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domingo, 20 de enero de 2013

Cuento de la mujer que vivió con plenitud



Lo primero que hizo fue morirse;  morir es una cosa extraña al comienzo de las vidas, pero de cualquier modo había que hacerlo y siempre es un fastidio mantener ahí las tareas pendientes, con su zumbido incómodo que no deja escuchar nada. Claro, después los malentendidos, que si ésta no era mi profesión, que si me equivoqué de marido... un lío. Por eso era mejor comenzar con las incomodidades burocráticas y los trámites agónicos. Listas las molestias, luego de muerta, pasó a la vida y se concentró.
Compitió durante unos años con sus propias marcas persiguiendo un sueño, se equivocó mil veces. La vez mil y una, lo consiguió. Para entonces, no recordaba de quién era el sueño ni en qué consistía. De modo, que encontró al azar motivos loables de los que nadie discute, como proteger caracoles de la llovizna en abril, y emborracharse.
Las amigas le duraban mucho, hasta la madrugada, pero al amanecer el día le golpeaba insistente el cristal del balcón. Lo dejaba entrar y hacía el amor con desgana, prometiéndose una vez y otra que correría la cortina la próxima vez que trasnochara.
Pero lo olvidó luego, y quedó embarazada de un bebé hermoso como todos los hijos del sol. Brillante y cálido. Un bebé de sol. Y lo amó con instinto lamiéndole la cara y el cuello después de amamantarle largamente, y lo instruyó en defenderse de las bestias, los descerebrados y los bancos. De ahí le vino el volverse más madre. Adoptó un perro. Cuando una ha parido un sol, es fácil amar el mundo. Rodearse de animales perdidos que vagan sin fe por el casco urbano, exiliarse de los límites cortantes de la lógica y la costumbre.
Sin embargo la inercia estira, desteje y anuda. La mujer probó también a tener un trabajo normal, por saber lo que era, el horario fijo, la rutina del suicidio circular y estático, que empieza donde acaba, con su sermón impecable de responsabilidad y logro. Competición. Hay que hacerlo mejor, es necesario aunque no sirva de mucho. Un trabajo anodino le sirvió de identidad para ser una más, o una menos, según se mire. Pero el  suicidio la convenció poco, otros lo llamaron tiempo, crisis, o cosas de la edad.
Por fortuna había novelas, lienzos y música. Un poco allá, los  locos organizaban cursos en los que era fácil redefinirse. Desdecirse de una. No dudó en inscribirse. Aprendió nociones de acupuntura de la casa, del cuerpo y del espíritu. Danzas derviches, levitación del aura, pintura decorativa, bricolaje…
Encontró por azar una pizca de amor. Lloró un día que su amante le regaló margaritas. Pensaba que eso de las flores era sólo para los muertos. Al marcharse el amor la hirió sin pretenderlo. Una mentira piadosa. La mujer no sabía que podía mentirse de forma tan precisa.
Al poco lloró otra vez por las margaritas. Morir en vano. Y se abrazó a un árbol. Sintió el inmenso latido del tronco y de todo lo vivo. El  sol, los hijos del sol, las madres de los hijos del sol, los perros de las madres de los hijos del sol. Volvió a casa. Besó a su perro y colocó una foto de sí misma en la entrada del salón. Recordó un viejo sueño que volvía a importarle. Echó raíces, se volvió paisaje. Nube ligera, luz

Salomé Chulvi
www.narrativadora.blogspot.com
http://heroinas.blogspot.com.es/2013/01/salome-chulvi.html

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