues argumenta que el código moral de ese momento califica a la mujer de compañera del hombre; “las leyes civiles tienden especialmente á protegerla poniendo á salvo sus bienes de todo riesgo y contingencia; la Iglesia garantiza por medio de un sacramento su dignidad de esposa y madre”. En suma, “la mujer ya no es cosa: es persona”. No cabe mayor emancipación para Fábregues: “¿Puede por ventura estar ya más emancipada?”, se pregunta. En su opinión, las mujeres de talento que hacen este tipo de demandas tienen su razón ofuscada, “no sabe[n] lo que piden”, por ello les aconseja que “medite[n] con calma esa reforma social”, para él impracticable, hasta concluir que “esa emancipación es un sueño, una locura”.
Por otra parte, la mujer ha de ser antes “dama cristiana” que “filósofa y política”; debe optar antes por los dogmas de la religión que por los sofismas de los modernos filósofos. Por ello, apela a la autoridad de Dios, a través del apóstol san Pablo, que en su epístola primera a los Corintios, capítulo VII, versículo 10 recuerda a las mujeres la indisolubilidad del matrimonio cristiano: “Aquellos que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido”. Así mismo recuerda la epístola a los Efesios, capítulo V, versículos 22, 23 y 24, en donde se quiere dejar muy claro que es el marido el “cabeza de familia” y es la mujer la que ha de estar sometida al hombre: “Las mujeres están sujetas á sus maridos, como el Señor” – “Porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia” – “Y así como la Iglesia está sometida á Cristo, así lo estén las mujeres á sus maridos en todo”. Recuerda también la epístola a los Colosenses, capítulo III, versículo 18 en la que se subraya la misma idea: “Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor”
No solo recurre a unos de los personajes más misóginos de las Escrituras del Nuevo Testamento para investir de autoridad sus palabras, sino que pronostica acerca de lo terrible de las consecuencias de la emancipación femenina cuando sostiene que con dicha emancipación peligran la familia, las instituciones, la cultura y el progreso:

“No hay apelación que pueda sacar á salvo las ideas que han difundido los que pretenden que la sociedad y la familia sean lo que hemos visto que ha sido Paris en poder de la Commune; la anarquia y la disolución de toda clase de poderes; la negación absoluta de lo que se llama cultura, progreso, civilización. A eso va encaminada la emancipación de la mujer y la participación que para halagarla pretenden algunos que tengan en ciertos [síc] derechos públicos”.

Fábregues deja aflorar sus temores, que, por otra parte, no hacen sino evidenciar el malestar que producen en él dichos intentos de liberación femenina, cuando enjuicia la conducta de las mujeres que se desmarcan del patrón fijado por la ideología androcéntrica, hasta el punto de dejar emerger de él los instintos más despreciables: “Quieren que la mujer, que ha nacido para ser el ángel de la familia, sea la furia que lo aniquile y destruya todo. Recuerde usted las incendiarias de Paris. ¿Puede darse nada más asqueroso ni más horrible?” Desde esta posición, sostiene:

“Vale más depender del hombre, llámese éste padre, hermano ó marido, que vivir abandonada á la ignominia que reporta ese fantasmagórico problema que no puede en caso alguno tener solución práctica. [...] Quédele á usted el consuelo de que las de su sexo, que tienen talento y aprovecharlo saben (que son las más), aunque sujetas al yugo que las imponen las leyes religiosas y civiles, son reinas absolutas en nombre de otra ley cuyo imperio es universal.
Esta ley se llama AMOR”.

El autor deja definitivamente zanjada la cuestión: la mujer ha de vivir supeditada al hombre, si bien, debe abrazar su destino con alegría ya que es elevada de esclava a reina del amor. Se le impone no solo el estado de sometimiento, sino también el espíritu de generosidad. Cuestión nada fortuita, pues constituye una exigencia constante a lo largo de este siglo decimonónico. Y es que los terrores que suscitan los ecos sobre la liberación femenina son tales que una vez más se hace uso de los resortes patriarcales que históricamente han definido y diferenciado a la mujer del hombre, instrumentos en estos momentos puestos al servicio de la coacción y de la limitación de libertad para la mujer: el cuidado a los demás miembros de la familia, la atención de sus necesidades primarias –de alimentación, vestido, enfermedades... así como de educación. En esta coyuntura histórica, se echa mano de la experiencia de las mujeres, experiencia de generaciones, de siglos, infravalorada hasta entonces, para concederle valor; estrategia usada con ellas con la finalidad de que continúen estando sometidas al hombre y desempeñando el rol asignado.
Así, en varios artículos de El Pensil del Bello Sexo (subtitulado: “Periódico semanal de literatura, ciencias, educación, artes y modas, dedicado exclusivamente a las damas”), el fantasma de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres mediatiza todo el discurso:

                   “Háse dicho muy frecuentemente, y hasta cierto punto con razon, que la mujer no estaba en un pie de igualdad absoluta con el hombre. Esto que en algunos casos puede ser una queja fundada, carece en otros de toda justicia. La mujer en efecto, no se halla colocada en la misma posición que el hombre; pero tampoco debe estarlo: reclamar para ello los mismos derechos, querer ajustar sus acciones á una misma plantilla, señalarla un mismo modo de vivir y obrar, hacer depender su felicidad de las mismas causas, ofrecer á su corazon las mismas esperanzas y perspectiva, es desconocer la índole distinta de su organización y el temple particular de las disposiciones de su alma”. (P. 74)[22]

Del texto se desprende que la igualdad entre hombres y mujeres no es posible, si bien se comienza señalando que el papel de la mujer es tan importante que “el porvenir de la mujer es tal vez el porvenir de la humanidad”; así mismo el texto se interroga acerca de si el vicio y las pasiones que dominan el mundo pueda deberse a “no haber dado á la mujer toda la importancia que se merecía”. En definitiva, se asegura en el texto que la mujer, “siendo mas que mujer, marchando acorde con la naturaleza y propensiones, dando un completo aunque regular desarrollo á sus disposiciones naturales, puede alcanzar toda la felicidad que es dado conseguir en este mundo” y puede llegar a “ser al mismo tiempo una fuente perenne de vida y civilizaciones, uno de los principales elementos que deben constituir y moralizar la sociedad cristiana”.
Cuando los destinos de la humanidad están en entredicho, cuando se ha llegado al convencimiento de que los proyectos del varón no han valido para que la sociedad camine por donde debiera –concluye el emisor del artículo-, se echa mano de la mujer, se le asigna una misión que es divina, angelical, y con ello se le coloca a la altura del hombre. ¿Puede haber algo más digno que colocarla a su altura a fin de que enderece los renglones torcidos de la humanidad?: “queremos ver si a la altura en que se encuentran actualmente los destinos del hombre, está reservada á la mujer una de esas misiones divinas que en otros tiempos confiaba Dios tan solo á los ángeles y á los espíritus elegidos”. (Pp. 73-74)
A “esa bella mitad del género humano” se le encomienda, por lo tanto, la labor de ser “única tabla que nos queda [¿a los hombres?, ¿a hombres y mujeres?] para poder salvarnos del eminente naufragio que corremos”. Ella es la “mies que no ha dado todavía su fruto, [...] que [...] hemos dejado abstraida y retirada del contacto letal del mundo para que se mantuviese pura y sin mancha y pudiese ser más tarde la levadura de la nueva generación”. (P. 74)
Tal es la misión-trampa que Salortes asigna a la mujer, ya que piensa que “en medio de lo delicado de su organización, adoptada de una fuerza moral inmensa y [...] guiada y mantenida por el amor no habrá peligro que le asuste, ni sacrificio que le detenga”. (P. 75).
Una vez más afloran las dos cualidades que en este momento se demandan a las mujeres: amor y sacrificio; las mismas que durante siglos ellas habían venido desarrollando con su familia, siempre –tanto en siglos anteriores como en estos momentos- como un deber que es justificado desde la fuerza que dicta la naturaleza inferior de la mujer. Ahora, dado que se respiran aires vindicativos que cuestionan la inferioridad de la mujer, y que, por otra parte, hacen peligrar la dedicación de la mujer en el espacio doméstico de la casa, clave tanto para que pueda perpetuarse la institución familiar como para que el hombre pueda continuar dedicando sus energías y ejercitando su dominio en el espacio público, el discurso se ve en la necesidad de dar un giro importante: se nombra a la esclava, ángel del hogar y se valora el trabajo que desempeña, a fin de que se mantenga en el mismo lugar que ha estado siempre, esto es, para que nada cambie.
Porque conservadores y liberales coincidieron en proclamar que la familia era la clave para la organización social ya que a través de esta se garantizaba la propiedad privada y se defendía la ética burguesa de la acumulación. Por ello –acabamos de subrayarlo-, para poder preservar esta concepción burguesa de familia, se tuvo que fortalecer el pilar básico, modificando el discurso, maquillándolo a través del arquetipo de mujer perfecta, angelical. El afán moral burgués continuó proponiendo la decencia, pureza y castidad a fin de que la pasión femenina quedara bien controlada. En estos momentos, en lugar de imponérsele el encierro, el discurso se volvió más sutil. A través de estos discursos se ha evidenciado cómo se le reconocía a la mujer su abnegación y sacrificio, y se la  instaba a que viviera su modelo de forma gozosa, puesto que formaba parte de su ser natural.
A pesar del enfrentamiento constante a lo largo de los siglos entre moral cristiana y ciencia, en este momento se aliaron para considerar a la mujer como un ser cuya finalidad sexual –como hemos puesto de relieve- debía estar al servicio exclusivo de la reproducción. Esta forma de entender la sexualidad ha sido confirmada por Foucault,[23] quien señala que la misma supuso una forma más de control ejercido no solo por la Iglesia y el Estado, a través de sus discursos, sino también por los diferentes saberes (Medicina, Psicología, Pedagogía…) en estrecha relación con estos poderes, reforzadores de dicho pensamiento. Lo hemos observado a través de algunos artículos de prensa, entre otros, los de un lector, Salvador María de Fábregues, o a través del discurso médico de Justo Jiménez de Pedro cuando ha tratado de justificar el carácter moral de la mujer. También otros campos del saber siguieron los mismos pasos.[24]
Así mismo, tanto en otros siglos como en este, las instancias religiosas y los círculos católicos animaron a las mujeres a seguir el ideal de obediencia y sumisión, abnegación y castidad. Se las instó a que sintieran vergüenza o preocupación de observarse, inclinaciones que, de acuerdo con el discurso moral vigente, fueron tildadas de amorales, morbosas. De esta forma, se les negó su deseo, se les reprimió su capacidad y voluntad de elegir. Se les impuso, pues, la higiene, la castidad, se les recomendó relaciones conyugales con la finalidad exclusiva de la reproducción...
Por lo demás, este modelo de mujer fue propagado a toda la sociedad a través de la educación y del discurso moral, discursos que atravesaron todo el tejido social. Desde los colegios, manuales de urbanidad, normas de decencia..., se presionó a la joven y a la mujer para que controlara no solo su conciencia y conducta, sino también sus modales, exigiéndole recato y pudor. No se trataba en muchos casos sino de apologías sobre las tradicionales virtudes que habían de regir la vida matrimonial.

M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)

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