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sábado, 5 de octubre de 2013

Lo ancestral no es excusa





“No hay que involucrar a las costumbres wichí para justificar la trata, para justificar el abuso infantil, para justificar la violencia de género”, sostuvo Octorina Zamora, referente wichí de Salta en la charla sobre “Relativismo cultural y abuso de niñas en el pueblo indígena: un debate urgente y necesario”, . “Una como mujer trae un montón de cosas que no acepta esta sociedad: el hecho de ser mujer, encima ser india, encima tratar de ser una voz, peor todavía. Yo me siento más vulnerable”, se sinceró.

Su lucha empezó a mediados del 2005, cuando la directora de una escuela denunció que una niña –E. T.– estaba embarazada de su padrastro, José Fabián Ruiz o, según su nombre wichí, Qa’tu, que convivía con su madre en una comunidad cercana a Tartagal, Salta. El acusado fue detenido por “violación calificada y abuso con acceso carnal” y estuvo preso más de siete años. Ahora está libre, pero el juicio todavía no se realizó.

En una nota en Página/12, expertos refutaron los modos procesales y la mirada cultural sobre la comunidad, además de enfatizar que el verdadero problema son las violaciones de parte de criollos adinerados a mujeres indígenas, una forma de violencia conocida como chineo. Esto generó la reacción de antropólogas feministas y la charla con la presencia de Mónica Tarducci, del colectivo de Antropólogas Feministas, del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, y docente del Seminario Anual de Investigación; Hugo Trinchero, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, profesor titular de Antropología Sistemática II, y Eugenia Morey, docente e investigadora.

“Cuando empecé con esto de repudiar este delito, esta crueldad, este abuso cometido por este miembro de esta comunidad, de ese clan, porque por lo que yo veo siempre se ronda en la familia de este abusador, no se está hablando con toda la comunidad siquiera. Se está hablando así con un clan. Entonces que se hagan cargo como clan”, remarcó Octorina, la principal referente en diferenciar la cultura wichí como sinónimo de abuso. Y contó que esto sigue ocurriendo: “Hace dos meses la policía no quiso aceptar la denuncia de la mamá de una niña abusada porque el comisario le dijo que no hiciera nada, porque eso es costumbre de los indígenas. Pero el abuso no es una costumbre ancestral”.

“¿Qué significado le deberíamos dar a la noción de cultura en la construcción de una normativa de orden ético y moral? ¿Qué hacer con la diversidad cuando alguna práctica cultural concreta viola los derechos humanos universales? ¿Adónde nos lleva esa reivindicación de la diversidad, si queremos un mundo más justo? ¿Qué significan “cultura” o “tradición” cuando las mujeres son impedidas de ejercer libertades básicas como buscar trabajo, decidir tener o no hijos, usar o no velo. O cuando las niñas son mutiladas sexualmente, o se obliga a una mujer violada a casarse con el agresor, o se quiere presentar el estupro de una niña por su padrastro como “formando parte de la cultura”, se preguntó Tarducci en la charla. Y agregó: “Deberíamos adoptar una visión menos romántica y más realista de las comunidades tradicionales y sus culturas. ¿Por qué en nombre del relativismo cultural se aceptan comportamientos que ninguna persona encontraría tolerable en su propia sociedad?”.

La abogada Claudia Hasanbegovic, docente en la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), apuntó a Las/12: “El problema del ‘enfoque cultural’ en relación con la violencia basada en el género proviene de considerarlo un tema privado (y en el caso de la niña wichí, además, perteneciente a algo que la sociedad hegemónica considera como aún más privado, ‘otra cultura’) antes que como un problema social. En un caso de relación sexual intrafamiliar (hijastra con padrastro), en el cual las leyes del Estado (y las convenciones internacionales de derechos humanos, no de la comunidad aborigen) establecen que se trata de violación, es necesario visibilizar las desigualdades de poder atravesadas por el género que se dan en la situación. Más allá de que se sostenga que la comunidad considera a dicha niña ‘mujer adulta’, y que es común que sean las ‘mujeres quienes buscan y eligen a sus compañeros sexuales’, no se puede soslayar que se trata de una niña en relación a un adulto, una niña (sexo femenino) y un varón”. La abogada concluye: “La cultura es una construcción social, cambiante, mutante, mientras que los derechos humanos son inmutables e inherentes a las personas desde su nacimiento. La cultura y la tradición deben ser armonizadas con los valores de la no violencia y los derechos humanos, y rechazar aquellas prácticas que son dañinas para las personas”.

El médico psiquiatra Enrique Stola –y perito en el caso del sacerdote Julio César Grassi– enfatizó: “Los pactos internacionales del campo de los derechos humanos son el más alto nivel de acuerdo ético. Por el momento son un instrumento adecuado para la lucha por la igualdad, la libertad y el respeto de los cuerpos y las múltiples identidades sexuales, sociales y culturales. El relativismo cultural fue un instrumento de los dominadores para que nada cambiara en la jerarquía que se habían autoadjudicado. El sometimiento, el daño a los cuerpos y al psiquismo se padece cualquiera sea el marco cultural en el que se haya desarrollado un ser humano. Una niña es violada y esa acción recibe el nombre de violación y la víctima la sufre como tal, cualquiera sea la identidad nacional del dominador: talibán, argentino, tehuelche, francés, wichí, chino, etcétera. La justificación multicultural relativista de la violación de derechos de niños, niñas, adolescentes y mujeres es tan repudiable como lo son los abusadores mismos”.
Por Luciana Peker


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